Capítulo 8

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Burlado por una debutante

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Burlado por una debutante. Había sido una humillación en toda regla. Por mucho que le doliera reconocerlo, acababa de descender en su categoría como hombre y había sido relegado a poco más que un objeto de usar y tirar. ¡Él, utilizado! ¡Y no por una mujer experimentada o por una amante despechada! ¡No! ¡Por una muchacha recién salida del horno y que debería estar comiendo de su mano! 

«He obtenido de usted el recuerdo que soñaba atesorar», le había dicho como si nada. Dando por hecho que a él no le importaría en absoluto ser visto como un... ¿Un qué?  

«¿Un creador de recuerdos?».

 «Y perder mi reputación en los brazos de un libertino consagrado no suena muy decente», había añadido a través de su boquita de piñón, frívola.

 ¡Oh, Dios! Era una frívola.

 Esa era la malicia que escondía tras su capa de ingenuidad y bondad. En las adversidades, Ámbar Peyton calculaba muy bien los pasos que debía dar y priorizaba su bienestar por encima de cualquier otro. No le resultaba extraño que cualquier mujercita que preciara su buena reputación no quisiera ser encontrada en sus brazos, pero que se lo hubiera dicho después de haberse entregado en cuerpo y alma a besarla y acariciarla... había sido un golpe bajo. ¿Acaso la pasión no le había obnubilado la mente? ¿Acaso no le había proporcionado el placer suficiente como para conquistarla? ¿En qué momento se había parado a pensar? ¿En qué puñetero instante encontró tiempo para decidir que quería parar? ¿No la besó bien? ¿No la acarició en sus puntos débiles? Era la primera vez que se sentía inseguro después de un encuentro furtivo, la primera vez que lo rechazaban con tanta dureza y vehemencia. 

Él, en cambio, se había sorprendido a sí mismo sintiendo más de lo que le hubiera gustado. La dulzura virginal de Ámbar, la inexperiencia de sus besos, el temblor de su cuerpo... No era la primera vez que seducía a una debutante. Pero ninguna había resultado ser tan interesante como ella. Quizás fuera por sus ojos, aquellos ojos que costaban de descubrir, misteriosos. Por su diablura innata, por su interés genuino de hacer las cosas bien pese a querer volar, enloquecer. Se sentía con la obligación de ayudarla a experimentar, a darle lo que anhelaba en secreto. ¡Tan generoso que había sido con ella! ¿Y qué había recibido a cambio? 

«Me ha satisfecho, lord Colligan y le agradezco sus servicios», había ultimado, dejándole claro, por si le había quedado alguna duda al respecto, que solo había sido un pasatiempo para ella. ¡La había satisfecho! ¡Le agradecía sus servicios! ¿De qué servicios hablaba? ¡Qué afrenta! Su orgullo y su reputación sufrirían un increíble revés como conquistador consagrado si aquel suceso llegara a los oídos de sus pares. 

Se llevó la mano a la barbilla y cogió aire, observando la estatua romana con temple para no salir corriendo detrás de lady Ámbar y demostrarle de lo que estaba hecho. ¡Caray! ¿Por qué se enfadaba tanto? No era propio de él. La paciencia era un virtud, era algo que siempre se había dicho durante sus conquistas más difíciles. La señorita le había parado los pies, algo previsible en una jovencita con su estricta educación. ¿No era así? ¿No le había hecho un favor en el fondo? ¿Qué hubiera sucedido si alguien los hubiera visto? Habría perdido el marquesado, eso primero. Y segundo, se habría visto envuelto en un duelo o en un matrimonio. Y no sabía cual de las dos cosas era peor, así que quizás debería agradecerle a Ámbar su interrupción humillante. Eso fue lo que se dijo mentalmente para subirse el ánimo entre que su cuerpo lo maldecía por no haber terminado lo que había empezado. Se había quedado con las ganas, con el ardor en la punta de su garganta. 

Lady Ámbar y el Marqués de BristolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora