CAPÍTULO SIETE

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No estaba nada tranquilo. Ni un poco. ¿Concentrado, yo? Pff, obviamente. No, claramente no estaba prestando atención a la clase.

Estaba entrando en pánico. Entre las miradas furtivas y constantes de Azul y los murmullos y ojos clavados en mi espalda, creí que me iba a desmayar ahí mismo. Para colmo, estaba asegurado que, si no me desmayaba yo solito, me iba a desmayar de la paliza que me iba a dar el fiel compañero de Sherlock. Dios, estaba muerto y no había escapatoria.

Y encima hoy iba a conocer al futuro novio de mi hermana. No, si era un día espectacular. Aunque bueno, del otro lado de la balanza ¡Azul apoyó su cabeza en mi hombro! Y hoy iba a ir a comer con mi mejor amiga a Guau (un restaurante increíble en el centro de Aitana). No, sin duda no era tan terrible como yo lo imaginaba (pero eh, tampoco era el país de las maravillas).

Como sea, volvamos al punto desde el que narraba: la incómoda clase del profesor Vázquez. En resumen; el resto de la clase fue tan incómoda como el principio, solo que logré concentrarme en una parte y hasta contestar preguntas. Sí, ya sé; ni pregunten, milagro de Navidad.

El resto del día tampoco tuvo nada de especial si evitamos pensar en las miradas asesinas de Watson en los pasillos y en que mi muerte era inminente. No importaba cuánto intentara retrasarlo, Watson tarde o temprano me iba a romper la cara a puñetazos; pero mejor era que fuese tarde. Fue por eso que, en el final de la clase de deporte, aceleré mi ritmo en fondo y evité a Watson como bicho a planta carnívora.

Un secreto que no confesé: tenía mucha resistencia corriendo. Cuando algo me sobrepasaba o me sentía muy estresado, la guitarra nunca me relajaba. Fue ahí cuando empecé a correr por voluntad propia. Era bastante bueno, pero no me esforzaba mucho en el colegio. Sin embargo, si tenés al chico con el mejor gancho de todo el pueblo intentando encontrar un momento para pegarte, esforzarse por evitarlo es lo mínimo que uno puede hacer.

Si sabés que no vas a ganar, ¿no huirías? Porque yo no pienso ir directamente con Watson y dejarlo golpearme. No soy tan estúpido como a la gente le gusta creer.

Bueno, cuestión que no me importó estar cansado, porque agarré mi bolso y corrí hasta la clase. Agarré mi mochila y la lanchera y corrí hasta la plaza, donde Cami y su amigo iban a esperarme según el mensaje.

No, yo iba a matar a ese chico.

Tenía su brazo sobre los hombros de mi hermana. Eso no era... Dios, quería sacarlo de un golpe. Claro está, no podía. En primer lugar, eso sería una locura; ¡no puedo golpear a un nenito de doce años! Lo que me falta es que me denuncien. Y, segundo, le había apostado a Cami que podía ser el policía malo; y no, no estaba dispuesto a perder.

—No sería nada malo que supiera, Cams. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Él no sabe que sabemos, pobre.

—No le digas a mi hermano igual, por las dudas. Ella tampoco puede enterarse. Ver sus caras va a ser genial —los escuché decir. Fingí una sonrisa y actué como si no los hubiera escuchado.

De escritores y cafésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora