Había ochenta y tres agujeros, veintinueve tornillos, cinco aspas y cuatro
bombillas en el ventilador de techo, que además era lámpara, que tenía en mi
dormitorio encima de la cama. Me giré hacia un lado y ciertos músculos se
burlaron de mí y me proporcionaron una prueba definitiva de por qué no podía
dormir.
« Quiero que lo veas. Y mañana, cuando te encuentres dolorida, quiero que te
acuerdes de quién te lo hizo» .
Y no estaba de broma.
Sin darme cuenta mi mano había bajado hasta mi pecho, haciendo rodar
distraídamente un pezón entre los dedos por debajo de la camiseta. Al cerrar los
ojos, el contacto de mis manos se convirtió en el suyo en mi memoria. Sus dedos
largos y hábiles rozándome la parte baja de los pechos, sus pulgares
acariciándome los pezones, cogiéndome los pechos con sus grandes manos…
« Mierda» . Dejé escapar un profundo suspiro y le di una patada a una almohada
de mi cama. Sabía exactamente adónde me llevaba esa línea de pensamiento.
Había hecho exactamente lo mismo tres noches seguidas y tenía que parar
enseguida. Con un resoplido me puse boca abajo y cerré los ojos con fuerza,
deseando poder quedarme dormida. Como si eso me hubiera funcionado alguna
vez.
Todavía recordaba, con total claridad, el día, casi un año y medio atrás, en
que Elliott me había pedido que fuera a su despacho para hablar. Había
empezado en Rivera Media Group trabajando como asistente junior de Elliott
mientras estaba en la universidad. Cuando mi madre murió, Elliott me tomó bajo
su protección, no tanto como una figura paterna, sino más bien como un mentor
cariñoso y amable que me llevaba a su casa a cenar para comprobar mi estado
emocional. Él insistió en que su puerta siempre estaría abierta para mí. Pero esa
mañana en concreto, cuando llamó a mi despacho, sonaba extrañamente formal
y francamente, eso me dio un miedo de muerte.
En su despacho él me explicó que su hijo menor había vivido en París durante
los últimos seis años, trabajando como ejecutivo de marketing para L’Oréal. Este
hijo del que hablaba, Alex, iba a volver a casa por fin y dentro de seis meses
iba a asumir el puesto de director de operaciones de Rivera Media. Elliott sabía
que me quedaba un año de mi licenciatura en empresariales y que estaba
buscando opciones para prácticas que me dieran la experiencia directa e
importantísima que necesitaba. Insistió en que hiciera mis prácticas de máster en
Rivera Media Group y que el más joven de los Rivera estaría más que encantado
de tenerme en su equipo
Elliott me pasó el memorándum para toda la empresa que iba a hacer
circular la semana siguiente para anunciar la llegada de Alex rivera.
« Madre mía» . Eso fue lo único que pude pensar cuando volví a mí despacho
y le eché un vistazo a aquel documento. Vicepresidente ejecutivo de marketing
de productos en L’Oréal París. El nominado más joven que había aparecido
nunca en la lista de « Los 40 de menos de 40» de Crain’s, que se había publicado
varias veces en el Wall Street Journal. Doble máster por la Stern School of
Business de la Universidad de Nueva York y la HEC de París, donde se
especializó en finanzas corporativas y negocios globales, y en el que se graduó
summa cum laude. Todo eso solo con treinta años. Dios mío.
¿Qué era lo que Elliott había dicho? « Extremadamente dedicado» . Eso era
subestimarlo y mucho.
Henry había dejado caer que su hermano no tenía su personalidad relajada,
pero cuando parecí algo preocupada, él me tranquilizó rápidamente.
—Tiene tendencia a ser un poco estirado y demasiado perfeccionista a veces,
pero no te preocupes por eso, Lucìa. Sabrás lidiar con sus arrebatos. Seguro que
hacéis muy buen equipo. Vamos, mujer —me dijo rodeándome con su largo
brazo—, ¿cómo no te va a adorar?
Odiaba admitirlo ahora, pero para cuando él llegó, incluso estaba un poco
enamorada de Alex Rivera. Estaba muy nerviosa por tener la oportunidad de
trabajar con él, pero también estaba impresionada con todo lo que había
conseguido y además tan rápido y tan pronto en su carrera. Y mirar su foto en
internet tampoco es que me complicara las cosas: el tío era una maravilla. Nos
comunicamos por correo electrónico para concertar asuntos sobre su llegada y
aunque parecía bastante amable: nunca era demasiado amistoso.
El gran día, no se esperaba a Alex hasta después de la reunión de la junta
de la tarde, en la que se le iba a presentar oficialmente. Yo tuve todo el día para
irme poniendo cada vez más nerviosa. Como Sara era tan buena amiga, subió
para distraerme. Se sentó en mi silla y nos pasamos más de una hora hablando de
los méritos de las películas de la saga Clerks.
Solo un rato después me estaba riendo tanto que las lágrimas me corrían por
la cara. No me di cuenta de que Sara se ponía tensa cuando se abrió la puerta
exterior del despacho, ni me fijé en que había alguien de pie detrás de mí. Y
aunque Sara intentó avisarme con un breve gesto de la mano pasando de un lado
a otro de la garganta (el gesto universal para: « Corta y cierra la boca» ), la
ignoré.
Porque, aparentemente, soy una idiota.
—Y entonces —seguí diciendo mientras me reía y me abrazaba los costados
— ella va y dice: « Anoté el pedido a uno al que hice una mamada después del
baile de fin de curso» y él responde: « Sí, yo también he servido a tu hermano» .
Otra oleada de carcajadas me embargó y me agaché dando un pequeño paso
hacia atrás hasta que choqué con algo duro y cálido.
Me volví y me dio muchísima vergüenza darme cuenta de que acababa de
restregar el trasero contra el muslo de mi nuevo jefe.
—¡Señor Alejandro! —dije al reconocerlo de las fotos—. Lo siento mucho.
Él no parecía estar divirtiéndose.
En un intento de relajar la tensión, Sara se puso de pie y extendió la mano.
—Es un placer conocerlo por fin. Soy Sara Dillon, la asistente de Henry.
Mi nuevo jefe simplemente miró su mano sin devolverle el gesto y levantó
una de sus cejas perfectas.
—¿No querrá decir del « señor Alejandro» ?
Sara dejó caer la mano mientras lo miraba, obviamente confusa. Había algo
en su presencia tan intimidante que la había dejado sin palabras. Cuando se
recuperó, balbució:
—Bueno… aquí somos algo informales. Nos tuteamos y nos llamamos por el
nombre de pila. Esta es tu asistente, Lucia
Él asintió.
—Señorita Sandoval, usted se dirigirá a mí como « señor Alex» . Y la espero en
mi despacho dentro de cinco minutos para hablar del decoro adecuado en el
lugar de trabajo. —Su voz sonaba seria cuando habló y asintió brevemente en
dirección a Sara—. Señorita Dillon.
Después me miró a mí durante otro momento y se volvió hacia su nuevo
despacho. Yo observé horrorizada cómo se cerraba la puerta del primer infausto
portazo de nuestra historia.
—¡Qué cabrón! —murmuró Sara con los labios apretados.
—Un cabrón muy atractivo —respondí.
Esperando poder mejorar un poco las cosas, bajé a la cafetería a por una taza
de café. Incluso le había preguntado a Henry cómo le gustaba el café a Alex:
solo. Cuando volví hecha un manojo de nervios al despacho, al llamar a la puerta
me respondió con un brusco « adelante» y yo deseé que dejaran de temblarme
las manos. Puse una sonrisa amistosa, intentando causarle una mejor impresión
esta vez, y al abrir la puerta me lo encontré hablando por teléfono y escribiendo
furiosamente en un cuaderno que tenía delante. Me quedé sin aliento cuando le oí
hablar con una voz pausada y profunda en un perfecto francés.
—Ce sera parfait. Non. Non, ce n’est pas nécessaire. Seulement quatre. Oui.
Quatre. Merci, Ivan.
Colgó pero no levantó la mirada del papel para mirarme. Cuando estuve de
pie justo delante de su mesa, se dirigió a mí con el mismo tono duro de antes.
—En el futuro, señorita Sandoval, tendrá las conversaciones ajenas al trabajo
fuera de la oficina. Le pagamos por trabajar, no por cotillear. ¿He sido lo bastante
claro?
Me quedé de pie en silencio durante un momento hasta que me miró a los ojos y enarcó una ceja. Sacudí la cabeza para salir del trance, dándome cuenta
justo en ese momento de la verdad sobre Alex Rivera: aunque era mucho más
guapo en persona que en las fotos, hasta incluso dejarte sin aliento, él no tenía
nada que ver con lo que había imaginado. Y tampoco tenía nada que ver con su
padre ni su hermano.
—Muy claro, señor —dije mientras daba la vuelta a la mesa para ponerle el
café delante.
Pero justo cuando estaba a punto de llegar a su mesa, uno de mis tacones se
quedó trabado en la alfombra y me caí hacia delante. Oí que un fuerte
« ¡Mierda!» salía de mis labios y el café se convertía en una mancha ardiente
sobre su traje caro.
—Oh, dios mío, señor Alex. ¡Lo siento muchísimo!
Corrí hacia el lavabo de su baño para coger una toalla, volví corriendo y me
puse de rodillas delante de él para intentar quitarle la mancha. En mi
precipitación y en medio de aquella humillación que yo creía que no podía ser
peor, de repente me di cuenta de que le estaba frotando furiosamente la toalla
contra la bragueta. Aparté los ojos y la mano, a la vez que sentía el rubor
ardiente que me cubría la cara hasta el cuello, al darme cuenta del evidente bulto
de la parte delantera de sus pantalones.
—Puede irse ahora, señorita Sandoval.
Asentí y salí corriendo de la oficina, avergonzada porque acababa de causar
una primera impresión horrible.
Gracias a Dios después de eso había demostrado mi eficacia con bastante
rapidez. Había veces en que él incluso parecía impresionado conmigo, aunque
siempre era cortante y borde. Lo achaqué a que él era el mayor imbécil del
mundo, pero siempre me pregunté si había algo específico en mí que nunca le
había gustado.
Aparte de lo de la toalla, claro.
Cuando llegué al trabajo, me encontré con Sara de camino al ascensor. Hicimos
planes para comer un día de la semana siguiente y me despedí de ella al llegar a
su planta. Ya en la planta dieciocho me fijé en que la puerta del despacho del
señor Alex estaba cerrada como era habitual, así que no podía saber si ya había
llegado o no. Encendí el ordenador e intenté prepararme mentalmente para el
día. Últimamente la ansiedad se apoderaba de mí cada vez que me sentaba en
esa silla.
Sabía que le iba a ver esa mañana; repasábamos la agenda de la semana
siguiente todos los viernes. Pero no podía saber de qué humor iba a estar.
Aunque últimamente su humor había estado todavía peor de lo habitual, las
últimas palabras que me había dicho el día anterior fueron: « Compra el liguero
también» . Y y o lo había hecho. Y lo llevaba puesto en ese mismo momento.
¿Por qué? No tenía ni idea. ¿Qué demonios había querido decir con eso? ¿Es que
creía que me lo iba a ver? Ni de coña. Entonces ¿por qué me lo había puesto?
« Juro por Dios que si me lo rompe…» Y frené antes de que pudiera acabar la
frase.
Claro que no me lo iba a romper. No le iba a dar la oportunidad de hacerlo.
« No dejes de decirte eso, Lucia» .
Responder unos cuantos emails, corregir el contrato sobre temas de propiedad
intelectual del informe Papadakis y pedir presupuesto a varios hoteles apartó mi
mente de la situación durante un rato, pero más o menos una hora después la
puerta se abrió. Levanté la vista y me encontré con un señor Alex muy
profesional. Su traje oscuro de dos botones estaba impecable, complementado
perfectamente por el toque de color que le daba la corbata de seda roja. Parecía
tranquilo y completamente relajado. No quedaba ninguna señal de aquel salvaje
que me había follado en el probador de La Perla unas dieciocho horas y treinta y
seis minutos atrás. Y no es que estuviera contando el tiempo ni nada…
—¿Lista para empezar?
—Sí, señor.
Él asintió una vez y volvió a su despacho.
Vale, así que ahora iba a ser así. Por mí, bien. No estaba segura de lo que
había estado esperando, pero en cierto modo estaba aliviada de que nada hubiera
cambiado. Las cosas entre nosotros se estaban volviendo cada vez más intensas y
sería un golpe mayor si todo acabara y y o tuviera que recoger además los
trocitos de mi carrera. Esperaba poder pasar por todo eso sin mayores desastres
al menos hasta que acabara el máster.
Le seguí a su despacho y tomé asiento. Empecé repasando la lista de tareas y
citas que necesitaban de su atención. Él escuchó sin hacer ningún comentario,
anotando cosas o introduciéndolas en su ordenador cuando era necesario.
—Hay una reunión con Red Hawk Publishing programada para las tres de
esta tarde. Su padre y su hermano también van a asistir. Probablemente le llevará
el resto de la tarde, así que he vaciado su agenda… —Y así seguimos hasta que
finalmente llegamos a la parte que estaba temiendo—. Y por último, el congreso
JT Miller Marketing Insight Conference es en San Diego el mes que viene —dije
y de repente fijé la vista en los garabatos que estaba dibujando en mi agenda. La
pausa que siguió pareció durar siglos y por fin levanté la vista para ver qué le
estaba llevando tanto tiempo. Me estaba mirando fijamente, dando golpecitos con
su pluma de oro sobre la mesa, sin ni la más mínima expresión en la cara.
—¿Me va a acompañar? —preguntó.
—Sí. —Mi única palabra creó un silencio sofocante en el despacho. No tenía
ni idea de lo que estaba pensando mientras seguíamos mirándonos—. Está
estipulado en las condiciones de mi beca que tengo que asistir. Y… eh… también creo que le vendrá bien tenerme allí… hum… para ay udarlo a llevar sus asuntos.
—Haga todos los preparativos necesarios —dijo con un aire tajante mientras
acaba de escribir en su ordenador. Asumiendo que eso significaba que ya me
podía ir, me puse de pie y empecé a caminar hacia la puerta.
—Señorita Sandoval.
Me volví para mirarlo y aunque nuestras miradas no se encontraron, me di
cuenta de que él casi parecía nervioso. Bueno, eso sí era un cambio.
—Mi madre me ha pedido que la invite de su parte a cenar la semana que
viene.
—Oh. —Sentí que el calor me subía a las mejillas—. Bueno, dígale por favor
que tengo que consultar mi agenda. —Me di la vuelta para marcharme otra vez.
—Me ha dicho que tengo que… pedirle encarecidamente que vaya.
Me volví lentamente y vi que ahora sí que me estaba mirando fijamente y sin
duda parecía incómodo.
—¿Y por qué exactamente tendría que hacerlo?
—Bueno —dijo y carraspeó—, aparentemente hay alguien que quiere que
conozca.
Eso era algo nuevo. Conocía a los Rivera desde hacía años y, aunque Susan
había mencionado de pasada algún nombre de vez en cuando, nunca había
intentado activamente emparejarme con nadie.
—¿Tu madre está intentando encontrarme novio? —le pregunté volviendo
hacia la mesa y cruzando los brazos sobre el pecho.
—Eso parece. —Algo en su cara no casaba con su respuesta desenfadada.
—¿Y por qué? —le pregunté con una ceja enarcada.
Él frunció la frente con una irritación evidente.
—¿Y cómo demonios quieres que lo sepa? No es que nos sentemos a la mesa
a hablar de ti —refunfuñó—. Tal vez está preocupada porque, con esa
personalidad tan brillante que tienes, acabes siendo una vieja solterona que lleve
un vestido de flores y que viva en una casa llena de gatos.
Me incliné hacia delante con las palmas en su mesa y lo miré fijamente.
—Bueno, tal vez debería preocuparse de que su hijo se convierta en un viejo
verde que se pasa el tiempo atesorando bragas y persiguiendo a chicas en tiendas
de lencería.
Él saltó de la silla y se inclinó hacia mí con una expresión furiosa en la cara.
—¿Sabes? Eres la mujer más… —Tuvo que interrumpirse cuando sonó el
teléfono.
Nos miramos duramente, ambos con la respiración acelerada. Por un instante
creí que se iba a lanzar sobre mí por encima de la mesa. Y durante otro instante
quise encarecidamente que lo hiciera. Sin dejar de mirarme a los ojos extendió
la mano para coger el teléfono.
—¿Sí? —preguntó bruscamente por el auricular sin apartar la mirada—.
George! Sí, claro que tengo un momento.
Volvió a sentarse en su silla y yo me quedé allí por si necesitaba algo de mí
mientras hablaba con el señor Papadakis. Levantó el dedo índice en mi dirección
para que esperara antes de empezar a deslizarlo sobre su pluma, que hacía rodar
por la mesa mientras escuchaba lo que le decían por el auricular.
—¿Necesitas que me quede? —le pregunté.
Él asintió una vez antes de hablar por el teléfono.
—No creo que haga falta ser tan específico en esta fase, George. —El tono
profundo de su voz reverberó por toda mi columna—. Con solo un perfil general
bastará. Necesitamos saber el alcance de esta propuesta antes de poder pasar a
hacer borradores.
Me revolví un poco en el lugar donde estaba. Él era un ególatra por hacer que
me quedara allí de pie como si estuviera sujetando un plato de uvas y
abanicándolo mientras hablaba con un colega.
Levantó la vista para mirarme y le vi bajar los ojos hasta mi falda, donde
algo le llamó la atención. Al volver a levantar la vista sus ojos se abrieron un
poco más de lo normal, como si quisiera preguntarme algo. Y entonces extendió
la mano, sujetando el boli entre el índice y el pulgar, y utilizó la punta para
levantarme el dobladillo de la falda a la altura del muslo.
Abrió los ojos de par en par cuando vio el liguero.
—Lo entiendo —murmuró por el teléfono mientras dejaba caer la falda—.
Creo que estamos de acuerdo en que eso es un desarrollo positivo.
Sus ojos subieron por mi cuerpo y su mirada se fue oscureciendo poco a
poco. El corazón empezó a latirme con fuerza. Cuando me miraba así y o solo
quería subirme a su regazo y atarlo a la silla con su corbata.
—No, no. Nada tan amplio en este punto. Como le he dicho, solo estamos
hablando de un perfil preliminar.
Di la vuelta a la mesa y me senté en una silla frente a él, que arqueó una
ceja, interesado, y después se metió la punta del boli entre los dientes y la
mordió.
El calor crecía entre mis piernas así que me cogí el borde de la falda y me la
subí por los muslos, exponiendo la piel al aire fresco de la oficina y a los ojos
deseosos que no se apartaban de mí desde el otro lado de la mesa.
—Sí, ya veo —dijo al teléfono, pero su voz era más profunda, casi ronca
ahora, aunque seguía sonando tranquilo.
Seguí con los dedos los contornos de las tiras del liguero, pasando por mi piel
y por la seda de la ropa interior. Nada (ni nadie) me habían hecho nunca sentir
tan sexy como él. Era como si él cogiera todos mis pensamientos sobre el
trabajo, mi vida y mis objetivos y me dijera: « Todo esto está muy bien, pero
mira esto otro que y o te ofrezco. Puede que sea retorcido y muy peligroso pero
lo estás deseando. Me estás deseando a mí»
Y si lo hubiera dicho en voz alta, habría tenido razón.
—Sí —repitió—. Creo que ese es el camino ideal.
« Eso crees, ¿eh?» Le sonreí, me mordí el labio y él me dedicó una media
sonrisa diabólica en respuesta. Los dedos de una mano siguieron subiendo, me
cubrí con ellos un pecho y apreté. Con la otra mano aparté la parte central de mis
bragas y pasé dos dedos por la piel húmeda.
El señor Alex tosió y se apresuró a coger su vaso de agua.
—Está bien, George. Le echaremos un vistazo cuando lo recibamos.
Podemos hacerlo en ese plazo.
Empecé a mover la mano mientras pensaba en sus dedos largos haciendo
rodar el bolígrafo y en esas mismas manos agarrándome las caderas y la cintura
y los muslos mientras me empujaba en el probador de la tienda de lencería.
El movimiento se hizo más rápido, se me cerraron los ojos y deje caer la
cabeza contra el respaldo de la silla. Intenté no hacer ruido mordiéndome el labio
con fuerza pero se me escapó un leve gemido. Me estaba imaginando sus manos
y sus antebrazos fibrosos, con los músculos tensándose bajo la piel, mientras sus
dedos se movían dentro de mí. Sus piernas delante de mi cara la noche en la sala
de reuniones, tensas y esculpidas, esforzándose para no embestirme.
Y esos ojos, fijos en mí, oscuros y suplicantes.
Levanté la cabeza y los vi justo como me los imaginaba, no mirando mi
mano, sino con la expresión ávida centrada en mi cara mientras y o seguía con el
movimiento y la sensación. Mi clímax fue a la vez abrumador e insatisfactorio:
quería que fuera su contacto el que me hiciera todo aquello y no el mío.
En algún momento había colgado el teléfono y me di cuenta de que mi
respiración sonaba demasiado fuerte en la habitación en silencio. Él seguía
sentado frente a mí, se le veían gotas de sudor en la frente y sus manos
agarraban los brazos de la silla como si se estuviera resistiendo ante un fuerte
vendaval.
—Pero ¿qué me estás haciendo? —preguntó en voz baja.
Le sonreí y me aparté el flequillo de los ojos de un soplido.
—Estoy bastante segura de que lo que acabo de hacer me lo he hecho a mí.
Él levantó ambas cejas.
—No, eso sin duda.
Me levanté colocándome la falda sobre los muslos.
—Si eso es todo, señor Alex, vuelvo al trabajo.
Para cuando volví de refrescarme un poco en el baño, tenía un mensaje de texto
del señor Alex en el que me informaba de que debíamos encontrarnos en el
aparcamiento para ir al centro. Menos mal que los otros ejecutivos y sus
ayudantes también iban a la reunión con Red Hawk. Sabía por nuestros
antecedentes que si tenía que sentarme en una limusina a solas con ese hombre
durante veinte minutos (sobre todo después de lo que acababa de hacer) solo
había dos posibles resultados. Y solo uno de ellos haría que él acabara como
había llegado.
La limusina estaba esperando justo a la salida y mientras me acercaba a
nuestro conductor, él me sonrió ampliamente y me abrió la puerta.
—Hola, Lucia, ¿qué tal el trabajo?
—Movido, divertido e interminable. ¿Qué tal los estudios? —Le devolví la
sonrisa. Stuart era mi conductor favorito, y aunque tenía tendencia a flirtear un
poco, siempre me hacía sonreír.
—Si pudiera dejar la física, todavía podría graduarme en biología, seguro.
Qué pena que no seas científica; podrías darme clases particulares —me dijo
subiendo y bajando las cejas.
—Si ustedes dos han terminado, tenemos un lugar importante al que ir.
Debería dedicarse a flirtear con la señorita Sandoval en su tiempo libre. —
Aparentemente el señor Alex ya estaba dentro del coche esperándome y nos
miró reprobatoriamente a ambos antes de retirarse de nuevo a la parte de atrás.
Sonreí y puse los ojos en blanco en dirección a Stuart antes de entrar.
El coche estaba vacío a excepción del señor Alex
—¿Dónde están los demás? —pregunté confundida mientras iniciábamos la
marcha.
—Tienen una cena más tarde así que han decidido ir en otro coche. —Estaba
enfrascado en sus papeles. No pude evitar notar la forma en que daba golpecitos
en el suelo con sus zapatos Oxford italianos a la última moda.
Lo miré suspicaz. No se le veía diferente. De hecho estaba súper sexy.
Llevaba el pelo en su desastre calculado habitual. Cuando se llevó la pluma de
oro a los labios distraídamente, justo como lo había hecho antes en el despacho,
tuve que revolverme en el asiento para aliviar la repentina incomodidad.
Cuando levantó la vista y me miró, la media sonrisita de su cara me hizo
saber que me había pillado comiéndomelo con los ojos.
—¿Has visto algo que te gusta? —preguntó.
—No, aquí no —respondí con una sonrisita y o también. Y como sabía que le
iba a afectar, volví a cruzar las piernas a propósito, asegurándome de que se me
subiera la falda un poco más de lo apropiado. Tal vez le hacía falta recordar
quién tenía más posibilidades de ganar ese juego. Su ceño fruncido volvió un
segundo después. Misión cumplida.
Los dieciocho minutos y medio que quedaban de nuestro viaje de veinte
minutos los pasamos lanzándonos miradas lascivas en el coche mientras y o
intentaba fingir que no estaba fantaseando con tener su atractiva cabeza entre las
piernas.
Creo que no hace falta decir que, para cuando llegamos, y a estaba de mal
humor.
Las tres horas siguientes se me hicieron eternas. Los otros ejecutivos llegaron
y se hicieron las presentaciones. Una mujer particularmente llamativa pareció
interesarse inmediatamente por mi jefe. Tendría treinta y pocos, con un grueso
pelo pelirrojo, ojos oscuros muy brillantes y un cuerpo para morirse. Y, claro,
esa sonrisa que era capaz de hacer que se le cay eran las bragas a cualquiera se
puso en funcionamiento y estuvo a punto de dejarla inconsciente toda la tarde.
Gilipollas.
Cuando entramos en el despacho al final del día, después de un viaje de
vuelta aún más tenso que el de ida, pareció que el señor Alex todavía tenía algo
que decir. Y si no lo soltaba pronto, iba a explotar. Cuando quería que se estuviera
calladito, no podía mantener la boca cerrada. Pero cuando necesitaba que dijera
algo, se quedaba mudo.
Una sensación de déjà vu y de terror me embargó al cruzar el edificio
semidesierto en dirección al ascensor. En cuanto las puertas doradas se cerraron
deseé estar en cualquier parte menos de pie a su lado. « ¿Es que de repente hay
menos oxígeno aquí?» Mientras miraba su reflejo en las puertas brillantes, me di
cuenta de que era difícil adivinar cómo se sentía. Se había aflojado la corbata y
tenía la chaqueta del traje colgada de un brazo. Durante la reunión se había
subido las mangas de la camisa parcialmente sobre los antebrazos y y o intenté no
quedarme mirando las líneas que formaban sus músculos por debajo de la piel.
Aparte de la constante forma de apretar la mandíbula y la mirada baja, parecía
totalmente relajado.
Cuando llegamos al piso dieciocho dejé escapar un enorme suspiro. Esos
habían sido los cuarenta y dos segundos más largos de mi vida. Le seguí a través
de la puerta intentando mantener la mirada lejos de él mientras entraba
rápidamente en su despacho. Pero para mi sorpresa no cerró la puerta detrás de
él. Y él siempre cerraba la puerta.
Comprobé rápidamente los mensajes y me ocupé de unos cuantos detalles de
última hora antes de irme de fin de semana. Creo que nunca antes había tenido
tanta prisa por salir de allí. Bueno, eso no era realmente cierto. La última vez que
estuvimos solos en aquella planta también salí huy endo bastante rápido. Mierda,
si había un momento para no pensar en eso era precisamente aquel, en la oficina
vacía. Solos él y y o.
Él salió de su despacho justo cuando yo estaba recogiendo mis cosas. Colocó
un sobre color marfil sobre mi mesa y se encaminó hacia la puerta sin detenerse.
« ¿Qué demonios era aquello?» Abrí deprisa el sobre y vi mi nombre en varias
hojas de un elegante papel color marfil. Eran los formularios para abrir una
cuenta de crédito privada en La Perla, con el nombre del señor Alejandro Rivera
como titular.
« ¿Ha abierto una cuenta para mí?
¿Qué demonios es esto? —pregunté furiosa. Salté de la silla y continué—.
¿Me has abierto una línea de crédito?
Él se detuvo y, tras dudar un momento, se volvió para mirarme.
—Tras el espectáculo que has protagonizado hoy, hice una llamada y las
gestiones necesarias para que puedas comprarte todo lo que… necesites. Por
supuesto hay un límite en la cuenta —dijo con pragmatismo tras haber eliminado
cualquier rastro de incomodidad de su cara. Por eso era tan bueno en lo que
hacía. Tenía una capacidad asombrosa para recuperar el control en cualquier
situación. Pero ¿creía realmente que podía controlarme?
—Vamos a ver, solo para que me quede claro —le dije sacudiendo la cabeza
e intentando mantener cierta apariencia de calma—, ¿has hecho gestiones para
comprarme lencería?
—Bueno, es para reemplazar las cosas que y o… —se detuvo, posiblemente
para reconsiderar su respuesta—. Para reemplazar las cosas que han resultado
estropeadas. Si no la quieres, no la uses, joder —bufó entre dientes antes de
girarse para irse de nuevo.
—Eres un hijo de puta. —Me acerqué para quedarme de pie delante de él
con el elegante papel ahora hecho una bola arrugada en mi puño—. ¿Te parece
gracioso? ¿Es que crees que y o soy una muñeca que puedas vestir a tu
conveniencia para divertirte? —No sabía con quién estaba más enfadada: con él
por pensar eso de mí o conmigo por permitir que todo aquello hubiera tenido
lugar.
—Oh, sí —se mofó—. Me parece algo para partirse.
—Toma esto y métetelo por donde te quepa. —Le tiré la bola de papel color
marfil contra el pecho, cogí el bolso, giré sobre mis talones y literalmente salí
corriendo hacia el ascensor. « Cabrón ególatra y mujeriego» .
Lógicamente y o sabía que su intención no era insultarme, al menos eso
esperaba. Pero ¿aquello? Aquello era exactamente por lo que no había que tirarse
al jefe y por lo que definitivamente no había que exhibirse y hacerle un numerito
en su despacho.
Aparentemente y o me había perdido esa parte de los consejos de orientación.
—¡Señorita Sandoval! —gritó, pero lo ignoré y entré en el ascensor.
« Vamos» , me dije mientras pulsaba repetidamente el botón del
aparcamiento. Apareció justo cuando se cerraban las puertas y sonreí para mí
mientras lo veía desaparecer. « Muy madura, Lucia» .
—¡Mierda, mierda, mierda! —grité dentro del ascensor vacío, a punto de
golpear el suelo con el pie. Ese cabrón me había arrancado el último par de
bragas.
Sonó el timbre del ascensor que indicaba que habíamos llegado al
aparcamiento. Murmurando para mí me encaminé a mi coche. El aparcamiento
estaba poco iluminado y mi coche era uno de los pocos que quedaban en esa
planta, pero y o estaba demasiado furiosa para pararme un segundo a pensarlo.
Cualquiera que quisiera tocarme las narices en ese momento iba a tener muy
mala suerte. Justo en el momento en que ese pensamiento cruzó mi mente, oí la
puerta de las escaleras abrirse estrepitosamente y el señor Alex habló a mi
espalda.
—¡Dios! ¿Podrías esperar, joder? —me gritó.
No dejé de fijarme en que estaba sin aliento. Supongo que bajar corriendo
dieciocho pisos tenía ese efecto.
Abrí el coche y la puerta y tiré mi bolso en el asiento del acompañante.
—¿Qué coño quiere, señor Alex ?
—Vamos a ver, ¿puedes desconectar el modo arpía y escucharme durante
dos segundos?
Me volví bruscamente para mirarlo.
—¿Es que crees que soy algún tipo de prostituta?
Cien emociones diferentes pasaron por su cara en un momento: enfado,
impresión, confusión, odio y maldita sea, justo en ese momento estaba para
comérselo. Se desabrochó el cuello de la camisa, su pelo era un desastre y una
gota de sudor que le corría por un lado de la mejilla no me estaba poniendo las
cosas fáciles. Pero estaba decidida a seguir furiosa.
Manteniendo una distancia de seguridad, él negó con la cabeza.
—Dios —dijo mirando a su alrededor en el aparcamiento—. ¿Crees que te
veo como una prostituta? ¡No! Era solo por si acaso… —Se detuvo intentado
organizar sus pensamientos. Pero pareció rendirse al poco, con la mandíbula
tensa.
La rabia me recorría el cuerpo con tal fuerza que, antes de que pudiera
detenerme, di un paso adelante y le di una bofetada fuerte en la cara. El sonido
resonó en el aparcamiento vacío. Con una mirada sorprendida y furiosa, levantó
una mano y se tocó el lugar donde le había pegado.
—Eres el jefe, pero tú no eres quien decide cómo funciona esto.
El silencio cay ó sobre nosotros. Los sonidos del tráfico y del mundo exterior
apenas se registraban en mi conciencia.
—¿Pues sabes qué? —empezó a decir con la mirada oscurecida y dando un
paso hacia mí—. Hasta ahora no he oído ninguna queja.
« Oh, ese modo de hablar tan suave» .
—Ni contra la ventana. —Otro paso—. Ni en el ascensor ni en las escaleras.
Ni en el probador mientras veías cómo te follaba. —Y otro—. Ni cuando has
abierto las piernas esta mañana en mi despacho, no he oído ni una sola palabra de
protesta salir de tu boca.
Mi pecho subía y bajaba rápidamente, sentía el frío metal del coche a través
de la fina tela de mi vestido. Incluso con aquellos zapatos de tacón, él me sacaba
una cabeza sin problemas y cuando se inclinó pude sentir su aliento cálido contra
mi pelo. Solo tenía que mirar hacia arriba y nuestras bocas se encontrarían.
—Bueno, y o he acabado con todo eso —dije con los dientes apretados, pero
cada respiración me traía un breve momento de alivio cuando mi pecho rozaba
el suy o.
—Claro que sí —susurró negando con la cabeza y acercándose aún más, de
forma que su erección quedó apretada contra mi vientre. Apoy ó la mano en el
coche, atrapándome—. Has acabado del todo.
—Excepto… Quizá… —dije, aunque no estaba segura de si tenía intención de
decirlo en voz alta.
—¿Quizá solo una vez más? —Sus labios apenas rozaron los míos.
Fue demasiado suave, demasiado real.
Volví la cara hacia arriba y susurré contra su boca.
—No quiero desear esto. No es bueno para mí.
Él dilató las aletas de la nariz un poco y justo cuando pensaba que iba a
volverme loca, me cogió el labio inferior con fuerza entre los suy os y me atrajo
hacia él. Gimiendo en mi boca hizo más profundo el beso y me empujó
bruscamente contra el coche. Como la última vez, levantó las manos y me quitó
las horquillas del pelo.
Nuestros besos empezaron siendo provocadores y después más duros,
acercándonos y alejándonos, las manos enredadas en el pelo y las lenguas
deslizándose la una contra la otra. Solté una exclamación cuando él flexionó un
poco las rodillas, clavándome su erección.
—Dios —gemí, rodeándole con una pierna y hundiéndole el tacón en el
muslo.
—Lo sé —jadeó él contra mi boca. Bajó la vista hacia mi pierna, me cogió el
trasero con las manos y me dio un fuerte apretón a la vez que murmuraba—. ¿Te
he dicho lo sexis que son esos zapatos? ¿Qué intentas hacerme con esos lacitos tan
traviesos?
—Bueno, llevo otro lazo en otro sitio, pero vas a necesitar un poco de suerte
para encontrarlo.
Él se apartó.
—Métete en el maldito coche —me dijo con la voz ronca saliéndole de lo
más profundo de la garganta a la vez que abría la puerta de un tirón.
Lo miré fijamente, deseando que algún pensamiento racional consiguiera
colarse en mi cerebro confuso. ¿Qué debería hacer? ¿Qué quería? ¿Podía
simplemente dejarle tomarme de esa forma otra vez? Estaba tan abrumada por
todo aquello que todo mi cuerpo temblaba. La razón me abandonaba
rápidamente mientras sentía su mano subir por mi cuello y meterse entre mi
pelo.
Me lo agarró con fuerza, tiró de mi cabeza hacia él y me miró a los ojos.
—Ahora
La decisión estaba tomada y una vez más enrollé su corbata alrededor de mi
mano y le empujé hacia el asiento de atrás. Cuando la puerta se cerró tras él, no
perdió el tiempo; se lanzó hacia el cierre de la parte delantera de mi vestido.
Gemí al sentir que separaba la tela y me pasaba las manos por la piel desnuda.
Me empujó hacia atrás para que me tumbara sobre la fresca piel y, poniéndose
de rodillas entre mis piernas, me colocó la palma entre los pechos y la fue
bajando lentamente por mi abdomen hasta el liguero de encaje. Sus dedos
siguieron las delicadas cintas hasta el borde de mis medias y volvieron a subir
para entretenerse en seguir todo el contorno de mis bragas. Los músculos de mi
abdomen se tensaban con cada uno de sus movimientos y yo intentaba
desesperadamente controlar mi respiración. Rozando con la punta de los dedos
los lacitos blancos, levantó la vista y me dijo:
—La suerte no tiene nada que ver con esto.
Tiré de él, agarrándole por la camisa, y le metí la lengua en la boca,
gimiendo cuando su palma se apretó contra mí. Nuestros labios se en
urgencia con cada centímetro de piel que se iba descubriendo. Le saqué la
camisa de los pantalones y exploré la piel lisa de sus costillas, la clara definición
de los músculos de su cadera y la suave línea de vello que salía de su ombligo y
me animaba a ir más abajo.
Como quería provocarlo de la forma que me estaba provocando él a mí,
seguí su cinturón con mis dedos hasta la silueta dura que tenía debajo de los
pantalones.
Él gimió dentro de mi boca.
—No sabes lo que me estás haciendo.
—Dímelo —le susurré. Estaba utilizando sus mismas palabras contra él y
saber que se acababan de cambiar las tornas por el momento me excitaba—.
Dímelo y te daré lo que quieres.
Él gimió y se mordió el labio, con la frente apoy ada contra la mía, para
después estremecerse.
—Quiero que me folles tú a mí.
Le temblaban las manos mientras me cogía las bragas nuevas y cerraba el
puño y, aunque fuera una locura, estaba deseando que me las rompiera. La pura
pasión entre nosotros era diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado;
no quería que se reprimiera. Sin una palabra me las arrancó y el dolor de la tela
al dejar mi piel se sumó al placer.
Empujé hacia delante con la pierna para echarlo hacia atrás y apartarlo de
mí. Me senté, lo tiré sobre el asiento trasero y me puse a horcajadas en su
regazo. Le abrí la camisa de un tirón, lo que envió botones despedidos por todo el
asiento.
Yo y a estaba perdida para todo el mundo excepto para él y para aquello: la sensación del aire contra mi piel, los sonidos irregulares de nuestras
respiraciones, el calor de su beso y la idea de lo que estaba por venir.
Frenéticamente le solté el cinturón y los pantalones y con su ay uda conseguí
bajárselo por las piernas. La punta de su miembro me rozó y yo cerré los ojos y
bajé lentamente sobre él, deslizándolo poco a poco en mi interior.
—Oh, Dios —gemí, la sensación de él dentro de mí solo hizo que el efecto
agridulce se intensificara.
Levanté las caderas y empecé a cabalgar sobre él, sintiendo cada
movimiento más intenso que el anterior. El dolor que me estaban produciendo sus
dedos ásperos en las caderas avivaba mi lujuria. Tenía los ojos cerrados y
amortiguaba sus gemidos enterrando la cabeza en mi pecho. Movió los labios por
encima de mi sujetador de encaje y me bajó una de las copas para cogerme el
pezón endurecido entre los dientes. Le agarré el pelo con fuerza, lo que le
provocó un gemido y su boca se abrió alrededor de mi piel.
—Muérdeme —le susurré.
Y él lo hizo, con fuerza, lo que me hizo gritar y tirarle más fuerte del pelo.
Mi cuerpo estaba en armonía con el suyo, reaccionaba a todas sus miradas,
sus sonidos y sus contactos. Y ambos odiábamos y a la vez adorábamos cómo
me hacía sentir. Yo nunca había sido una de esas mujeres que pierden fácilmente
el control, pero cuando me tocaba así, y o estaba encantada de dejarme llevar.
—¿Te gusta sentir mis dientes? —me preguntó con la respiración entrecortada
e irregular—. ¿Fantaseas con otros sitios en los que te puedo morder?
Me apoy é en su pecho para incorporarme y lo miré.
—No sabes cuándo debes cerrar la boca, ¿verdad?
Él me levantó y me tiró bruscamente sobre el asiento. Separándome las
piernas, volvió a entrar en mi interior. Mi coche era demasiado pequeño para eso,
pero no había nada que pudiera detenernos. Incluso con las piernas dobladas de
una forma extraña debajo de él y con los brazos por encima de la cabeza para
evitar que chocara con la puerta, aquello era demasiado.
Él se puso de rodillas y adoptó una posición más cómoda, me cogió una
pierna y se la colocó sobre un hombro, lo que hizo que entrara más
profundamente en mí.
—Oh, Dios, sí.
—¿Sí? —Me levantó la otra pierna para apoyarla sobre el otro hombro.
Extendió el brazo y agarró el marco de la puerta para guardar el equilibrio y
hacer las embestidas más profundas—. ¿Así es como te gusta?
El cambio de ángulo me hizo dar un respingo cuando las sensaciones más
deliciosas se extendieron por todo mi cuerpo.
—No. —Apoy é las manos contra la puerta y levanté las caderas del asiento
para ir al encuentro de cada movimiento de la suy a—. Me gusta más fuerte.
—Joder —murmuró y volvió la cabeza un poco para que su boca abierta me
fuera dejando besos húmedos por toda la pierna.
Nuestros cuerpos ya brillaban por el sudor, las ventanas estaban empañadas y
nuestro gemidos llenaban el espacio en silencio del coche. La penumbra que
producían las luces del aparcamiento resaltaba todas las hendiduras, que parecían
esculpidas, y todos los músculos del hermoso cuerpo que tenía encima de mí. Lo
miré embelesada, tenso por el esfuerzo y el pelo alborotado y pegado a su frente
húmeda, los tendones de su cuello estirados como cuerdas.
Dejó caer la cabeza entre sus brazos estirados, cerró los ojos con fuerza y
negó.
—Oh, Dios —jadeó—. Es que… no puedo parar.
Yo me arqueé para estar más cerca, con la necesidad de encontrar una
forma de sentirlo más profunda, más completamente en mi interior. Nunca había
tenido unas ganas tan intensas de consumir otro cuerpo como las que tenía
cuando él estaba dentro de mí, pero incluso entonces, parecía que nunca podía
estar lo bastante cerca de las partes de él que quería sentir. Y justo con ese
pensamiento en mi mente, la deliciosa tensión en espiral que sentía en mi piel y
en el vientre cristalizó para convertirse en una dolor tan profundo que bajé las
piernas de sus hombros a la vez que tiraba de él para colocar todo su peso sobre
mí mientras suplicaba: « Por favor, por favor, por favor» , una y otra vez.
Estaba cerca, tan cerca.
Mis caderas empezaron a dibujar círculos y las suy as respondieron con
fuerza y constancia, desatados tanto él, que estaba encima, como y o, que estaba
debajo.
—Estoy tan cerca, joder, por favor.
—Lo que quieras —gimió él en respuesta, antes de inclinarse para morderme
el labio y proseguir—. Quédate con lo que quieras.
Yo chillé al correrme, con las uñas hundidas en su espalda y el sabor de su
sudor en mis labios.
Él soltó un juramento con la voz profunda y ronca y con una última
embestida muy potente se tensó sobre mí.
Exhausto y temblando, se dejó caer con la cara contra mi cuello. No pude
resistir la necesidad de pasarle las manos temblorosas por el pelo húmedo
mientras estaba ahí tumbado, jadeando, con el corazón acelerado contra mi
pecho. Tenía un millón de pensamientos cruzando por mi mente mientras
pasaban los minutos.
Lentamente nuestras respiraciones se fueron calmando y estuve a punto de
creer que se había dormido cuando apartó la cabeza.
Mi cuerpo cubierto de sudor sintió inmediatamente el frío cuando él empezó a
vestirse. Lo observé durante un momento antes de incorporarme y ponerme el
vestido, luchando con fuertes sentimientos encontrados. Además de algo que me
satisfacía físicamente, el sexo con él era lo más divertido que había hecho en mucho tiempo.
Pero es que era tan estúpido…
—Asumo por lo que ha pasado que vas a ignorar la cuenta que te he abierto.
Y me doy cuenta de que esto no puede volver a pasar —dijo, apartándome de
mis propios pensamientos. Me volví para mirarlo. Se estaba poniendo la camisa
rota con la mirada fija en algún punto delante de él.
Pasaron unos segundos antes de que se volviera a mirarme.
—Di algo para que sepa que me has oído.
—Dígale a Susan que iré a cenar, señor Alex . Y sal inmediatamente de mi
puto cochePerdonen si leen un capìtulo demàs esque al publicar se me cruzaron y ahora no estan en orden 😅 Sorry espero y les guste 😏
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Hermoso desastre
FanfictionLucia Sandoval se ha relacionado con los Rivera desde que era una mocosa, así que cuando necesita una beca para finalizar su tesis en empresariales enseguida recurre a la Compañía Rivera Media. Lo que no se imaginaba es que tendría que trabajar para...