(9) ¡¿Jean Joseph se desnuda en el balcón?!

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«Eran cartas muy cortas, una especie de billetes, eran, sí, como llamadas lanzadas desde algún lugar imposible para vivir, mortal, una especie de desierto

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«Eran cartas muy cortas, una especie de billetes, eran, sí, como llamadas lanzadas desde algún lugar imposible para vivir, mortal, una especie de desierto. Aquellos gritos eran de una belleza evidente».

Yann Andréa Steiner, Marguerite Duras. [*]


   ¿Por qué Jean Joseph no le contestaba el mensaje, después de lo bien que lo habían pasado juntos? ¿Estaría muy ocupado? ¿Le gustaba hacerse el interesante? Recordaba aquella ocasión en la que no la había reconocido o no la había querido saludar estando en la librería de Madame Lucien.

  Miró el ordenador. ¿Cuántos días llevaba esperando respuesta? No lo comprendía. ¡Qué extraño! El francés y Helena habían estado juntos dos horas, aproximadamente, hablando de banalidades y tomando varias tazas de café. Él no parecía tener ningún apuro por irse. ¿O sería que no se le ocurría ninguna excusa para hacerlo?... Se contuvo, no iba a mirar la carpeta de entrada. Quizás eso fue lo que lo asustó, que lo pasaran tan bien. Para ella el género masculino era muy sencillo. Los hombres sólo querían estar satisfechos sexualmente, con los menores inconvenientes posibles. En su opinión, no había ninguna historia secreta. Y, llegada determinada edad, se unían a otra persona que les gustara para facilitar el tema de los coitos y no tener que perder tanto tiempo buscando. Difería de la opinión de sus amigas, que decían que eran muy complicados. Helena compartía con ellos esa sencillez.

  Pensó en todo lo acontecido. Se habían despedido renuentes, prolongando el tiempo al máximo. Estaría muy ocupado o se había asustado. Recordó, también, la alegría que había sentido cuando reparó en que Jean Joseph había dejado olvidada la agenda en la cafetería: entre ellos quedaba un nexo, una conexión, la promesa de otra conversación. Estuvo a punto de llevársela personalmente, pero prefirió entregársela a Madame Bertrand y enviarle un e-mail, advirtiéndoselo, para que no pensase que la había extraviado. El correo electrónico estaba en el exterior. Se ponía en contacto con el hombre pero no parecía desesperada, pidiendo otro encuentro. Jean Joseph respondería a su mensaje, para agradecerle el gesto, y así, un acontecimiento llevaría a otro y volverían a verse, de manera premeditada. Ése era el guión.

  En la realidad, Helena no supo nada de él. Al día siguiente no lo vio en la biblioteca, aunque se enteró por la bibliotecaria de que sí había ido a buscar la agenda.

ᅳ«¡Qué tonta! Tenía que haberla mirado, antes de entregarla».

  ¿Por qué era tan poco curiosa y tan respetuosa de la privacidad de los demás? Excepto cuando dormía, ahí se enteraba de todo. Involuntariamente, claro. Estuvo montando guardia en el local durante unos días pero nada, ni rastro de él. Cogió la costumbre de sentarse en la Place des Arbres, al atardecer, muy cerca de donde Jean Joseph aparcaba el vehículo y de donde ella vivía. Inclusive, llegó a ver el coche estacionado ahí, muchas horas, varios días seguidos, algo inusual. Imaginó que estaba de viaje, puesto que no lo cambiaba de sitio. Así que olvidó sus resquemores y se concedió una doble alegría: eran vecinos. Él debía de vivir en el edificio que estaba pegado a la biblioteca. No se escabullía, estaba fuera de París... Volvió a mirar el ordenador. Nada, ningún e-mail.

Enemigo Público Nº 1. GANADORA DE LOS PREMIOS WATTYS 2015.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora