Capítulo 8

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HARPER

Mirarme al espejo era todo un reto, como también medir mi peso en aquella báscula que yacía en mi habitación.

El reflejo de mí misma en ese enorme espejo que mi madre me había regalado ya hace mucho tiempo, solo me demostraba lo gorda que me veía y sentía. Llevé mi mano hacia mi muslo sintiendo la piel sobrante que tanto quería que desapareciera, después pasé mis manos hacia mi abdomen. Inhalé y exhalé el aire que entraba y salía de mis pulmones. Me subí en la báscula y miré hacia abajo con muchísima ansiedad, vi aquellos números que se encontraban en la báscula.

49 kilos.

Subí dos malditos kilos. Todo mi esfuerzo se fue a la basura. Me dejé caer al suelo al mismo tiempo que soltaba en llanto. ¿Por qué mientras más lo deseo más lejos lo veo? Así jamás llegaré a mi meta, y mucho menos podré lograr amar mi cuerpo, era cansado tener que cubrirlo o adornarlo con cualquier cosa que me pusiera encima. La ropa, las bufandas, los accesorios, cualquier cosa que me adornara y que me hiciera olvidar el odio hacia mí misma. Era horrible sentir la culpa, el estrés, las ansias, los nervios de querer obtenerlo y simplemente no lograrlo.

Quería continuar llorando, pero el reloj marcaba las 7:50 am. Otro día más empieza con este insoportable dolor, debía vestirme e irme como de costumbre a la Universidad. No tenía ánimos de nada, más que de acurrucarme en la cama y dormir. Pero sabía que eso no estaba en mis planes por el día de hoy.

Bajé las escaleras y vi a mis padres desayunando.

—Harper ¿No vas a desayunar? —me preguntó mamá.

Caminé hacia la mesa y me detuve a un costado de ella.

—No, desayunaré en la Universidad, ya se me hace tarde —contesté—. ¿A qué hora se irán?

—En tres horas sale nuestro vuelo —comentó mi padre—. Ya hicimos la despensa para que se hagan algo de comer.

Le di una sonrisa a mi padre. Ellos no tenían idea de lo que hacia a sus espaldas, a veces me sentía mal por mentirles, pero era mi única forma de protegerlos de mí. Mi hermano bajó las escaleras y se acercó a la mesa para tomar un pan tostado con mermelada que después se llevó a la boca.

—Harvey, toma un plato, sino caerán las boronas al suelo —lo regañó mamá.

—Tengo prisa —le respondió, tomando ahora un sorbo del jugo de naranja.

—Por cierto Harvey, antes de que regresemos del viaje, espero que para ese entonces ya te hayas quitado esas rastas feas de la cabeza —le dijo mamá haciendo un ligero gesto de disgusto. A mamá nunca le habían gustado las rastas que mi hermano llevaba desde hace tiempo.

—Si Harvey, se ven horribles —añadí entre burla. Harvey me miró molesto.

—Saben que a mi me gustan, no necesito su aprobación —contestó.

—Cariño —le habló mi padre a mamá—. Si a él le gustan, que se las deje, no está haciendo nada malo.

—Bueno, yo... debo irme —intervine.

—Cualquier cosa nos llaman —añadió mamá.

—¿Cuánto tiempo se irán? —les preguntó Harvey.

—Nos iremos por un mes, cuando se arregle el problema con la empresa regresáremos —contestó mi padre.

—Bien, les deseo un buen viaje —agregué sonriendo—. Los voy a extrañar.

—Y nosotros a ustedes —dijo mamá mientras se levantaba y me daba un abrazo. Me alejé de ella y esta vez abracé a mi padre. Después de habernos despedido de nuestros padres, salimos de casa y nos dirigimos a la Universidad.

La juventud perdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora