Capítulo 7.

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Freya
Dublín, Irlanda
 
 
El gran palacete abrió sus enormes puertas principales, dejando a la vista lo que podía ser una majestuosa construcción del siglo XIV, empedrada de algún mineral desconocido, con largas columnas como pilares del gran recibidor que se les abrió paso a la vista.

Todo pulcramente decorado en una paleta de plateado, negro y azul, desde las cortinas de cada ventanal hasta la amplia alfombra que iniciaba al pie de la entrada hasta el final de la enorme escalera que daba a un piso superior, y varios pasillos que no se distinguían a primera mirada, dónde podrían acabar.

Magna fue escoltada por Abdala y uno de los guardias que iba con ellas en el auto. Subieron las escaleras y caminaron unos metros hasta quedar frente a una puerta diferente al resto. Dos toques. Y se abrió.

Una joven moza asomó su cabeza, sonriendo dulcemente en dirección a Abdala. Magna le miró con desdén y molestia, no por su condición de criada, sino ante los celos tontos que sintió en ese momento. Pasó por su lado, golpeándola con su hombro y caminando de forma erguida y despampanante, como si no fuese Magna Lahen de quien estuviésemos hablando.

La habitación era una copia fiel al resto del palacete. Una cama imperial de madera cubierta por una fina tela que caía desde el techo de la misma, simulando un mosquitero; un tocador y varios muebles variados, un ventanal con alfeizar que presentaba su propio asiento donde, suponía Magna, podría verse todo el bosque de los alrededores mientras se disfrutaba de una taza de café o un buen desayuno en la mañana.

Lo más impresionante era la decoración de las paredes, cubiertas por una capa de pintura azul marino y llena de diversos cuadros de artistas reconocidos, que debían valer una fortuna. Uno de estos, el más grande, suponía un autorretrato de un hombre de época, de mirada oscura y acusativa, porte de noble y un curioso bastón en la mano, así como múltiples joyas en sus dedos y cuello de alguna piedra preciosa que no distinguía. “Greelard Soul”, ese era su nombre, borroso y casi imperceptible, consecuencia del tiempo que había transcurrido desde que se pintó.

A su lado, otro cuadro más pequeño, donde se veía al mismo hombre muchísimo más viejo, sentado. A su izquierda se encontraba otro hombre muy parecido a él, sonriendo. Mientras que, a su derecha, una joven rubia, casi albina, cargaba en brazos a una pequeña bebé.

Magna no pudo evitar mirar a Abdala y pensar en lo parecida que era a aquella mujer, mas se retractó una vez que una hermosa y casi angelical figura se movió de la cama imperial, entrando en su campo de visión. Esa mujer sí era la viva imagen de Abdala y de la joven del cuadro. Sus facciones eran en extremo finas, una piel blanca como la nieve y expresión melancólica en el rostro. Largas pestañas rubias y ojos grisáceos pero que a la luz parecían coger un tono medio rojizo. Cabello largo recogido en una trenza gruesa que caía sobre su hombro derecho. En fin, estaba viendo un ángel.

—No puedo creerme que esta sea tu madre —le susurró a Abdala.

—Lo es —confirmó—. Analla Soul, representante de la primera familia.

La mujer se aproximó a ellas, tensando a Magna y poniéndola nerviosa. Oshanta, en su interior, también se encontraba algo inquieto.

Analla agarró con sutileza el rostro de su hija y le acarició, brindándole una sonrisa sincera. «Gracias», le dijo tiernamente para luego dirigirse a Magna. Estando frente a esta, le agarró las manos, alzándole los brazos al frente y enlazándolas con las suyas.

—Disculpa todos los inconvenientes que hemos causado —dijo con fina voz—. Llevo tiempo queriendo hablar con él, y me urge hacerlo antes de que llegue la hora.

—N… no quie-re hablarrr —tartamudeó nerviosa.

—Eso deberá decírmelo él mismo —respondió ella, alzando una ceja de forma inquisitiva, para demostrar su determinación a tener esa plática.

DESCENSO (FINALIZADA).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora