Capítulo 3

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«¡No puedo más! ¡Y no puedo más! —renegó lady Ámbar para sus adentros; a punto de vomitar y de perder la movilidad de sus tobillos para siempre jamás»

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«¡No puedo más! ¡Y no puedo más! —renegó lady Ámbar para sus adentros; a punto de vomitar y de perder la movilidad de sus tobillos para siempre jamás». 

Antes de que su madre la viera y de que el próximo caballero en la tarjeta de baile reclamara su pieza con ella, escapó del salón todo lo rápido que sus pies le permitieron. Necesitaba aire, respirar lejos de esa multitud escandalosa y asquerosamente falsa. En esos instantes, más que nunca, echaba de menos a sus alumnos y a la tranquilidad del pueblo, del campo. No estaba hecha para brincar como una boba durante horas. 

«¿Qué estaría haciendo el pequeño Isaac sin sus clases de refuerzo para las matemáticas? ¿O cómo habría solucionado Cécil su problema con la acentuación de las palabras?». 

Con esos pensamientos y preocupaciones llegó al jardín del Palacio de Buckingham, enorme como el resto de la propiedad de la reina. Pero sin la dichosa coloración rojo-dorado que casi la hace vomitar minutos antes. El color verde de los árboles y la ligera frialdad de la soledad, templaron su nerviosismo y su malestar.  

—¡Por Dios Misericordioso! —se quejó en voz alta en cuanto tuvo la seguridad de que nadie la estaba oyendo—. ¡Qué noche más tediosa! —Se sentó a bocajarro sobre el primer banco de piedra que encontró, uno entre los arbustos, y se quitó los zapatos. Sus pies estaban enrojecidos y tenía ampollas en los talones y los dedos gordos. Dejó que el aire aliviara su dolor y cerró los ojos con fuerza. 

Paz y serenidad hasta que oyó un ruido que la hizo abrir los ojos de repente. No pensó que, al hacerlo, iba a encontrarse frente a frente con el peligro encarnado en forma de hombre: Jean Colligan. 

El futuro Marqués de Bristol había escapado del salón de baile con el único propósito de no ser descortés con alguna de las jovencitas que se habían dedicado a perseguirlo durante la velada. No empezaría con buen pie si, encima de tener una pésima reputación, insultara a una de esas remilgadas señoritingas con la sensibilidad a flor de piel. Estaba dispuesto a fingir una pasión desbordante, a decir palabras poéticas y a lograr así su propósito de regresar a casa con una prometida digna de ser marquesa. Lo mismo le daba casarse con una que con otra, mientras eso lo eximiera de oír los requerimientos de su padre y que no fuera tan abominablemente fea que no pudiera yacer con ella. Pero necesitaba un instante de paz, un solo instante más de libertad, para recobrar fuerzas y aliviar su dolor de cabeza. 

Cogió aire y anduvo por el empedrado el jardín serenando su naturaleza maligna.

«¡Dios Santísimo! —exclamó en su interior—. No debería haber sucumbido al deseo de libertad».

Quería portarse bien, de veras que esa era su genuina intención después de años y años de excesos, apuestas y pecados. Pero Dios lo estaba poniendo a prueba una vez más: una beldad sola en mitad del jardín. Iluminada por la luna, la bella dama estaba sentada en un banco de piedra con los ojos cerrados como si fuera un espectro torturador. Tenía el pelo negro como la noche y la piel tan pálida que se intuían sus venas azuladas a través de ella. Por el atuendo, tenía que ser una de las debutantes: un decente y muy recatado vestido de color limón y unos zapatitos... ¡Los zapatos! No, no llevaba zapatos. Estos estaban tirados a un lado como si alguien los hubiera desechado con resentimiento. Y no era para menos, desde la seguridad del arbusto intuyó las rojeces en los pies de la joven. «¿Por qué no la había visto antes? —se preguntó indignado— ¿De qué color tendría los ojos? ¿Serían negros y profundos? ¿O verdes y misteriosos?» 

Lady Ámbar y el Marqués de BristolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora