Capítulo 7

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Un hombre como Jean Colligan, acostumbrado a encontrar algo especial en cada mujer que conquistaba, estaba destinado a ganarse la misteriosa recompensa de las Joyas de Norfolk

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Un hombre como Jean Colligan, acostumbrado a encontrar algo especial en cada mujer que conquistaba, estaba destinado a ganarse la misteriosa recompensa de las Joyas de Norfolk. Lady Rubí era la de la piel rosada con el vestido rojo y el antifaz amarillo. Lady Perla, a pesar de llevar un esplendoroso colgante de ámbar, no había logrado confundirlo. Ella era la más pálida de las tres, llevaba un vestido de color blanco y un antifaz rojo. Así que solo tenía que buscar a una mujer con una mancha misteriosa en el hombro, un vestido amarillo, un antifaz blanco y un colgante hecho de rubí. 

—Miladis —se despidió de las hermanas de Ámbar, dejándolas con una mueca de confusión al lado del elefante. 

Con paso decidido y zancadas largas acordes a su altura, merodeó por los rincones de la mansión de los Raynolds en busca de ella. Necesitaba verla, decirle que su juego con él había terminado, que sabía quién era y ya no podría seguir engañándolo. Pero ¿por qué le importaba tanto esa jovencita traviesa? Eran sus ojos, ellos eran los culpables de tentarlo y de llevarlo por caminos que había prometido abandonar durante una temporada. 

Se prometió a sí mismo no hacer nada más que ganar un juego. Sin malas intenciones ni dejar de lado a lady Meredith Brown. ¡Las hermanas Brown! Se había olvidado por completo de ellas y seguramente lo estarían buscando para que, a su vez, rindiera cuentas sobre la desaparición de su hermano Brian. Las habían dejado plantadas después de que los colaran en la fiesta privada de los Raynolds. Sí, eran unos canallas. 

Con un traje negro y un antifaz azul marino llegó hasta un patio bien cuidado, cercano al jardín en el que la mayoría de los invitados estaban paseando. Pero lo suficiente apartado como para tener un poco de tranquilidad. Algo le dijo que su huidiza «seductora nata» estaría ahí, quizás por la vez en que la conoció, sola en mitad de la nada. 

Su olfato de depredador no le falló. Apoyada en una escultura romana y con el gesto cabizbajo, allí estaba ella. Su pelo negro estaba recogido debidamente en un moñete bajo bien hecho y su vestido amarillo, más bien de color melocotón, brillaba bajo la luna. 

—Bonito colgante, ¿un regalo de papá? —se acercó a ella, colocándose las manos en los bolsillos y esbozando una sonrisa. 

—¡Lord Colligan! —se asombró lady Ámbar al verlo. Se separó de la escultura e irguió la espalda en actitud defensiva. La vio titubear, flaquear. Como si estuviera espantada, pero a la vez emocionada.

—Veo que mi antifaz no hace maravillas, lady Ámbar —dijo él, mirándola con intensidad. 

—¡No soy Ámbar! —negó ella, queriendo huir. Estaban solos, y no era nada recomendable que una señorita estuviera a solas con un hombre de tan pésima reputación. ¡Si los vieran! Las voces de los invitados se oían a escasos metros, detrás de los arbustos que cercaban ese pequeño patio. ¡Incluso se escuchaba al elefante! 

—Lady Ámbar, las mentiras son muy desagradables —le recriminó—. Y de muy mala educación —Se acercó más a ella. 

—¿Qué quiere? 

Lady Ámbar y el Marqués de BristolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora