cap 4

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Pánico. La emoción que me atrapó mientras me apresuraba —casi corría—
hacia mi despacho, solo podía describirse como puro pánico. No podía creer lo
que estaba ocurriendo. Estar a solas con ella en esa pequeña prisión de acero (su
olor, sus sonidos, su piel) hacía que mi autocontrol se evaporara. Era perturbador.
Esa mujer tenía una influencia sobre mí que no había experimentado nunca
antes.
Por fin en la relativa seguridad de mi despacho, me dejé caer en el sofá de
cuero. Me incliné hacia delante y me tiré con fuerza del pelo deseando
calmarme y que mi erección bajara.
Las cosas iban de mal en peor.
Había sabido desde el primer minuto en que me recordó la reunión de la
mañana que no había forma de que fuera capaz de formar un pensamiento
coherente, mucho menos dar una presentación entera, en esa maldita sala de
reuniones. Y podía olvidarme al sentarme en esa mesa. Entrar allí y
encontrármela apoyada contra el cristal, enfrascada en sus pensamientos, fue
suficiente para que se me pusiera dura otra vez.
Me había inventado una historia inverosímil sobre que la reunión se iba a
celebrar en otra planta y ella se había enfadado conmigo por ello. ¿Por qué
siempre se enfrentaba a mí? Pero me ocupé de recordarle quién estaba al
mando. De todas formas, como en todas las discusiones que hemos tenido, ella
encontró la forma de devolvérmela.
Me sobresalté al oír un estruendo en la oficina exterior. Seguido de un golpe.
Y después otro. ¿Qué demonios estaba pasando ahí? Me levanté y me encaminé
a la puerta y al abrirla me encontré a la señorita Lucia dejando caer carpetas en
diferentes montones. Crucé los brazos y me apoyé contra la pared, observándola
durante un momento. Verla tan enfadada no mejoraba el problema que tenía en
los pantalones lo más mínimo.
—¿Le importaría decirme cuál es el problema?
Ella levantó la vista para mirarme de una forma que parecía que me acabara
de salir una segunda cabeza.
—¿Se te ha ido la cabeza?
—No, ni lo más mínimo.
—Pues perdóname si estoy un poco tensa —dijo entre dientes cogiendo una
pila de carpetas y metiéndolas sin miramientos en un cajón.
—Amí tampoco me encanta la idea de…
—Alex —saludó mi padre al entrar con paso vivo a mi despacho—. Muy
buen trabajo el de la sala de reuniones. Henry y yo acabamos de hablar con
Dorothy y Troy y los dos estaban… —Se quedó parado y mirando a donde
estaba la señorita Lucia agarrándose al borde de la mesa con tanta fuerza que
tenía los nudillos blancos.
—lucia querida, ¿estás bien?
Ella se irguió y soltó la mesa, asintiendo. Tenía la cara hermosamente
enrojecida y el pelo un poco despeinado. Y eso se lo había hecho yo. Tragué
saliva y me volví para mirar por la ventana.
—No pareces estar bien —dijo mi padre, se acercó a ella y le puso la mano
en la frente—. Estás un poco caliente.
Apreté la mandíbula al ver el reflejo de ambos en el cristal y una extraña
sensación empezó a subirme por la espalda. « ¿De dónde viene esto?»
—La verdad es que no me encuentro muy bien —dijo ella.
—Entonces deberías irte a casa. Con tu horario de trabajo y el final del
semestre en la universidad seguro que estás…
—Tenemos la agenda llena hoy, me temo —dije volviéndome para mirarlos
—. Quería acabar lo de Beaumont, señorita Sandoval—gruñí con los dientes
apretados.
Mi padre se volvió y me lanzó una mirada helada.
—Estoy seguro que tú puedes ocuparte de lo que haga falta, Alex. —Se
dirigió a ella—: Vete a casa.
—Gracias, Elliott. —Me miró arqueando una ceja perfectamente esculpida
—. Lo veré mañana por la mañana, señor Rivera.
La miré mientras salía. Mi padre cerró la puerta tras ella y se volvió hacia mí
con la mirada encendida.
—¿Qué? —le pregunté.
—No te mataría ser un poco más amable, Alex . —Se acercó y se sentó en
la esquina de la mesa de ella—. Tienes suerte de tenerla, ya lo sabes.
Puse los ojos en blanco y sacudí la cabeza.
—Si su personalidad fuera tan buena como sus habilidades con el PowerPoint,
no tendríamos ningún problema.
Él me atravesó con su mirada.
—Tu madre ha llamado y me ha dicho que te recuerde lo de la cena en casa
esta noche. Henry y Mina vendrán con la niña.
—Allí estaré.
Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo para mirarme.
—No llegues tarde.
—No lo haré, ¡por Dios! —Sabía tan bien como cualquiera que nunca llegaba
tarde, ni siquiera a algo tan tonto como una cena familiar. Henry, en cambio,
llegaría tarde a su propio funeral.
Por fin solo, volví a entrar en mi despacho y me dejé caer en mi silla. Vale,
tal vez estaba un poco de los nervios.
Metí la mano en el bolsillo y saqué lo que quedaba de su ropa interior. Estaba
a punto de meterla en el cajón con las otras, cuando me fijé en la etiqueta:
« Agent Provocateur» . Se había gastado un dineral en esas. Eso encendió mi
curiosidad y abrí el cajón para mirar las otras. La Perla. Maldita sea, esa mujer
iba realmente en serio con su ropa interior. Tal vez debería pararme en la tienda
de La Perla del centro en algún momento para ver por curiosidad cuánto le
estaba costando a ella mi pequeña colección. Me pasé la mano libre por el pelo,
las volví a meter en el cajón y lo cerré.
Estaba oficialmente perdiendo la cabeza.
Por mucho que lo intenté, no pude concentrarme en todo el día. Incluso tras una
carrera enérgica a la hora de comer, no pude conseguir que mi mente se
apartara de lo que había pasado esa mañana. Hacia las tres supe que tenía que
salir de allí. Llegué al ascensor, solté un gruñido y opté por las escaleras. Justo
entonces me di cuenta de que eso era un error todavía peor. Bajé corriendo los
dieciocho pisos.
Cuando aparqué delante de la casa de mis padres esa noche, sentí que parte
de mi tensión se desvanecía. Al entrar en la cocina me vi inmediatamente
envuelto por el olor familiar de la cocina de mamá y la charla alegre de mis
padres que llegaba desde el comedor.
—Alex —me saludó cantarinamente mi madre cuando entré en la
habitación.
Me agaché, le di un beso en la mejilla y dejé durante un momento que
intentara arreglarme el pelo rebelde. Después le aparté los dedos, le cogí un
cuenco grande de las manos y lo coloqué en la mesa, cogiendo una zanahoria
como recompensa.
—¿Dónde está Henry? —pregunté mirando hacia el salón.
—Todavía no han llegado —respondió mi padre mientras entraba. Henry ya
era un tardón, pero si le añadíamos a su mujer y su hija tendríamos suerte si al
menos conseguían llegar. Fui hasta el bar para ponerle a mi madre un martini
seco.
Veinte minutos después llegaron ecos de caos desde el vestíbulo y salí para
recibirlos. Un cuerpecito pequeño e inestable con una sonrisa llena de dientes se
lanzó contra mis rodillas.
—¡Alex ! —chilló la niña.
Cogí a Sofia en el aire y le llené las mejillas de besos.
—Dios, eres patético —gruñó Henry pasando a mi lado.
—Oh, como si tú fueras mucho mejor.
—Los dos deberíais cerrar la boca, si a alguien le importa mi opinión —dijo
Mina, siguiendo a su marido hacia el comedor Sofia era la primera nieta y la princesa de la familia. Como era habitual, ella
prefirió sentarse en mi regazo durante la cena y y o intenté evitarla para poder
comer, haciendo todo lo posible para no sufrir su « ayuda» . Sin duda me tenía
comiendo de su mano.
—Alex , quería decirte una cosa —empezó mi madre pasándome la botella
de vino—, ¿podrías invitar a Lucia a cenar la semana que viene y hacer todo lo
posible para convencerla de que venga?
Solté un gruñido como respuesta y recibí una patada en la espinilla por parte
de mi padre.
—Dios. ¿Por qué insistís todos tanto en que venga? —pregunté.
Mi madre se irguió con su mejor expresión de madre indignada.
—Esta ciudad no es la suya y…
—Mamá —la interrumpí—, lleva viviendo aquí desde la universidad. Tiene
veintiséis años. Esta ciudad ya es bastante suya.
—La verdad, Alex , es que tienes razón —respondió ella con un tono
extraño en su voz—. Ella vino aquí para estudiar, se licenció suma cum laude,
trabajó con tu padre unos años antes de pasar a tu departamento y ser la mejor
empleada que has tenido nunca… Y todo ello mientras iba a clases nocturnas
para sacarse la carrera. Creo que Lucia es una chica increíble, así que hay
alguien a quien quiero que conozca.
Mi tenedor se quedó congelado en el aire cuando comprendí lo que acababa
de decir. ¿Mamá quería emparejarla con alguien? Intenté revisar mentalmente
todos los hombres solteros que conocíamos y tuve que descartarlos a todos
inmediatamente: « Brad: demasiado bajo. Damian: se tira a todo lo que se
mueve. Kyle: gay. Scott: tonto» . Qué raro era aquello. Sentí una presión en el
pecho, pero no estaba seguro de lo que era. Si tenía que definirlo diría que era…
¿enfado?
¿Y por qué me iba a enfadar que mi madre quisiera emparejarla con
alguien? « Pues probablemente porque te estás acostando con ella, idiota» .
Bueno, acostándome con ella no follándomela. Vale, me la había follado… dos
veces. « Follándomela» implicaba una intención de continuar.
También le había metido mano un poco en el ascensor y estaba atesorando
sus bragas rotas en el cajón de mi mesa.
« Pervertido» .
Me froté la cara con las manos.
—Vale. Hablaré con ella. Pero no te ilusiones mucho. No tiene el más
mínimo encanto, así que te costará salirte con la tuya.
—¿Sabes, Alex? —dijo mi hermano—. Creo que todo el mundo estaría de
acuerdo en decir que tú eres el único que tiene problemas en el trato con ella.
Miré alrededor de la mesa y fruncí el ceño al ver que todas las cabezas
asentían, dando la razón al imbécil de mi hermano.
El resto de la noche consistió en más conversación sobre que necesitaba ser
más simpático con la señorita Lucia y lo genial que todos pensaban que era y
cuánto le iba a gustar a ella el hijo de la mejor amiga de mi madre, Joel. Se me
había olvidado por completo Joel. Estaba bastante bien, tenía que reconocerlo.
Excepto porque jugó a las Barbies con su hermana pequeña hasta que tuvo
catorce años, y lloró como un bebé cuando le di con una pelota de béisbol en la
espinilla cuando teníamos quince años.
Mills se lo iba a comer vivo.
Me reí para mis adentros solo de pensarlo.
También hablamos de las reuniones que teníamos planeadas para esa
semana. Había una importante el jueves por la tarde y yo iba a acompañar a mi
padre y mi hermano. Sabía que la señorita Lucia ya lo tenía todo planeado y listo
para entonces. Por mucho que odiara admitirlo, ella siempre iba dos pasos por
delante y anticipaba cualquier cosa que necesitara.
Me fui tras hacer la promesa de que haría todo lo posible para convencerla de
que viniera, aunque para ser sinceros no sabía cuándo iba a poder verla en los
próximos días. Tenía reuniones y citas por toda la ciudad, y dudaba de que, en los
breves momentos que estuviera en la oficina, tuviera algo que mereciera la pena
decirle.
Mirando por la ventanilla mientras bajábamos lentamente por South Michigan
Avenue la tarde siguiente, me pregunté si sería posible que mi día mejorara.
Odiaba verme atrapado en el tráfico. El despacho estaba solo a unas manzanas y
estaba considerando seriamente decirle al conductor que parara el coche para
poder salir e ir andando. Ya eran más de las cuatro y solo habíamos avanzado
tres manzanas en veinte minutos. Perfecto. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en
el asiento mientras recordaba la reunión que acababa de tener.
No había nada en particular que hubiera ido mal: de hecho, era más bien al
contrario. A los clientes les habían encantado nuestras propuestas y todo había ido
como la seda. Pero no podía evitar estar de un humor de perros.
Henry se había ocupado de decirme cada quince minutos durante las tres
últimas horas que me estaba comportando como un adolescente malhumorado y
para cuando acabamos de firmar los contratos solo quería matarlo. No hacía más
que preguntarme cada vez que podía qué demonios me pasaba y francamente,
supongo que era lo normal. Yo mismo tenía que admitir que había estado
imposible el último par de días. Y eso, teniendo en cuenta que hablábamos de mí,
era algo extraordinario. Como era propio de Henry, cuando y a se iba a casa
declaró que lo que me hacía falta era echar un polvo.
Si él supiera…
Solo había pasado un día. Solo un día desde que lo del ascensor me dejo excitadísimo y con un deseo insoportable de tocar cada centímetro de su piel. Por
cómo estaba actuando, cualquiera pensaría que y o no había tenido sexo en seis
meses. Pero no, apenas había pasado dos días sin tocarla y ya parecía un
lunático.
El coche se paró de nuevo y y o estuve a punto de gritar. El conductor bajó la
mampara de separación y me miró con una sonrisa de disculpa.
—Lo siento, señor Alejandro Seguro que se está volviendo loco ahí atrás. Solo
estamos a cuatro manzanas. ¿Cree que preferiría caminar? —Miré por el cristal
tintado de las ventanillas y vi que acabábamos de pararnos justo en la acera
contraria a la de la tienda de La Perla—. Puedo pararme justo…
Yo y a había salido del coche antes de que tuviera oportunidad de acabar la
frase.
De pie en la acera, esperando para cruzar, se me ocurrió que no tenía ni idea
de qué sentido tenía entrar en aquella tienda. ¿Qué planeaba hacer? ¿Le iba a
comprar algo o solo me estaba torturando?
Entré y me paré delante de una mesa alargada cubierta de lencería con
volantes. Los suelos eran de una cálida madera de color miel y en los techos
estaban dispuestos unos focos largos y cilíndricos, reunidos en grupos a lo largo
de todo la sala. La iluminación tenue se extendía por todo el espacio creando un
ambiente suave e íntimo, iluminando las mesas y los expositores de lencería
cara. Algo en el delicado encaje y la seda me devolvió un deseo por ella que ya
me era demasiado familiar.
Pasé los dedos por la mesa que había cerca de la entrada de la tienda y me di
cuenta de que ya había captado la atención de una de las dependientas. Una rubia
alta se dirigió hacia mí.
—Bienvenido a La Perla —me dijo levantando la vista para mirarme.
Parecía una leona mirando un buen filete. Se me ocurrió que una mujer que
trabajaba en eso debía de saber cuánto había pagado por mi traje y que mis
gemelos eran de diamantes auténticos. En sus ojos prácticamente habían
aparecido signos de dólar parpadeantes—. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Está
buscando un regalo para su esposa? ¿O para su novia tal vez? —añadió con un
tono de flirteo en la voz.
—No, gracias —le respondí y de repente me sentí ridículo por estar ahí—.
Solo estoy mirando.
—Bueno, si cambia de idea, dígamelo —me dijo con un guiño antes de
girarse y volver al mostrador. La vi alejarse y me enfadé inmediatamente
porque ni siquiera se me había pasado por la cabeza conseguir su número de
teléfono. Joder. No era un mujeriego empedernido, pero una mujer guapa en una
tienda de lencería (de entre todos los sitios posibles) acaba de flirtear conmigo y
a mí ni se me había ocurrido flirtear también con ella. Pero ¿qué demonios me
estaba pasando Estaba a punto de girarme para salir cuando algo me llamó la atención. Dejé
deslizar los dedos por el encaje negro de un liguero que colgaba de un expositor.
No me había dado cuenta de que las mujeres se ponían realmente esas cosas en
otros lugares que no fueran las fotos de las páginas de Playboy hasta que empecé
a trabajar con « ella» . Recordé una reunión el primer mes que trabajábamos
juntos. Había cruzado las piernas por debajo de la mesa y la falda se le había
subido lo justo para que quedara al descubierto la delicada cinta blanca con la
que se sujetaba la media. Era la primera vez que veía una prueba de su afición
por la lencería, pero no era la primera vez que me pasaba la hora de la comida
masturbándome en mi oficina pensando en ella.
—¿Has visto algo que te guste?
Me giré, sorprendido de oír aquella voz familiar detrás de mí.
« Mierda» .
La señorita Lucia.
Pero nunca la había visto así antes. Se la veía tan elegante como siempre,
pero iba vestida completamente informal. Llevaba unos vaqueros oscuros y
ajustados y una camiseta de tirantes roja. Llevaba el pelo en una coleta muy
sexy y sin el maquillaje ni las gafas que siempre llevaba en la oficina no parecía
tener más de veinte.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —me preguntó y la falsa sonrisa
desapareció de su cara.
—¿Y por qué iba a ser eso asunto tuyo?
—Solo sentía curiosidad. ¿No tienes suficientes piezas de mi lencería que has
pensado en empezar una colección propia? —Me miró fijamente señalando el
liguero que todavía tenía en las manos.
Lo solté rápidamente.
—No, no, y o…
—De todas formas, ¿qué haces con ellas exactamente? ¿Las tienes guardadas
en alguna parte como una especie de recordatorio de tus conquistas? —Cruzó los
brazos, lo que hizo que se le juntaran los pechos.
Mi mirada se fue directamente a su escote y mi miembro se despertó dentro
de los pantalones.
—Dios —dije negando con la cabeza—. ¿Por qué tienes que ser tan
desagradable todo el tiempo? —Podía sentir la adrenalina corriendo por mis
venas, los músculos que se tensaban mientras empezaba literalmente a
estremecerme de lujuria y de rabia.
—Supongo que tú sacas lo mejor de mí —me dijo. Estaba un poco inclinada
hacia delante y su pecho casi tocaba el mío. Miré a mi alrededor y me di cuenta
de que habíamos llamado la atención de las otras personas que había en la tienda.
—Mira —le dije intentando recomponerme un poco—, ¿por qué no te calmas
y bajas la voz? —Sabía que teníamos que salir de allí pronto, antes de que ocurriera algo. Por alguna enfermiza razón, mis discusiones con aquella mujer
siempre acababan con sus bragas en mi bolsillo—. De todas formas, ¿qué estás
haciendo aquí? ¿Por qué no estás en el trabajo?
Ella puso los ojos en blanco.
—Llevo trabajando para ti casi un año, por lo que creo que deberías recordar
que tengo que ir a ver a mi tutor una vez cada dos semanas. Acabo de salir y
quería hacer unas compras. Tal vez deberías ponerme una tobillera de
seguimiento para poder tenerme vigilada todo el tiempo. Pero bueno, la verdad
es que has conseguido encontrarme aquí y eso que no llevo una.
La miré fijamente intentando encontrar algo que decirle.
—Siempre eres tan irritante conmigo…
« Muy bien, Ben. Esa ha sido buena» .
—Ven conmigo —me dijo, me agarró del brazo y me arrastró hasta la parte
de atrás de la tienda. Giramos una esquina y entramos en un probador.
Obviamente se había pasado allí un buen rato; había pilas de lencería en las sillas
y los colgadores, todas ellas llenas de encajes indefinibles. Sonaba música a
través de unos altavoces encastrados en el techo y yo me alegré de no tener que
preocuparme de hablar en voz baja mientras la estrangulara.
Cerró la gran puerta con un espejo que había frente a un silloncito tapizado en
seda y me miró fijamente.
—¿Me has seguido hasta aquí?
—¿Y por qué demonios iba a hacer eso?
—Así que simplemente es casualidad que estuvieras mirando prendas en una
tienda de lencería femenina. ¿Un pasatiempo pervertido de los tuyos?
—No se lo crea usted tanto, señorita Lucia
—¿Sabes? Es una suerte que la tengas grande, así hace juego con esa bocaza
tuy a.
Y al segundo siguiente me encontré inclinándome hacia delante y susurrando:
—Estoy seguro de que te iba a encantar mi boca también.
De repente todo era demasiado intenso, demasiado alto y demasiado vívido.
Su pecho subía y bajaba y su mirada pasó a mi boca mientras se mordía el labio
inferior. Se enroscó lentamente mi corbata en la mano y me estiró hacia ella. Yo
abrí la boca y sentí la presión de su suave lengua.
Ahora y a no podía apartarme y deslicé una mano hasta su mandíbula y subí
la otra hasta su pelo. Le solté el pasador que le sujetaba la coleta y sentí que unas
suaves ondas me caían sobre la mano. Agarré con fuerza esa mata de pelo,
tirándole de la cabeza para poder acomodar mejor la boca. Necesitaba más. Lo
necesitaba todo de ella. Ella gimió y y o le tiré más fuerte del pelo.
—Te gusta.
—Dios, sí.
En ese momento, al oír esas palabras ya no me importó nada más: ni dónde estábamos, ni quiénes éramos ni qué sentíamos el uno por el otro. Nunca en mi
vida había sentido una química tan potente con nadie. Cuando estábamos juntos
así, nada más importaba.
Bajé las manos por sus costados y le agarré el borde de la camiseta, se la subí
y se la quité por la cabeza, rompiendo el beso solo durante un segundo. Para no
quedarse atrás, ella me bajó la chaqueta por los hombros y la dejó caer en el
suelo.
Dibujaba círculos con los pulgares por toda la piel mientras movía las manos
hasta la cintura de los vaqueros. Se los abrí rápidamente y cayeron al suelo. Ella
los apartó de una patada a la vez que se quitaba las sandalias. Yo bajé por su
cuello y sus hombros sin dejar de besarla.
—Joder —gruñí. Al levantar la vista pude ver su cuerpo perfecto reflejado en
el espejo. Había fantaseado con ella desnuda más veces de las que debería
admitir, pero la realidad, a la luz del día, era mejor. Mucho mejor. Llevaba unas
bragas negras transparentes que solo le cubrían la mitad del trasero y un
sujetador a juego, y el pelo sedoso le caía por la espalda. Los músculos de sus
piernas largas y musculosas se flexionaron cuando se puso de puntillas para
alcanzarme el cuello. La imagen, junto con la sensación de sus labios, hizo que
mi miembro empujara dolorosamente el confinamiento de los pantalones.
Ella me mordió la oreja y sus manos pasaron a los botones de mi camisa.
—Creo que a ti también te gusta el sexo duro.
Yo me solté el cinturón y los pantalones, los bajé hasta el suelo junto con los
bóxer y después la empujé hacia el silloncito.
Un estremecimiento me recorrió cuando le acaricié las costillas con las
manos en dirección al cierre de su sujetador. Tenía los pechos apretados contra
mí como si quisiera meterme prisa y y o la besé por el cuello mientras le soltaba
rápidamente el sujetador y le bajaba los tirantes. Me aparté un poco para dejar
que el sujetador cay era y por primera vez pude tener una visión completa de sus
pechos completamente desnudos ante mí. « Joder, son perfectos» . En mis
fantasías les había hecho de todo: tocarlos, besarlos, chuparlos, follármelos, pero
nada comparado con la realidad de simplemente quedarme mirándolos.
Sus caderas se sacudieron contra mí; nada aparte de sus bragas nos separaba
ya. Enterré mi cabeza entre sus pechos y ella metió las manos entre mi pelo,
acercándome.
—¿Quieres probarme? —me susurró mirándome fijamente. Me tiró del pelo
con suficiente fuerza para apartarme de su piel.
No se me ocurrió ninguna respuesta ocurrente, nada hiriente que hiciera que
dejara de hablar y simplemente se dedicara a follarme. Sí que quería probar su
piel. Lo deseaba más de lo que había deseado nada en mi vida.
—Sí.
—Pídemelo con educación entonces.
—Y una mierda te lo voy a pedir con educación. Suéltame.
Ella gimió, inclinándose hacia delante para permitirme meterme un pezón
perfecto en la boca, lo que hizo que me tirara aún más fuerte del pelo. Mierda,
eso era genial.
Miles de pensamientos me pasaban por la mente. No había nada en este
mundo que quisiera más que hundirme en ella, pero sabía que cuando acabara,
nos iba a odiar a los dos: a ella por hacerme sentir débil y a mí por permitir que
la lujuria anulara mi sentido común. Pero también sabía que no podía parar. Me
había convertido en un yonqui que solo vivía para el siguiente chute. Mi vida
perfectamente organizada se estaba rompiendo en pedazos y todo lo que me
importaba era sentirla.
Deslicé la mano por sus costados y dejé que mis dedos rozaran el borde de
sus bragas. Ella se estremeció y yo cerré los ojos con fuerza mientras agarraba
la tela fuertemente con las manos, deseando poder parar.
—Vamos, rómpelas… Sabes que lo estás deseando —murmuró junto a mi
oído y después me mordió con fuerza. Medio segundo después sus bragas no eran
más que un montón de encaje tirado en una esquina del probador. Le agarré las
caderas con fuerza, la levanté mientras sujetaba la base de mi miembro con la
otra mano y la empujé hacia mí.
La sensación fue tan intensa que tuve que obligarla a dejar las caderas quietas
para no explotar. Si perdía el control ahora, ella me lo echaría en cara más tarde.
Y no le iba a dar esa satisfacción.
En cuanto recuperé el control otra vez, empecé a moverme. No lo habíamos
hecho en esa postura nunca (ella encima, mirándonos a la cara) y aunque odiaba
admitirlo, nuestros cuerpos encajaban a la perfección. Bajé las manos desde sus
caderas hasta sus piernas, le agarré una con cada mano y me rodeé la cintura
con ellas. El cambio de posición me hizo entrar más profundamente en ella y
hundí la cara en su cuello para evitar que se me oyera gemir.
Era consciente del murmullo de voces a nuestro alrededor, con gente
entrando y saliendo de los otros probadores. La idea de que podían pillarnos en
cualquier momento solo mejoraba la situación.
Ella arqueó la espalda a la vez que ahogaba un gemido y dejó caer la cabeza.
Esa forma engañosamente inocente con que se mordía el labio me estaba
volviendo loco. Una vez más me vi mirando por encima de su hombro para
vernos en el espejo. No había visto nada tan erótico en toda mi vida.
Ella me tiró del pelo otra vez para llevar mi boca hacia la suya y nuestras
lenguas se deslizaron la una contra la otra, acompasadas con el movimiento de
nuestras caderas.
—Estás increíble encima de mí —le susurré junto a la boca—. Gírate, tienes
que ver una cosa. —Tiré de ella y la giré para que viera el espejo. Con su
espalda contra mi pecho, ella se agachó un poco para volver a meterme en ella.
Oh, Dios —dijo. Suspiró profundamente y dejó caer la cabeza sobre mi
hombro y y o no estaba seguro de si era por notarme dentro de ella o por la
imagen del espejo. O por ambas.
La agarré del pelo y la obligué a volver a levantarse.
—No, quiero que mires justo ahí —dije con voz ronca junto a su oído, mi
mirada encontrando la suya en el espejo—. Quiero que lo veas. Y mañana,
cuando te encuentres dolorida, quiero que te acuerdes de quién te lo hizo.
—Deja de hablar —me dijo, pero se estremeció y supe que disfrutaba con
cada palabra. Sus manos subieron por su cuerpo y después se acercaron al mío
hasta que se hundieron entre mi pelo.
Yo recorrí cada centímetro de su cuerpo y le cubrí de besos y mordiscos la
parte posterior de los hombros. En el espejo podía ver cómo entraba y salía de
ella y por mucho que no quisiera guardar esos recuerdos en mi cabeza, supe que
esa era una imagen que no iba a olvidar. Bajé una mano hasta su clítoris.
—Oh, mierda —murmuró—. Por favor.
—¿Así? —le pregunté apretándolo y rodeándolo.
—Sí, por favor, más, por favor, por favor.
Nuestros cuerpos estaban ahora cubiertos por una fina capa de sudor, lo que
hacía que el pelo se le pegara un poco a la frente. Su mirada no se apartaba del
lugar donde estábamos unidos mientras seguíamos moviéndonos el uno contra el
otro y supe que los dos estábamos cerca. Quería que nuestras miradas se
encontraran en el espejo… pero inmediatamente pensé que eso le iba a revelar
demasiado. No quería que viera tan claramente lo que me estaba haciendo.
Las voces que nos rodeaban seguían sonando, completamente ajenas a lo que
estaba ocurriendo en esa minúscula habitación. Si no hacía algo, nuestro secreto
no se iba a poder mantener mucho tiempo. Cuando sus movimientos se hicieron
más frenéticos y sus manos se apretaron más y más en mi pelo, le puse la mano
en la boca para amortiguar su grito cuando se corrió allí, rodeándome.
Yo acallé mis propios gemidos contra su hombro y tras unas pocas
embestidas más, exploté en lo más profundo de ella. Su cuerpo cay ó sobre mí y
yo me apoy é contra la pared.
Necesitaba levantarme. Necesitaba levantarme y vestirme, pero no creía que
mis piernas temblorosas pudieran sostenerme. Cualquier esperanza que hubiera
tenido de que el sexo se volviera menos intenso con el tiempo y y o pudiera
olvidarme de esa obsesión acababa de esfumarse.
La razón estaba empezando a volver lentamente a mí, junto con la decepción
por haber vuelto a sucumbir a esa debilidad. La levanté y la aparté de mi regazo
antes de agacharme para coger mis calzoncillos.
Cuando se giró para mirarme yo esperaba odio o indiferencia, pero vi algo
vulnerable en sus ojos antes de que le diera tiempo a cerrarlos y a apartar la
vista. Ambos nos vestimos en silencio; la zona de probadores de repente parecía demasiado pequeña y silenciosa y y o era consciente incluso de todas y cada una
de sus respiraciones.
Me enderecé la corbata y recogí las bragas rotas del suelo, depositándolas en
mi bolsillo. Fui a agarrar el picaporte y me detuve. Estiré la mano y la pasé
lentamente por la tela de encaje de una prenda que colgaba de uno de los
ganchos de la pared.
Sus ojos se encontraron con los míos y le dije:
—Compra el liguero también.
Y sin mirar atrás, salí del probador.

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