cap 3

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Cómo demonios conseguí bajar esos escalones sin matarme es algo que no sabría
explicar. Salí corriendo como si el lugar estuviera en llamas, dejando al señor
Alex  solo en las escaleras con la boca abierta, la ropa desordenada y el pelo
revuelto como si alguien lo hubiera asaltado.
Pasé sin pararme por la cafetería de la catorce y llegué a la última puerta del
rellano, que crucé de un salto (algo nada fácil con esos zapatos), abrí la puerta
metálica y me apoyé contra la pared, jadeando.
« Pero ¿qué acaba de pasar?» ¿Acabo de follarme a mi jefe en las escaleras?
Solté una exclamación y me tapé la boca con las manos. ¿Y le he ordenado que
lo haga? « Oh, Dios» . Pero ¿qué demonios me pasa?
Alucinada me aparté con dificultad de la pared y subí unos cuantos tramos de
escaleras hasta el baño más cercano. Comprobé todos los cubículos para
asegurarme de que estaban vacíos y después cerré con llave la puerta principal.
Cuando me acerqué al espejo del baño hice una mueca. Parecía que me
hubieran centrifugado y puesto a secar.
Mi pelo era un desastre. Todas mis ondas tan cuidadosamente ordenadas eran
ahora una masa de nudos salvajes. Al parecer al señor Alejandro le gustaba que
llevara el pelo suelto. Tendría que recordarlo.
« Un momento… ¿Qué?» ¿De dónde había salido eso? No tenía que recordar
nada, ni hablar. Golpeé la encimera de los lavabos con el puño y me acerqué
más para evaluar los daños.
Tenía los labios hinchados y el maquillaje corrido. El vestido estaba dado de sí
y prácticamente me quedaba colgando; y otra vez me había quedado sin bragas.
« Hijo-de-puta» . Ya eran las segundas. ¿Qué hacía con ellas?
—¡Oh, Dios! —exclamé en un ataque de terror. No estarían en alguna parte
de la sala de reuniones, ¿verdad? ¿Las habría recogido y tirado? Debería
preguntarle para estar segura. Pero no. No le iba a dar la satisfacción de
reconocer que esto… esto… ¿Qué era esto?
Sacudí de nuevo la cabeza, frotándome la cara con las manos. Dios, lo había
estropeado todo. Cuando llegué esa mañana tenía un plan. Iba a entrar allí, tirarle
ese recibo a su atractiva cara y decirle que se lo metiera por donde le cupiera.
Pero él estaba tan tremendamente sexy con ese traje color gris antracita y el
pelo tan bien peinado hacia arriba, como una señal de neón que pedía a gritos que
lo despeinaran, que simplemente había perdido la capacidad de pensar con
claridad. Patético. ¿Qué tenía él que hacía que el cerebro se me convirtiera en
papilla y me humedeciera así?
Esto no estaba bien. ¿Cómo iba a poder mirarlo sin imaginármelo desnudo?
Bueno, vale, no desnudo. Técnicamente no le había visto totalmente desnudo
todavía, pero lo que había visto me hacía estremecer.
« Oh, no. ¿Acabo de decir “todavía”?»
Podría dimitir. Lo pensé durante un minuto, pero no me gustó lo que me hizo
sentir. Me encantaba mi trabajo y el señor Alex  podía ser el mayor capullo del
mundo, pero había podido tratar con él durante nueve meses y (si no teníamos en
cuenta las últimas veinticuatro horas) me las había apañado para conseguir
trabajar con él como no lo había hecho nadie antes. Y por mucho que odiara
admitirlo, me encantaba verlo trabajar. Era un capullo tremendamente
impaciente, un perfeccionista obsesivo, le ponía a todo el mundo el listón a la
misma altura y no aceptaba nada que no fuera lo mejor que pudieras hacer. Pero
tenía que admitir que siempre había agradecido que diera por hecho que podía
hacerlo mejor, trabajar más, hacer lo que hiciera falta para sacar adelante mi
tarea… incluso aunque sus métodos no me encantaran. Realmente era un genio
del mundo del marketing; toda su familia lo era.
Y esa era otra. Su familia. Mi padre estaba en Dakota del Norte y, cuando
empecé como recepcionista mientras estaba en la universidad, Elliott Rivera fue
muy bueno conmigo. Todos lo habían sido. El hermano de Alex, Henry, era
otro ejecutivo senior y el hombre más amable que había conocido nunca. Me
encantaba toda la gente de allí, así que dimitir no era una opción.
El may or problema eran las prácticas. Necesitaba presentar mi informe
sobre la experiencia en la empresa a la junta de la beca JT Miller antes de
terminar mi máster, y quería que mi proyecto final fuera brillante. Por eso me
había quedado en Rivera Media Group: Alex Rivera me ofreció la cuenta
Papadakis (el plan de marketing de una promotora inmobiliaria multimillonaria)
que era un proy ecto mucho más grande que el de cualquiera de mis
compañeros. Cuatro meses no eran suficientes para empezar en otra parte y
encontrar algún proy ecto interesante con el que poder lucirme… ¿verdad?
No. Definitivamente no podía dejar Rivera Media.
Tomada esa decisión, sabía que necesitaba un plan de acción. Tenía que
seguir siendo profesional y asegurarme de que entre el señor Alex y yo nunca,
jamás volviera a pasar nada, aunque « nada» fuera el sexo más caliente y más
intenso que había tenido en mi vida, incluso aunque me negara los orgasmos.
Cerdo.
Yo era una mujer fuerte e independiente. Tenía una carrera que construir y
había trabajado infinitas horas para llegar a donde estaba. Mi mente y mi cuerpo
no se gobernaban por la lujuria. Solo tenía que recordar lo que era: un mujeriego,
un arrogante, un cabezota y un gilipollas que daba por hecho que todos los que lo
rodeaban eran idiotas.
Le sonreí a mi reflejo en el espejo y repasé el conjunto de recuerdos recientes que tenía de Alex Rivera Le agradezco que me haya hecho un café cuando fue a hacerse el suyo,
señorita Sandoval, pero si hubiera querido beberme una taza de barro habría pasado
mi taza por la tierra del jardín esta mañana» .
« Si insiste en golpear el teclado como si le fuera la vida en ello, señorita
Sandoval, le agradecería que mantuviera cerrada la puerta que comunica nuestros
despachos» .
« ¿Hay alguna razón para que esté necesitando tantísimo tiempo para llevar
los borradores de los contratos al departamento legal? ¿Es que soñar despierta con
peones de granja está ocupando todo su tiempo?»
Vay a, aquello iba a ser más fácil de lo que creía.
Sintiendo mi determinación renovada, me arreglé el vestido, me coloqué el
pelo y me dirigí, sin bragas y llena de confianza, a la salida del baño. Cogí el café
que había ido a buscar y volví a mi despacho, evitando las escaleras.
Abrí la puerta exterior y entré. La puerta del señor Alex  estaba cerrada y no
llegaba ningún ruido desde el interior. Tal vez estuviera a punto de salir. « Qué
más quisiera» . Me senté en mi silla, abrí el cajón, saqué mi neceser y me
retoqué el maquillaje antes de volver al trabajo. Lo último que quería era tener
que verlo, pero si no tenía intención de dimitir, eso iba a suceder en algún
momento.
Cuando revisé el calendario recordé que el señor Alex tenía una presentación
para los demás ejecutivos el lunes. Hice una mueca de asco al darme cuenta de
que eso significaba que iba a tener que hablar con él hoy para preparar los
materiales. También tenía una convención en San Diego el mes que viene, lo que
significa no solo que iba a tener que estar en el mismo hotel que él, sino en el
mismo avión, el coche de la empresa y también en todas las reuniones que
surgieran. No, seguro que no había nada incómodo en todo eso.
Durante la siguiente hora me descubrí mirando cada pocos minutos hacia su
puerta. Y cada vez que lo hacía, sentía mariposas en el estómago. ¡Qué
estupidez! ¿Qué me estaba pasando? Cerré el archivo que no estaba consiguiendo
leer y dejé caer la cabeza entre las manos justo cuando oí que se abría la puerta.
El señor Alejandro salió y evitó mirarme. Se había arreglado la ropa, llevaba el
abrigo colgado sobre el brazo y un maletín en la mano, pero todavía tenía el pelo
totalmente enmarañado.
—Estaré ausente el resto del día —dijo con una calma extraña—. Cancele
mis citas y haga los ajustes necesarios.
—Señor Alejandro —dije y él se detuvo ya con la mano en el picaporte—. No
olvide que tiene una presentación para el comité ejecutivo el lunes a las diez. —
Le estaba hablando a su espalda. Estaba quieto como una estatua con los
músculos en tensión—. Si quiere puedo tener las hojas de cálculo, los archivos y
los materiales de la presentación preparados en la sala de reuniones a las nueve
La verdad es que estaba disfrutando de aquello. No había ni una pizca de
comodidad en su postura. Asintió brevemente y empezó a salir por la puerta
cuando le detuve de nuevo.
—Y, señor Alejandro —añadí con dulzura—, necesito su firma en estos informes
de gastos antes de que se vaya.
Él hundió los hombros y resopló impaciente. Se volvió para acercarse hasta
mi mesa y, aún sin mirarme, se inclinó y revisó los formularios con las etiquetas
de « Firmar aquí» .
Le tendí un boli.
—Por favor firme donde están las etiquetas, señor Alejandro
Odiaba que le dijeran que hiciera lo que ya estaba a punto de hacer. Yo
contuve una risita. Me quitó el boli y levantó lentamente la barbilla, poniendo sus
ojos verdes  a la altura de los míos. Nos quedamos mirando durante lo que
parecieron varios minutos. Ninguno de los dos apartó la mirada. Durante un
breve momento sentí una necesidad casi irresistible de inclinarme hacia él,
morderle el labio inferior y rogarle que me tocara.
—No me desvíes las llamadas —casi me escupió a la vez que firmaba
apresuradamente el último formulario y tiraba el boli sobre la mesa—. Si hay
alguna emergencia, contacta con Henry.
—Capullo —murmuré entre dientes mientras lo veía desaparecer.
Decir que mi fin de semana fue un asco sería poco decir. Apenas comí, apenas
dormí y lo poco que dormí estuvo interrumpido por fantasías de mi jefe desnudo
encima, debajo y detrás de mí. Incluso deseé volver al trabajo para tener algo
con lo que distraerme.
La mañana del sábado me desperté frustrada y de mal humor, pero no sé
cómo conseguí recomponerme y ocuparme de las tareas de la casa y de la
compra semanal. Pero el domingo por la mañana no tuve tanta suerte. Me
desperté sobresaltada, jadeando y temblando, con el cuerpo cubierto de sudor y
envuelta en un revoltijo de sábanas de algodón. El sueño que había tenido era tan
intenso que me había llevado hasta el orgasmo. El señor Alex y yo nos
encontrábamos otra vez encima de la mesa de la sala de reuniones, pero esta vez
los dos estábamos totalmente desnudos. Él estaba tumbado boca arriba y yo a
horcajadas sobre él, mi cuerpo moviéndose sobre el suyo, subiendo y bajando
sobre su pene. Él me tocaba por todas partes: la cara, el cuello, encima de los
pechos y bajando hasta las caderas, donde me agarraba para guiar mis
movimientos. Yo sentí que estaba a punto de correrme cuando nuestras miradas
se encontraron.
—¡Mierda! —gruñí y salí de la cama. Eso iba de mal en peor y muy rápido.
¿Quién iba a pensar que trabajar con un cabrón irritable iba a acabar en que te follen contra una ventana y además te guste?
Abrí el grifo de la ducha y mientras esperaba que se calentara el agua, mis
pensamientos empezaron a divagar. Quería ver su mirada cuando la levantara
desde mi entrepierna, su expresión al ponerse encima de mí, sentir cuánto me
deseaba. Necesitaba oír el sonido de su voz diciendo mi nombre al correrse.
Se me cayó el alma a los pies. Fantasear con él era un billete directo hacia los
problemas. Un billete solo de ida. Estaba a punto de conseguir mi máster. Él era
un ejecutivo. Él no tenía nada que perder y yo podía perderlo todo.
Me duché y me vestí rápido para salir a almorzar con Sara y con Julia. Sara
y y o nos veíamos todos los días en el trabajo, pero era más difícil quedar con
Julia, mi mejor amiga desde el instituto. Trabajaba en el departamento de ventas
de la firma Gucci y siempre estaba llenando mi armario de muestras y restos de
stock. Gracias a ella y a su descuento, yo tenía una ropa genial. Seguía siendo
cara, pero merecía la pena. Me pagaban bien en Rivera Media y mi beca cubría
todos los gastos de la universidad, pero ni siquiera así podía gastarme mil
novecientos dólares en un vestido sin que me dieran ganas de suicidarme.
A veces me preguntaba si Elliott me pagaba tan bien porque sabía que era la
única que podía manejar a su hijo. Oh, si él supiera…
Decidí que era una mala idea contarles a las chicas lo que estaba ocurriendo.
Sara trabajaba para Henry Rivera y veía a Alex por el edificio muy a menudo.
No podía pedirle que guardara un secreto como ese. Julia, por otro lado, me
echaría la bronca. Durante casi un año me había oído quejarme sobre lo estúpido
que era mi jefe y no le iba a hacer gracia saber que me lo estaba tirando.
Dos horas más tarde estaba sentada con mis dos mejores amigas bebiendo
mimosas en el patio de nuestro restaurante favorito, hablando de hombres, ropa y
trabajo. Julia me sorprendió trayéndome un vestido que estaba hecho de la tela
más suntuosa que había visto en toda mi vida. Estaba metido en una bolsa para
trajes que colgaba de una silla que había a mi lado.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Julia entre dos trozos de melón—. ¿El cerdo
de tu jefe sigue haciéndotelo pasar mal, lucia?
—Oh, el cabrón atractivo… —suspiró Sara y yo me puse a estudiar
atentamente las gotas de condensación de mi copa. Ella se metió una uva en la
boca y habló mientras la masticaba—. Dios, tendrías que verlo, Julia. Es la mejor
descripción de él que he oído en mi vida. Es un dios. Y lo digo en serio. No tiene
nada de malo, al menos físicamente. Una cara perfecta, el cuerpo, la ropa, el
pelo… Oh, Dios, el pelo. Lo lleva así, como en un despeinado artístico increíble
—dijo haciendo gestos por encima de su cabeza—. Parece que acabara de
follarse a alguien hasta dejarla sin aliento.
Puse los ojos en blanco. No necesitaba que nadie me recordara lo del pelo.
—Y, no sé lo que te habrá dicho Lucia, pero es odioso —siguió Sara
poniéndose seria—. Quiero decir, a los quince minutos de conocerlo ya quería
reventarle las cuatro ruedas con una navaja. Es el may or cabrón que he
conocido.
Estuve a punto de atragantarme con un trozo de piña. Si Sara supiera… Y
además estaba muy bien dotado en cuanto a atributos masculinos. Era injusto.
—¿Y por qué es tan capullo?
—¿Quién sabe? —contestó Sara, y después parpadeó como si estuviera
realmente pensando que podía tener una buena excusa—. ¿Tal vez tuvo una
infancia difícil?
—Pero ¿conoces a su familia? —le pregunté escéptica—. Su infancia ha
tenido que ser idílica.
—Cierto —concedió—. Tal vez es algún tipo de mecanismo de defensa. Quizá
está amargado y cree que tiene que trabajar más y reivindicarse ante todo el
mundo continuamente porque ser tan guapo…
Reí entre dientes.
—No hay ninguna razón profunda. Él cree que a todo el mundo debe
importarle tanto su trabajo como a él, pero la mayoría de la gente no comparte
su visión. Y eso le molesta.
—¿Le estás defendiendo, Lucia? —le preguntó Sara con una sonrisa
sorprendida.
—De ninguna manera.
Noté que los ojos azules de Julia estaban fijos en mí y que los había entornado
en una acusación silenciosa. Me había quejado mucho de mi jefe en los últimos
meses, pero tal vez no había mencionado que era guapísimo.
—Lucia, ¿me has estado ocultando algo? ¿Está macizo tu jefe? —me
preguntó.
—Sí que es guapísimo, pero su personalidad hace que sea muy difícil
apreciarlo. —Intenté parecer todo lo despreocupada que pude. Julia podía leer
casi cualquier cosa que yo pensara.
—Bueno —dijo encogiéndose de hombros y dándole un largo sorbo a su
bebida—, tal vez la tiene pequeña y eso es lo que realmente le saca de quicio.
Yo vacié mi copa de un trago mientras mis dos amigas se partían de risa.
El lunes por la mañana entré en el edificio hecha un manojo de nervios. Había
tomado una decisión: no iba a sacrificar mi trabajo por nuestra falta de buen
juicio. Quería acabar en ese puesto con una presentación estelar para la junta de
la beca y después salir de allí para empezar mi verdadera carrera. Nada de sexo
ni de fantasías. Podía trabajar con el señor Alejandro (solo negocios) durante unos
meses más.
Como sentía la necesidad de reforzar mi confianza en mí misma, me puse el
vestido nuevo que me había traído Julia. Resaltaba mis curvas, pero no era
demasiado provocativo. Pero mi arma secreta para aumentar mi confianza era
mi ropa interior. Siempre me ha gustado la lencería cara, así que no tardé mucho
en descubrir dónde estaban los sitios para cazar las mejores rebajas. Llevar algo
sexy debajo de la ropa me hacía sentir poderosa, y las bragas que llevaba me
funcionaban a la perfección. Eran de seda negra con bordados por delante, y la
parte de atrás tenía una serie de cintas de tul que se cruzaban para encontrarse en
el centro, cerca del coxis, formando un exquisito lazo negro. Con cada paso la
tela del vestido me acariciaba la piel. Hoy podría soportar cualquier cosa por
parte del señor Alejandro y devolverle todas las pelotas.
Había llegado pronto, con tiempo para prepararme para la presentación. Ese
no era estrictamente mi trabajo, pero el señor Alejandro se negaba a tener un
ayudante para estas cosas y cuando se le dejaba solo era un desastre a la hora de
hacer que las presentaciones fueran agradables: ni café, ni servicio de desay uno,
solo una sala llena de gente, diapositivas y documentación prístinos y, como
siempre, muchísimo trabajo.
El vestíbulo estaba desierto; el amplio espacio se abría a lo largo de tres
plantas y brillaba debido al granito pulido de los suelos y las paredes de
travertino. Cuando salí del ascensor y se cerraron las puertas, me di una arenga a
mí misma, repasé mentalmente las discusiones que había tenido con el capullo de
mi jefe y todos los comentarios insolentes que había hecho sobre mí.
« Teclee, no escriba nada a mano. Su letra parece la de una niña pequeña,
señorita Sandoval» .
« Si quisiera disfrutar de toda su conversación con su tutor del máster, dejaría
la puerta de mi despacho abierta de par en par y pediría palomitas. Por favor,
baje la voz cuando hable por teléfono» .
Podía hacerlo. Ese gilipollas había elegido a la mujer equivocada para
complicarle la vida y no tenía ni la más mínima intención de dejar que me
intimidara. Bajé la mano hasta mi trasero y sonreí perversa… « Braguitas
poderosas» .
Tal y como esperaba, la oficina todavía estaba vacía cuando llegué. Cogí lo
que podía necesitar para la presentación y me dirigí a la sala de reuniones para
prepararlo todo. Intenté ignorar la respuesta de perro de Paulov que tuve al ver
las ventanas y la brillante mesa de la sala.
« Para, cuerpo. Empieza a funcionar, cerebro» .
Mirando la sala iluminada por el sol, dejé los archivos y el ordenador portátil
sobre la enorme mesa y ay udé a los empleados del catering a colocar las cosas
para el desay uno junto a la pared del fondo.
Veinte minutos después las propuestas estaban colocadas, el proy ector
preparado y el desayuno listo. Como me sobraba tiempo, me acerqué a la
ventana. Estiré la mano y toqué el cristal, abrumada por las sensaciones que me
hacía recordar: el calor de su cuerpo contra mi espalda, el contacto del cristal frío contra los pechos y el grave y animal sonido de su voz en mi oído.
« Pídeme que haga que te corras» .
Cerré los ojos y me acerqué, apretando las palmas y la frente contra la
ventana y dejando que la fuerza de los recuerdos se apoderara de mí.
Abandoné sobresaltada mi fantasía al oír un carraspeo detrás de mí.
—¿Soñando despierta en horario de oficina?
—Señor Alejandro —exclamé casi sin aliento y me volví. Nuestras miradas se
encontraron y una vez más me sentí abrumada por lo guapo que era. Él rompió
el contacto visual para examinar la sala.
—Señorita Lucia —dijo y cada palabra sonó breve y cortante—, voy a hacer
la presentación en la cuarta planta.
—¿Perdón? —le pregunté mientras la irritación me inundaba—. ¿Por qué?
Siempre utilizamos esta sala. ¿Y por qué ha esperado hasta el último minuto para
decírmelo?
—Porque —gruñó apoy ando los puños en la mesa— soy el jefe. Yo pongo las
reglas y decido cuándo y dónde pasan las cosas. Tal vez si no se hubiera
entretenido tanto esta mañana mirando por las ventanas, podría haber encontrado
el tiempo necesario para confirmar los detalles conmigo.
Mi mente estaba asediada por imágenes imposibles de mi puño golpeándole
la garganta. Necesité todo mi autocontrol para no saltar por encima de la mesa y
estrangularle. Una sonrisa de suficiencia apareció en su cara.
—Por mí no hay problema —dije tragándome la rabia—. De todas formas
en esta habitación no se ha tomado ninguna buena decisión.
Cuando volví la esquina para entrar en la nueva sala escogida para la reunión,
mis ojos se encontraron inmediatamente con los del señor Rivera, Sentado en su
silla con las manos extendidas y las puntas de los dedos unidas, era el vivo retrato
de la paciencia apenas contenida. « Qué típico» .
Entonces reparé en la persona que estaba a mi lado: Elliott Rivera.
—Deja que te ay ude con eso, Lucia —me dijo y cogió un montón de
archivadores de mis brazos para que pudiera meter con más facilidad el carrito
lleno de la comida en la sala.
—Gracias, señor Rivera. —Le dediqué una mirada airada a mi jefe.
—Lucia—me dijo el patriarca de los Rivera riendo—, ¿cuántas veces te he
dicho que me llames Elliott? —Cogió un par de carpetas y pasó el resto del
montón al otro lado de la mesa para que lo cogieran los ay udantes.
Era tan guapo como sus dos hijos: alto y musculoso; los tres Rivera compartían
las mismas facciones cinceladas. El pelo entrecano de Elliott se había ido
volviendo blanco con los años, pero seguía siendo uno de los hombres más
atractivos que había visto en mi vida.
Le sonreí con gratitud mientras me sentaba.
—¿Qué tal está Susan?
—Está bien. No deja de insistirme en que vengas a visitarnos algún día —
añadió con un guiño.
No escapó a mi atención la risita irritada del más joven de los Rivera, que
seguía sentado en su sitio cerca de mí.
—Por favor, salúdela de mi parte.
Sonaron unos pasos detrás de mí y una mano apareció para darme un
tironcito de una oreja.
—Hola, chica —dijo Henry Rivera dedicándome una amplia sonrisa—.
Disculpad que llegue tarde. Pensaba que íbamos a reunirnos en vuestra planta.
Miré con el rabillo del ojo a mi jefe con aire de suficiencia y me lo encontré
mirándome. La pila de carpetas volvió a mis manos y le pasé una copia.
—Aquí tiene, señor Rivera.
Sin más que una breve mirada, agarró rápidamente una y empezó a hojearla.
« Gilipollas» .
Cuando volvía a mi asiento, Henry me dijo con su escandalosa voz:
—Oh, Lucia, cuando estaba arriba en la sala esperando, me he encontrado
esto en el suelo. —Me acerqué adonde estaba él y vi dos botones plateados
envejecidos que tenía en la palma de la mano—. ¿Puedes preguntar por ahí a ver
si alguien los ha perdido? Parecen caros.
Sentí que se me ponía la cara como un tomate. Me había olvidado por
completo de mi blusa destrozada.
—Oh… claro.
—Henry, ¿puedo verlos? —dijo el capullo de mi jefe y los cogió de la mano
de su hermano. Se volvió hacia mí con una mueca burlona en la cara—. ¿Usted
no tiene una blusa con unos botones como estos?
Yo lancé una mirada rápida por la habitación; Henry y Elliott estaban
absortos en otra conversación, ajenos a lo que estaba pasando entre nosotros.
—No —le dije intentando disimular—. No son mías.
—¿Está segura? —Me cogió la mano y pasó un dedo por la parte interior de
mi brazo hasta mi palma antes de dejar caer los botones en ella y cerrarme la
mano. Me quedé sin aliento y el corazón empezó a martillearme en el pecho.
Aparté la mano bruscamente como si acabara de quemarme.
—Estoy segura.
—Juraría que la blusa que llevaba el otro día tenía botoncitos plateados. La
blusa rosa. Lo recuerdo porque me fijé que tenía uno un poco suelto cuando vino
a buscarme al piso de arriba.
La cara empezó a arderme todavía más si es que eso era posible. Pero ¿a qué
estaba jugando? ¿Estaba intentando insinuar que yo había orquestado las cosas
para encontrarme con él a solas en la sala de reuniones?
Se acercó un poco más, con su aliento caliente junto a mi oído, y me susurró:
—Debería tener más cuidado.
Intenté mantener la calma mientras alejaba mi mano de la suy a.
—Eres un cabrón —le respondí con los dientes apretados.
Él se apartó y me miró sorprendido.
¿Cómo se atrevía a parecer sorprendido, como si hubiera sido yo la que
hubiera roto las reglas? Una cosa era ser un capullo conmigo, pero poner en
peligro mi reputación delante de los demás ejecutivos… Iba a poner las cosas en
su sitio luego.
Durante la reunión intercambiamos miradas, la mía llena de furia y la suya
con una incertidumbre creciente. Estuve estudiando las diapositivas que tenía
delante de mí todo lo que pude para evitar mirarlo.
En cuanto acabó la reunión, recogí mis cosas y salí disparada de la sala. Pero,
como suponía, él salió detrás de mí y me siguió hasta el ascensor. Entramos y nos
quedamos los dos bullendo de furia en el fondo, mientras subíamos hacia el
despacho.
¿Por qué demonios no iría más rápido esa maldita cosa y por qué alguien de
cada piso decidía utilizarlo justo ahora? La gente que nos rodeaba hablaba por los
móviles, ordenaba archivos, comentaba planes para la hora de la comida… El
ruido creció hasta convertirse en un fuerte zumbido que casi ahogada la bronca
que le estaba echando mentalmente al señor Alejandro. Para cuando llegamos al piso
once, el ascensor casi había alcanzado su capacidad total. Cuando la puerta se
abrió y se metieron tres personas más, me vi empujada contra él, con la espalda
contra su pecho y mi trasero contra su… ¡oh!
Sentí que el resto de su cuerpo se tensaba un poco y oí que inspiraba con
fuerza. En vez de apretarme contra él, me mantuve todo lo lejos que pude. Él
estiró la mano y me agarró la cadera para acercarme de nuevo.
—Me gusta notarte contra mí —dijo con un murmullo grave y cálido junto a
mi oído—. ¿Dónde…?
—Estoy a dos segundos de castrarte con uno de mis tacones.
Él se acercó todavía más.
—¿Por qué estás tan molesta?
Volví la cabeza y le dije casi en un susurro:
—Es muy propio de ti hacerme parecer una arpía trepa delante de tu padre.
Dejó caer la mano y me miró con la boca abierta.
—No. —Parpadeo. Parpadeo—. ¿Qué? —El señor Alejandro confuso era
increíblemente atractivo. « Cabrón» —. Solo era un juego sin importancia.
—¿Y si te hubieran oído?
—No me oy eron.
—Pero podrían haberte oído.
Parecía que de verdad eso no se le había pasado por la cabeza, quizá fuera
cierto. Resultaba fácil para él « juguetear» desde su posición de poder. Era un
ejecutivo adicto al trabajo. Yo era la chica que estaba solo a mitad de su carrera.
La persona que había a nuestra izquierda nos miró y los dos nos quedamos de
pie muy erguidos, mirando hacia delante. Yo le di un buen codazo en el costado y
él me dio un pellizco en el trasero con la suficiente fuerza para hacerme soltar
una exclamación.
—No me voy a disculpar —me dijo en un susurro.
« Claro que no. Capullo» .
Volvió a apretarse contra mí y sentí cómo crecía y se ponía aún más duro.
Noté una calidez traidora creciendo también entre mis piernas.
Llegamos al piso quince y unas cuantas personas más entraron. Dirigí la
mano hacia atrás, la metí entre los dos y se la cogí. Él exhaló su aliento cálido
contra mi cuello y susurró:
—Sí, joder.
Y entonces le apreté.
—Joder. ¡Perdón! —susurró entre dientes junto a mi oído. Le solté, aparté la
mano y sonreí para mí—. Dios, solo estaba jugando un poco contigo.
Piso dieciséis. El resto de la gente salió en una marea; aparentemente iban
todos a la misma reunión.
En cuanto se cerraron las puertas y el ascensor empezó a moverse, oí un
gruñido detrás de mí y vi un movimiento rápido y repentino a la vez que el señor
Alejandro estrellaba la mano contra el botón de parada del panel de control. Cuando
sus ojos me miraron, estaban más oscuros que nunca. Con un movimiento ágil,
me bloqueó contra la pared del ascensor con su cuerpo. Se apartó lo justo para
dedicarme una mirada furiosa y murmurar:
—No te muevas.
Y aunque quería decirle que me dejara en paz, mi cuerpo me suplicaba que
hiciera lo que él me decía.
Estiró el brazo hasta los archivadores que y o había dejado caer, quitó un pósit
de la parte superior y lo colocó sobre la lente de la cámara que había en el techo.
Su cara estaba a pocos centímetros de la mía y notaba su respiración casi
jadeante contra mi mejilla.
—Yo nunca quise decir que estabas intentando trepar a base de polvos. —
Exhaló y se inclinó hacia mi cuello.
Me aparté todo lo que pude y lo miré boquiabierta.
—Y tú no estás pensando « suficiente» . Estamos hablando de mi carrera. Tú
tienes todo el poder aquí. No tienes nada que perder.
—¿Que y o tengo el poder? Tú eres la que se ha apretado contra mí en el
ascensor. Tú eres la que me está haciendo esto.
Sentí que mi expresión bajaba de intensidad. No estaba acostumbrada a verlo vulnerable, ni siquiera un poco.
—Entonces nada de golpes bajos.
Después de una larga pausa, él asintió.
El sonido del edificio llenaba el ascensor mientras seguíamos mirándonos. La
necesidad de contacto empezó a crecer, primero a la altura de mi ombligo y
después empezó a bajar hasta llegar a mi entrepierna.
Él se agachó y me lamió la mandíbula antes de cubrir mis labios con los
suy os. Un gemido involuntario salió de mi garganta cuando noté su erección
contra mi abdomen. Mi cuerpo empezó a actuar por instinto y lo rodeé con una
pierna, apretándome contra su excitación, y mis manos subieron hasta su pelo. Él
se apartó lo justo para que sus dedos me abrieran el broche que tenía en la
cintura. Mi vestido se abrió delante de él.
—Menuda gatita furiosa —me susurró. Me puso las manos en los hombros y
me miró a los ojos mientras deslizaba la tela para que cayera al suelo.
Se me puso la piel de gallina cuando me cogió las manos, me giró y me
apoy ó las palmas contra la pared.
Levantó las suy as para quitarme el pasador plateado del pelo, dejando que
cay era sobre mi espalda desnuda. Me agarró el pelo con las manos y con
brusquedad me giró la cabeza a un lado para tener acceso a mi cuello. Fue
bajando por mis hombros y mi espalda dándome besos calientes y húmedos. Su
contacto me hacía sentir como una chispa de electricidad en cada centímetro de
piel que me tocaba. De rodillas detrás de mí, me agarró el trasero y clavó los
dientes en mi carne, lo que me hizo soltar un gemido, antes de que volviera a
levantarse.
« Dios mío, ¿cómo sabía hacerme esas cosas?»
—¿Te ha gustado que te hay a mordido el culo? —Me estaba apretando los
pechos y tiraba de ellos.
—Tal vez.
—Eres una chica muy viciosa.
Solté un grito de sorpresa cuando me dio un azote justo en el sitio donde
habían estado sus dientes y respondí con un gemido de placer. Solté otra
exclamación cuando sus manos agarraron las delicadas cintas de mi ropa interior
y me la rasgaron.
—Te voy a pasar otra factura, cabrón.
Él se rió por lo bajo malévolamente y se apretó contra mí de nuevo. La
fresca pared contra mis pechos hizo que todo mi cuerpo se estremeciera y
volvieran los recuerdos de la primera vez en la ventana. Se me había olvidado lo
mucho que me gustaba el contraste (frío contra calor, duro contra « él» ).
—Merece la pena el gasto. —Deslizó la mano para rodearme la cintura y
después la bajó por el vientre, cada vez más abajo, hasta que uno de sus dedos
descansó sobre mi clítoris.
—Creo que te pones estas cosas solo para provocarme
¿Tendría razón y yo estaba delirando al pensar que me las ponía para mí?
La presión de su contacto hizo que empezara a sentir la necesidad. Sus dedos
presionaban y paraban, dejándome a medias. Bajó todavía más y se paró justo
junto a mi entrada.
—Estás muy húmeda. Dios, tienes que haber estado pensando en esto toda la
mañana.
—Que te den —gruñí a la vez que soltaba una exclamación cuando su dedo
entró por fin mientras me apretaba más contra él.
—Dilo. Dilo y te daré lo que quieres. —Un segundo dedo se unió al primero y
la sensación me hizo gritar.
Negué con la cabeza, pero mi cuerpo me traicionó otra vez. Él sonaba tan
necesitado… Sus palabras eran provocadoras y controladoras, pero parecía que
él también estaba de alguna forma suplicando. Cerré los ojos intentando aclarar
mis pensamientos, pero todo aquello era demasiado. La sensación de su cuerpo
totalmente vestido contra mi piel desnuda, el sonido de su voz ronca y sus largos
dedos entrando y saliendo de mí me estaban acercando al precipicio. Subió la
otra mano y me pellizcó con fuerza un pezón a través de la fina tela del sujetador
y yo gemí con fuerza. Estaba muy cerca.
—Dilo —volvió a gruñir mientras su pulgar subía y bajaba sobre mi clítoris
—. No quiero que estés todo el día enfadada conmigo.
Al final me rendí y se supliqué:
—Te quiero dentro de mí.
Él dejó escapar un gemido grave y estrangulado y apoy ó la frente en mi
hombro a la vez que empezaba a moverse más rápido, empujando y moviéndose
en círculos. Tenía las caderas pegadas a mi trasero y su erección frotándose
contra mí.
—Oh, Dios —gemí cuando sentí que los músculos se tensaban en lo más
profundo de mí, con todos mis sentidos centrados en el placer que estaba a punto
de liberarse.
Y entonces los sonidos rítmicos de nuestros jadeos y gruñidos se vieron
interrumpidos de repente por el estridente timbre de un teléfono.
Nos quedamos paralizados al darnos cuenta de dónde estábamos, tirados el
uno sobre el otro. El señor  Alex maldijo y se apartó de mí para coger el teléfono
de emergencia del ascensor.
Me di la vuelta, cogí el vestido, me lo puse sobre los hombros y empecé a
abrochármelo con manos temblorosas.
—Sí. —Pero qué tranquilo sonaba, ni siquiera se le notaba un poco jadeante.
Nuestras miradas se encontraron, cada una desde un extremo del ascensor—. Sí,
ya veo… No, estamos bien… —Se agachó lentamente y recogió mis bragas
rotas y olvidadas del suelo del ascensor—. No, simplemente se ha parado. —
Escuchó a la persona que había al otro lado mientras frotaba la tela sedosa entre los dedos—. Está bien. —Terminó la conversación y colgó el teléfono.
El ascensor dio una sacudida cuando empezó a ascender de nuevo. Él miró el
trozo de encaje que tenía en la mano y después me miró a mí y sonrió burlón,
alejándose de la pared y acercándose a donde y o estaba. Colocó una mano a un
lado de mi cabeza, se inclinó, pasó la nariz por mi cuello y me susurró:
—Me gusta tanto olerte como tocarte.
Se me escapó una exclamación ahogada.
—Y estas —dijo enseñándome las bragas que tenía en la mano— son mías.
El timbre del ascensor sonó cuando nos detuvimos en nuestra planta. Se
abrieron las puertas y sin una sola mirada hacia donde y o estaba, se metió la
delicada tela rasgada en el bolsillo de la chaqueta del traje y salió del ascensor.

Hermoso desastre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora