CAPÍTULO DOS

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🔸MATÍAS🔸

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🔸MATÍAS🔸

Shakespeare era importante para mí. Sabía que, algún día, algo importante sucedería ahí. No entendía por qué, pero mis pies siempre se dirigían a Shakespeare cuando necesitaba esperanza. Tal vez era por el cálido ambiente del lugar. Tal vez era por el increíble café que hacían ahí. Tal vez era porque ahí trabajaba Azul; la chica que, en secreto, me gustaba desde hacía tiempo.


Azul era de esas personas con las que uno soñaba con cruzarse. Era ingeniosa como nadie, entusiasta hasta la médula y atenta con todo el mundo. Su cabello morocho siempre atado en un descuidado rodete, dándole un misterioso atractivo, como si tuviese cosas más importantes que hacer que no fuesen peinarse con cuidado o ponerse maquillaje. No era difícil caer por esa chica; su sonrisa fácil y aquellos ojos cafés no pasaban inadvertidos con facilidad, y les aseguro que no fui el único en derretirse por ellos. Yo solo era otro mortal cayendo a sus pies. Nada importante. Y eso no suponía un problema para mi vida amorosa. Para nada. Azul era arte; pintada para ser admirada de lejos. Y no debía entrometerme en su pintura, o los trazos se desaliñarían.

Pero dejemos de hablar de cómo era ella y volvamos a lo que estaba narrando: la primera vez que hablé con Azul Medina.

Aquel miércoles no había podido pegar un ojo. Cata, mi hermana, había llegado tarde de una fiesta. Entre que la esperé y que tuve que escuchar toda la historia (sí, mi hermana me contaba todo lo que pasaba en las fiestas; ¿qué? Teníamos una buena relación basada en confianza, podía contarme lo que quisiera), no logré reponer energías ni por media hora. Mis pies habían tomado solos el rumbo a Shakespeare, y mi cansado cerebro no había tenido la energía para impedirlo.

Nunca entraba los miércoles a la mañana a Shakespeare. Ese día me quedaba con papá, y su pareja nos hacía el almuerzo y el desayuno. No necesitaba pasar, claro está, a menos que me hubiese quedado dormido y Cami (mi hermana menor) estuviera a punto de matarme porque yo la acompañaba al cole y ella iba a llegar tarde. Fue por eso que no sabía que ese día estaría Azul atendiendo. Mi mirada se perdió en sus movimientos mientras le rellenaba la taza de café al señor Gutiérrez, mi vecino. Cuando llegué al mostrador, ella ya estaba ahí. La analicé con la mirada y asentí, aún algo dormido.

—¿Qué puedo ofrecerte, Matías?

La sonrisa en su rostro me revitalizó un poco, y sus ojos me escudriñaron como tratando de buscar algo. Al informarle mi pedido, ella asintió y empezó a preparar el café.

Intenté buscar las palabras para empezar una conversación, sin éxito. Por fortuna, las palabras eran la especialidad de Azul.

—No sabía que tomabas café —comentó ella. Decidí que decir algo como "ah, sí, empecé a tomar café para poder mirarte en tu trabajo" sería algo vergonzoso (por no decir acosador), así que tuve que idear algo mejor sin cafeína en mi sistema; misión difícil.

De escritores y cafésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora