Capítulo diecinueve.

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En la última escena, después de que el director indicara el corte y la salida de algunos actores por el resto de la tarde; Carlos―quien tenía que quedarse unas horas más― la retuvo por un brazo, y la llevó disimuladamente a una esquina del set, que improvisaba un despacho. Varias personas lo miraron, y ellos lo determinaron. Sin embargo, no se enfrascaron en saber cuántos y quiénes de sus compañeros los vio en tan comprometedora pose.

Chantal, puso más atención, recordando los comentarios de esa tarde en el almuerzo. Sus sospechas, y las de los demás fueron ciertas. Ella no dijo nada, solo cruzó las manos y alternó la vista entre ese par y el grupo de técnicos que discutían sobre una toma fallida.

Mientras que, en la esquina del foro; dos personas discutían en voz baja.

―Por favor, espérame y hablemos ―pidió Carlos, sin soltarle el brazo a la mujer. Sus cuerpos, permanecían muy pegados. Pero, ellos estaban demasiado concentrados en su conversación―. No quiero distancias entre nosotros, Virginia.

―Será lo mejor, para los dos ―enfatizó, torciendo los labios. Ese gesto, hizo que la entrepierna del hombre palpitara―. Es un tiempo solamente, y ya no me agarres así; las personas están viéndonos.

―No me importa ―le dijo, pero la soltó. Ella se cruzó de brazos, realzando su busto. Él bajó la mirada a ese punto, y enseguida la devolvió al rostro de la morena―. Nadie podría imaginarse, lo que estamos diciendo aquí.

―Eso no lo sabemos. Y ya, hablamos mañana, estoy cansada y me están esperando. ―Lo aniquiló con los ojos, quemándole las entrañas con aquellas palabras.

― ¿Quién? ―preguntó desganado, dando un paso atrás―. ¿Tu esposo?

Ella asintió, a pesar que era una mentira.

No quiso sacarlo del error, lo más sensato era que poco a poco fueran dejándose de querer.

Aunque le estuviera costando un mundo.

Se dieron un último vistazo, y la pelinegra se marchó de allí, dejándolo con el corazón partido.

Virginia manejó hasta su casa, terminó sus grabaciones temprano. Entonces, decidió pasar por su mansión y acicalarse, descansar un poco, para ir a llorar con su hermana. Sentía la carga de confesión en los hombros, pero era esencial darse un buen baño primero.

Encontró a su esposo, de espaldas a ella en la cocina. Olía delicioso. Dejó sus cosas sobre el sofá, y se acercó a él.

―Hola ―saludó, logrando que Augusto se volteara y le sonriera. En las manos, sostenía un cucharón embarrado en salsa blanca. Compartieron un pequeño beso, y la sensación de remordimiento hizo estragos en Virginia―. ¿Qué estás preparando?

―Una pasta al Alfredo, mi vida ―confesó, enseñándole la olla―. ¿Cómo huele?

―Exquisito ―exclamó, tomando un tenedor y probando un fideo―. Sí, que rico está.

―Esto cenaremos ―aseguró, meneando la pasta con la salsa bechamel―. ¿Cómo te fue hoy?

―Bien, bien, ¿y a ti? ―contestó, con la voz débil. El gobernador, frunció el ceño.

― ¿Pasó algo? ―cuestionó―. Te oyes triste.

―Ohm...no, no ―se apresuró a negar. También, se golpeó mentalmente por no disimular sus emociones―. Estoy cansada, es todo.

― ¿Segura? ―Ella le asintió con la cabeza―. Bueno, yo salí temprano y me vine a casa, quiero pasar más tiempo contigo.

―Gracias, Augusto ―no sabía que decirle, y optó por escazas palabras carentes de sentimientos―. Se me hizo raro verte temprano aquí.

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