2. El acuerdo

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El señor Han se inclinó un poco, extendió uno de sus brazos para coger la carta y la leyó con atención

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El señor Han se inclinó un poco, extendió uno de sus brazos para coger la carta y la leyó con atención. Luego la dobló despacio y lo miró con total fijeza.
                             
—En esta carta se le notifica a usted que queda desahuciado por impago y que tiene un mes para recoger sus pertenencias y abandonar la propiedad.
                             
Aunque el señor Han había empleado un tono suave, Minho percibió cierto regodeo en sus palabras y sintió como si le hubiera dado una bofetada. No le gustaba que le recordaran que estaba a un paso de dormir en la calle y desde luego, no le gustaba que se lo restregaran por la cara.
                             
—Ya lo sé, señor Han. Sé leer —replicó con altivez.
                             
—¿Y entonces qué es lo que no ha entendido? —preguntó encogiéndose de hombros.
                           
Minho se mordió el labio inferior y lo miró frustrado. Ahora ya sabía porque los banqueros tenían fama de ser tan retorcidos. Era evidente que comprendía el motivo por el que estaba allí, pero por lo visto disfrutaba poniéndoselo difícil. Se mordió la lengua y adoptó una postura tan despreocupada como la suya.
                             
—Verá, señor Han... —empezó a decir con voz aterciopelada—. Como ha podido usted darse cuenta, podría perder mi casa en el plazo de un mes. Así que debo hacer algo pronto —determinó abriendo otro botón de su camisa disimuladamente para que el hombre notara mejor su piel y sus sobresalientes pezones.
                             
El castaño notó que, efectivamente, el señor Han centraba su mirada en su camisa, pero lejos de notarlo nervioso o alterado (como solía ocurrir en la mayoría de hombres) se mantuvo frío y distante.
                             
—¿Hacer algo pronto? —replicó en un tono burlón—. Usted lleva tiempo sin hacer frente a sus pagos y por eso ha sido desahuciado. No veo qué pueda hacer ahora para evitar lo inevitable —le espetó sin contemplación.
                             
Minho se quedó helado. No esperaba en absoluto una contestación tan cruda y grosera.
                             
—Pero señor Han, verá...
                             
—Joven Lee —lo cortó rápidamente—, ¿tiene usted idea de cuantas personas hay en su misma situación? Comprenda que si a todas ellas el banco les hubiera perdonado la deuda, habríamos tenido que cerrar para convertirnos en un ONG. Y siento decírselo, pero mis socios y yo no somos tan generosos —reconoció con ironía.
                             
—Yo no quiero que usted me perdone la deuda, solo busco otra forma de llegar a un acuerdo.
                             
—¿Cómo cuál?
                             
—No lo sé, posponer el desahucio hasta que pueda encontrar la manera de pagar, lo que sea. Pero se lo ruego, tenga en cuenta lo que le pido.
                             
El señor Han guardó silencio y lo miró fijamente.
                             
—Por favor, se lo suplico —sollozó el castaño.
                             
Esta vez Minho se sintió violento cuando notó que su mirada se posaba con total descaro sobre su entrepierna. Luego lo recorrió de cintura para arriba sin ningún tipo de miramiento mientras él aguantaba al tipo y esperaba a que se pronunciara.
                             
—Está bien —dijo al fin—, pensaré en algo para ayudarlo y en cuanto pueda lo llamaré.
                             
Minho soltó un suspiro de alivio y le dedicó una sonrisa radiante.
                             
—Gracias, señor Han. Sabía que en el fondo tenía usted un gran corazón.
                             
—No celebre la victoria antes de tiempo, joven Lee. Todavía no puedo garantizarle si lo podré ayudar. Puede que le salga caro —le advirtió con una expresión sombría.
                             
Minho bajó la cabeza y salió despacio del despacho. El banquero se aflojó el nudo de la corbata y se pasó la mano por la frente sudorosa. Tenía que admitirlo, verlo le había afectado más de lo que imaginaba, y eso lo enfurecía porque pensaba que tras diecisiete años ya lo había superado. Sin embargo ese desvergonzado seguía tan arrogante como lo recordaba. Arrogante y jodidamente hermoso ¿por qué negarlo?, concluyó al notar su entrepierna dura como una roca. Pero estaba muy equivocado Minho si pensaba que podría hacer con él lo mismo que la última vez. No, él ya no era el chiquillo que se moría por un suspiro suyo y se masturbaba pensando en él. Ahora era un hombre fuerte y poderoso, y había jurado venganza. Han Jisung rompió en una carcajada. De momento ya había conseguido que el joven Lee se arrastrara pidiendo su ayuda. Oh, cuánto iba a disfrutar con la segunda parte del plan.

Minho vio por quinta vez el móvil, pero el maldito seguía sin sonar

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Minho vio por quinta vez el móvil, pero el maldito seguía sin sonar. Había pasado un día desde su visita al despacho del señor Han y seguía sin llamarlo. ¿Se habría echado para atrás? ¿Habría decidido no ayudarlo finalmente? Total, él mismo le había dejado claro que no era el único en su situación. Era un desvalido más de su interminable lista. Minho sintió que se le contraía el estómago porque hacía apenas un año, ¡un año!, había tenido dinero, amigos, propiedades, poder. Y en un abrir y cerrar de ojos todo aquello se había esfumado por arte de magia. Bueno, por arte de magia no. Había dilapidado su gran fortuna familiar en fiestas, apuestas, caprichos caros. Y ahora estaba completamente solo. Lo único que le quedaba era el techo que se alzaba sobre su cabeza. Nada más. Pero hasta eso podía perder.
                             
Alejó los malos pensamientos de su mente, tratando de animarse. No, él no era uno más de su lista. Conocía la mentalidad de los hombres como la palma de su mano, sabía como engatusarlos, como hablarles para sacar de ellos lo que quería, lo había aprendido desde que tenía uso de razón, (que se lo hubieran dicho a su difunto padre, si no) y pudo reconocer la mirada ávida del señor Han. Es cierto que en un principio adoptó una postura impávida, casi de desdén, pero había visto el deseo reflejado en sus ojos. Unos ojos, que por otra parte, a él también lo estremecían. Entonces el teléfono sonó de repente y Minho dio un respingo.

—¿Diga? —contestó con voz temblorosa.
                             
—¿Joven Lee? —su voz sonó firme al otro lado del teléfono.
                             
—Sí, soy yo —respondió con un hilo de voz—. ¿Ya ha pensado en la manera de ayudarme?
                             
Han sonrió con malicia. El castaño parecía bastante desesperado. Justo lo que quería.
                             
—Así es.
                             
—¿Me paso entonces por su despacho y lo hablamos?
                            
—No, mejor aún. Esta noche lo recojo en su casa y lo discutimos en un sitio tranquilo mientras cenamos.
                             
—¿Una cena? —se sorprendió Minho.
                             
—De negocios —le aclaró él—. Me pasaré a recogerlo a eso de las ocho u ocho y media. Ah, y no se preocupe por nada, pago yo —añadió irónico.
                             
Minho se revolvió de rabia.
                             
—Señor Han, aunque no lo crea, aún puedo permitirme ir a un restaurante —le contestó indignado.
                             
—Sin embargo lo invitaré yo —insistió—. Así podrá ahorrarse ese dinero para pagar otras facturas más importantes —le dijo antes de colgar.
                             
«¡Gilipollas!», gruñó Minho. ¿Pero qué se creía ese impresentable? Puede que tuviera problemas económicos. ¡Pero maldita sea!, él había sido el hijo de uno de los magnates más importantes y respetados de la ciudad.
                             
Y sin embargo, ahora ya no era nada...

                               Y sin embargo, ahora ya no era nada

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