11. YO

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«¡Cuánto ha crecido el cabello de Joel!», pienso mientras retiro un mechón de su frente, el cabello ya sobrepasa sus cejas. «¡Qué delgado está!», Joel ya era delgado, pero luego de tres meses aquí habrá perdido entre cuatro y seis kilos. El ciclo de dolor vuelve y me doy cuenta que mamá tiene razón: necesito ayuda porque esto me mata poco a poco, aunque a ratos lo olvidé, la opresión que siento en el pecho nunca se va, verlo así me duele. Mamá insistió demasiado en que visitarlo a diario me haría mal, cedí a que las visitas fuesen un día sí un día no, ahora ella insiste que dos veces a la semana es suficiente. Me duele aceptar que quizá tengo razón: verlo así tanto tiempo terminará por destrozarme.

La puerta se abre y un médico entra acompañado por dos enfermeras.

—Hoy toca realizarle los estudios mensuales, aunque ya han pasado tres meses, ya va siendo hora de que... —dice pero no completa la frase porque se da cuenta de mi presencia.

—Buenas tardes —Vuelve a decir el médico y de inmediato siento como su tono de voz cambia.

—Buenas tardes —respondo a su saludo, pero no dejo de mirarlo, él se cohíbe y desvía su mirada hacia Joel.

Es un doctor joven, seguro apenas y ronda los cuarenta, toma una pequeña lámpara del bolso de su bata y comienza a analizar los ojos de Joel, levanta sus parpados y presta especial atención en sus pupilas, mira las pantallas al lado de la cama y hace un par de anotaciones. Les da indicaciones a las enfermeras sobre los medicamentos que deben suministrar, yo no dejo de mirarlo, es el hombre en el que la vida de Joel está en sus manos, miró sus manos, examino con rigurosidad sus movimientos, nunca me había tocado estar presente junto al médico que ha seguido el caso de mi novio desde el día uno. Lo odio, de repente odio a este doctor y odio sus manos, lo odio porque no ha hecho nada para que Joel despierte, porque no se ha esforzado lo suficiente, porque ya fue demasiado tiempo.

El hombre por fin se atreve a mirarme a la cara y puedo ver sus ojos rojizos y cansados, las ojeras debajo de sus parpados y las facciones de su rostro que intenta a toda costa relajar para disimular el cansancio, entonces me odio por odiarlo, por juzgarlo de una forma tan dura, por olvidar que es un médico, no un mago. Me odio porque soy consciente de que estoy utilizando mi frialdad y mi coraje para protegerme de mi dolor; mamá me enseñó a reconocer mis emociones y a trabajar con ellas. Ahora mismo estoy odiando que me haya hecho tan sensible, tan perceptivo de mí mismo, necesito irme de aquí, huir de aquí.

—¿Eres familiar del paciente? —me pregunta el médico antes de que pueda pararme de la silla y escapar.

No sé qué responder en primera instancia, me tomo mi tiempo; recuerdo todas las conversaciones que Marina y mamá tuvieron con Joel y conmigo, el como siempre nos animaron a ser nosotros mismos, a nunca bajar el rostro, a siempre amarnos y aceptarnos.

—Soy su novio —respondo sin titubear.

El médico me sonríe y yo me extraño por su reacción ante las palabras que acabo de decir, la gente suele reaccionar de maneras muy opuestas a una sonrisa: silencios incómodos, miradas gachas, nerviosismo, enojo y asco, rara vez una sonrisa.

—Lamento mucho lo que le pasó a Joel —dice el médico—. Lo que le hicieron a Joel —se corrige a sí mismo—. He seguido el caso de cerca, espero de todo corazón que se le haga justicia a este muchacho.

Sus palabras hacen que deje de odiarlo y que me odie a mí mismo con mayor intensidad por haber hecho juicios tan imbéciles sobre su persona, quiero levantarme de la silla y abrazarlo, pero me contengo. Me doy cuenta de que las enfermeras se han ido y solo estamos él, Joel y yo en la habitación. El médico no ha dejado de mirarme, quizás espera que responda algo, pero no sé qué decir.

Tú, yo, anarquíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora