Capítulo 6: Nueva meta

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Nuestro camino transcurrió sin muchas novedades en un principio, pues lo único relevante que llegué a hacer en aquel tiempo fue estudiar a los viboragis. Utilicé todo lo que estuvo en mis capacidades para vislumbrar algo en el misterio de estas criaturas, pero nada resultó fructífero.

Después de poco más de dos lunas de viaje, el manto blanco al que estábamos tan acostumbrados dio paso a verdes bosques de coníferas, de clima igualmente frio, pero menor incidencia de nevadas. Allí las grandes piceas, abetos, arces, pinos, abedules y "reyes del bosque", árboles que crecen a alturas incalculables y cuyo diámetro suele superar los 240 pies; éstos suelen tener tanta biodiversidad, tanto en sus ramas como en su interior, que se les puede considerar un ecosistema aparte. También en este sitio abundaban los helechos, de los que se cosechan diversos tipos de bayas, algunas dulces y comestibles y otras amargas y venenosas.

La variedad de criaturas que allí habitan es muy diversa; todo tipo de aves sobrevolando los cielos, posándose de vez en cuando en las ramas de los árboles, algunas para alimentarse de frutos o insectos y otras para devorar el fruto de su cacería. Algunos pequeños roedores ocultándose en sus madrigueras subterráneas mientras otros encuentran su seguridad en las copas de los árboles. Diversas formas reptilianas con diferencias físicas demasiado notables, algunos pequeños y agiles peleando por carroña en el lecho mientras otras, más grandes y lentas, esperan su momento en las copas para atrapar una presa. También algunos herbívoros como maleros, estramos, venedos, entre otros, paseándose entre los árboles y los claros en busca de comida mientras, en pos de ellos, lobos, cerantos, osos barbudos, entre otros, esperaban el momento propicio para su ataque; deseaba con gran fervor pasar tantas lunas como fuese posible en esos parajes para registrar a tal diversidad de criaturas, pero no podía hacerlo pues en algún lugar de estos bosques se escondía nuestro destino, Lebolas.

Durante tres semanas más estuvimos recorriendo aquellos paramos verdes, guiados por mi brújula y algunos mapas que el Barón había sido tan amable de proveernos en la carreta. Parecía que pronto estaríamos en nuestro destino, pero un gran obstáculo se interpuso sin previo aviso; un gran acantilado, que no aparecía en ningún sitio de los mapas impedía nuestro avance. El desconcierto era inmenso ¿Acaso nos habíamos desorientado? No era posible, las elevaciones y el gran río que hace unos días habíamos cruzado coincidían con el mapa, pero entonces ¿Cómo alguien hubiese podido obviar algo tan importante como el acantilado? Aunque al final nada de eso importaba, no había más remedio que dar un rodeo para buscar alguna forma de sortear el obstáculo.

Bordeamos el acantilado, el cual tenía más de 300 pies de distancia entre orilla y orilla, durante tres días en dirección nordeste sin encontrar una forma segura de cruzar. Nos dimos cuenta que si seguíamos aquel rodeo sin sentido nos alejaríamos más y más de nuestro destino, además que quizá no habría una forma segura de cruzar el acantilado; todo esto nos llevó a la conclusión que necesitábamos información de los lugareños, por lo que necesitábamos encontrar un poblado. No fue difícil ubicar el pueblo más cercano en el mapa, que era Ronan, una ciudad mercantil.

Tuvimos que volver sobre nuestros pasos durante dos días para llegar a Ronan, la cual era, como cualquier otra ciudad mercantil, una espléndida combinación de matices donde la modernidad y lo ancestral se fundían en una amalgama armoniosa. Por todos lados el bullicio del comercio se percibía en una mezcolanza de idiomas; un anciano calvo, de gran barba y con una larga túnica blanca, hojeaba diversos libros tan deteriorados por el tiempo, que parecían poder desintegrarse con una mala manipulación; un joven regateaba una de las tantas novelas de H.P. Tolkavan, llegando casi al ruego pues el comerciante no presentaba intenciones de bajar su precio. Los puestos comerciales variaban tanto en tamaño como en construcción, tanto como sus dueños variaban en su vestimenta, complexión y rasgos físicos; pequeños comercios, compuestos únicamente con gruesas varas de madera y mantas con un sinfín de matices, se vendían diversas variedad de frutos, pescados, carnes o cualesquier alimento imaginable, tanto comunes como extravagantes; edificaciones de cantera, con un gran rastrillo por entrada y diversos guardias, fuertemente ataviados y armados con alabardas, asemejando más una fortaleza que un puesto comercial, presentaban hermosos ejemplares de joyería, cuyos vendedores exhibían la mayor suntuosidad en su vestimenta; campesinos vestidos con las más sencillas vestimentas no presentaban más que un improvisado corral, mientras en el interior exhibían sus ganados o incluso sencillamente se paseaban con su mercancía en mano.

Crónicas de un cazadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora