Capítulo veintiocho.

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Doña Graciela, acababa de recostarse en su mecedora con una taza de café entre las manos. 

El vapor le pegaba en las fosas nasales, mientras que el olor le indicaba que lo bebiera así, que no se preocupara en soplarlo. Era una amante empedernida al café.

La decepción residía en ella, no solo por las constantes mentiras que su hija mayor le decía sobre su matrimonio, sino también de la desdicha que Virginia seguramente debe estar sintiendo. 

―Ángelo, quisiera llamar a Gisela ―ordenó en voz queda, la señora. 

El hombre que moraba en la cocina, dejó lo que estaba haciendo y le alcanzó el teléfono fijo a Graciela. 

―Tenga, aquí le marco; pero colóquese el teléfono en el oído ―indicó con ternura a la viejecita. 

La doña ejecutó lo que le ordenaron, sin embargo; la extensión había comenzado a sonar. 

En su corazón, albergaba la esperanza de que se tratara de Virginia, deseaba mucho conversar con ella, sermonearla, aconsejarla, secarle las lágrimas, brindarle ese amor de madre que de seguro le ha de hacer falta.

― ¿Bueno? ―habló, sorbiendo un poco de café.

Hola, mamá ―dijo Virginia. Doña Graciela dejó el café en manos de Ángelo, y él se alarmó―. ¿Cómo estás?

― ¿Todo bien? ―murmuró el hombre, mientras que la mujer le asentía. Se incorporó, con el teléfono en la mano, pegado a la oreja.

― ¿Cómo crees que estoy? ―cuestionó Graciela, indignada. 

Hubo un breve silencio. Virginia carraspeó.

No lo sé, mamá ―expulsó, seguido de un jadeo―. ¿Estás sola?

―No ―espetó―. Estoy bien, gracias. ¿Tú? ¿Qué tal?

Estoy sobrellevando todo, mamá ―aseguró, aunque no era del todo cierto. Hasta esa mañana, sentía unas inmensas ganas de llorar, de platicar con Carlos―. Por favor, perdóname. 

― ¿Por qué he de perdonarte? ―atacó la doña, enseñándole todo el dolor, hablando por la angustia―. No me has hecho nada a mí. 

Por no llamarte, hasta hoy ―dijo―. Por ser tan ingrata, irme sin avisarte, huir de mis problemas en vez de enfrentarlos.

―No tengo nada que perdonarte, Virginia. ―La voz de su madre, era dura e imponente―. Esa fue tu decisión, y tienes que vivir con las consecuencias. 

Mamá-

―No, déjame terminar ―le interrumpió abruptamente―. Yo no puedo interferir en tu vida, Virginia. Tú trazaste una línea, que estoy segura no permitirás que nadie la cruce. Eso está bien, para ti. Hija, yo te amo, aquí todos te amamos, pero ocultaste mucha información que quizás no era nuestro problema, y tal vez alguno de nosotros pudo haberte ayudado a solventar. ―Al otro lado de la línea, reinaba un silencio ensordecedor. Virginia, apretaba los labios, con el fin de no echarse a llorar―. Ya no se puede cambiar nada, cariño. Ahora, sal adelante, construye tu propio camino de aquí en adelante y aprende de tus errores. Te amo, hija, te amo mucho.

Yo... ―La pelinegra no pudo articular más. Comenzó a llorar, aferrada a la cabina de teléfonos en plena calle. Hubiera preferido escuchar esas palabras, viendo a su madre a los ojos. Esa viejecita tenaz, siempre tenía algo para decirle, y siempre daba en el blanco―. Te amo también, mamá, eres mi vida y te doy las gracias por esto, porque he sido una completa desgracia. 

H I D D E N ©✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora