🔹AZUL🔹
Creo que la mejor decisión que pude tomar fue empezar a trabajar en el café. Shakespeare quedaba a media cuadra del colegio y a siete de mi casa, por lo que era fácil llegar en cualquier horario. Y, además, era la mejor manera de inventar historias.
Shakespeare tenía sus comensales habituales, como la señora Martínez o el señor Gutiérrez, de quienes me sabía las órdenes de memoria. También contaba con ciertos clientes recurrentes como la señorita López o mi gran amigo Watson Rojas y clientes casuales como Santiago Escudero o la profesora Brieta.
Había aprendido tanto de los comensales habituales que podía saber sus estados de ánimo con una mirada e incluso adivinar sus pensamientos respecto a lo que les serví solo por sus expresiones corporales. Muchos hasta tenían cuentas que pagaban cada mes con sus tarjetas de manera electrónica, por lo que podían darse el lujo de venir cuando quisieran.
Los comensales recurrentes eran otro cuento. De ellos podía inventar un poco más, como que la señora López podía haber estado molesta porque su marido quería el divorcio o porque su perro se había meado en su sillón favorito. Y los casuales eran puras incógnitas para mí. Podían ser prófugos de la justicia o nobles abogados, pero no lo sabía a ciencia cierta al verlos entrar. Los nuevos clientes eran un misterio por resolver, una historia por crear; y yo amaba eso.
Pongamos como ejemplo al chico que entró al café unas semanas atrás. Era alto de pelo castaño rizado, ojos que no llegaba a ver y unas ojeras del tamaño de Rusia. Parecía un zombie: caminaba con la espalda encorvada por una mochila y una guitarra, la cabeza mirando al piso y la mirada perdida en algún lugar. Parecía hacer tenido una mala noche. El chico levantó la cabeza al llegar al mostrador y reconocí esos ojos marrones y ese rastro extraño de lunares: Matías Calabró, de mi clase.
Aunque soy la representante de clase, nunca había tenido una charla con Matías. No porque me cayera mal, sino que porque nunca tuve una excusa para hablarle. Nunca me lo choqué en un pasillo, nunca me lo encontré de camino a casa, nunca entró a Shakespeare en mis turnos. Y, sin embargo, ahí estaba él. Con unas ojeras que no le iban y su calculadores ojos avellana clavados en mí.
—¿Qué puedo ofrecerte, Matías? —le pregunté con una sonrisa mientras me cuestionaba qué pudo desvelarlo. Las opciones eran infinitas; en especial porque no lo conocía y no podía suponer nada debido a sus, para mí, indefinidos gustos.
—Café solo, por favor. Para llevar. —Asentí y anoté su nombre en el vaso. Marqué lo que pidió y, al mirarlo de nuevo, decidí dejar una carita feliz en el vaso también. Algo bobo, pero que en su momento me pareció una buena idea.
—No sabía que tomabas café —comenté con la intención de crear una conversación.
—No sabía que trabajabas en Shakespeare, se ve que tus turnos no coinciden con mis horarios de búsqueda. Siempre compro mi almuerzo acá. —Técnicamente hoy no era el día que me tocaba trabajar, pero hacía horas extras con fines de lucro: quería comprarle algo genial a Watson, pero mi paga tenía sus fines ya decididos.
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De escritores y cafés
Genç KurguAzul necesitaba escribir una nueva novela, pero algunas circunstancias la habían llevado a padecer un bloqueo de escritor. La solución a éste pareció caída del cielo, aunque lo correcto sería decir que cayó a causa de uno de los peores rumores del A...