Capítulo veintisiete.

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  ¡Eres una zorra! Le gritó Augusto, mientras lanzaba de un manotazo, todas las cosas que yacían en el tocador―. ¿Cómo pudiste? ¡Quedé como estúpido frente a todos, estoy muerto! ¡Lo vas a pagar caro!

Perdóname, Augusto, en serio sollozó Virginia, con la mirada empañada. Le causaba terror, lo que pudiera hacerle el hombre frente a ella―. No sé... no sé ni que decirte musitó, trastabillando hacia atrás.

Quedó pegada a la pared, estaba siendo arrinconada por el cuerpo de su esposo. El hombre respiraba con fuerza, colérico y decepcionado. El brillo en sus ojos, se lo demostraba y eso le causaba un miedo, que por desgracia no pudo disimular. Le temblaba el labio inferior, sus piernas iban a fallarle en cualquier momento.

¿Por qué lo hiciste? ¿Eh? demandó, apretando las manos. Contenía las ganas de acribillarla, la furia y la ira le centelleaban el torrente sanguíneo. Se sentía humillado, burlado, hundido y con cara de payaso.

La poca hombría que quedaba dentro de él, le dolía demasiado. Su ego se vio pisoteado por una mujer, y no es que fuera machista, pero Virginia logró lastimarlo del todo.

No por amor, él jamás se enamoró de ella; pero si por la lealtad y el respeto que él sí pudo guardarle.

¿Disfrutaste con ese maldito? escupió, pegándose más a ella―. ¡Y los tuve frente a mí! ¡De imbécil, no me di cuenta! ¡Supieron joderme!

Sí, lo hice susurró, con la mirada gacha. Las lágrimas ya le habían empapado la cara completa. Estaba sudando, y empezó con escalofríos después.

Augusto en el fondo conocía la respuesta, sin embargo; quiso preguntar.

No puedo, no puedo siquiera mirarte dijo con desdén. Se alejó, con la cara color carmesí y el cuerpo acelerado―. No vas a salir, hasta que a mí me dé la maldita y desgraciada gana sentenció, cogiendo su móvil, entre otras cosas más.

¡No, pero Augusto! gritó Virginia, y trató de movilizar sus piernas a fin de correr y detenerlo. No obstante, su esposo había cerrado de un portazo y pasó llave. Maldita sea.

Ahora se encontraba sola y encerrada en su mansión.

De un jadeo, se incorporó de golpe sentándose en la cama.

Su corazón latía con ímpetu, logrando que se escuchara en la soledad y oscuridad de esa habitación. Se talló los ojos, mientras acompasaba su anatomía temblorosa. El sudor, la bañaba y le calaba la piel.

―No puede ser ―farfulló, restregándose la cara con ambas manos. Descalza, se levantó y corrió al sanitario, afuera de la habitación, no sin antes encender la luz y caer en cuenta que ya no moraba en su casa, ni en su apartamento de soltera.

El estómago se le revolvió, y apuró los pasos. Llegó al váter, levantó la tapa y flexionó la columna con el fin de dejar las entrañas pegadas allí. Tosió, se aferró a la pared y logró relajarse una vez vomitó todo.

Echó pasta de dientes a su cepillo, y lavó su boca, para luego enjuagar con Listerine.

Se miró al espejo, y notó que sus clavículas iban más marcadas que antes.

Es que, claro; la depresión que se la llevaba cada día peor, su falta de apetito y que cuando come; solo rellena un sándwich con mantequilla y una rebana de queso blanco.

Exhaló, y se encogió de hombros.

Su mente, aparte de recordar vívidamente su pelea con Augusto; recordaba a un hombre con voz gruesa, bigote y chivera―que anteriormente tuvo―, ojos claros y cabello castaño, piel alabastro y nada más y nada menos que el amor de su vida, su hilo rojo, su alma gemela.

H I D D E N ©✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora