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Desde dentro de la oficina del rector Rott, los gritos de mi madre convocaban a secretarias, estudiantes, profesores, asistentes del aseo, y a todo aquel ser viviente que estuviese a menos de treinta metros a la redonda

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Desde dentro de la oficina del rector Rott, los gritos de mi madre convocaban a secretarias, estudiantes, profesores, asistentes del aseo, y a todo aquel ser viviente que estuviese a menos de treinta metros a la redonda. Términos peyorativos como 'mamarracho incompetente' o 'payaso de corbatín negro' convertían todo el espectáculo en una experiencia un tanto agridulce, por no decir tragicómica. Observaba la puerta, tentado a huir. Después de todo, era mi madre quién se desgarraba la garganta a palabreos allí adentro, y yo su hijo, lo que me convertía en la atracción principal de un circo de fenómenos.

—Insisto, señora Sanelli —el volumen de Rott se empezaba a igualar al de mi madre—. Esta es la única solución que podemos brindar como institución a un caso tan fortuito como éste.

Esta es la única solución que podemos brindar como institución —lo remedó, con esa vocecita chillona que tanto solía erizarme los pelos—. Pues que institución tan peripatética la suya, ¿no?

Las respuestas y burlas iban y venían, casi como si él no se diese cuenta de las verdaderas intenciones de mi madre: sacarlo de sus casillas (o en su defecto, provocarle un ataque cardíaco). Había pasado por situaciones como esas un trillón de veces, mayormente en primaria y secundaria. Al entrar a la universidad pensé que jamás tendría que verme a mí mismo envuelto en eventos parecidos, y que por fin sería capaz de resolver cada conflicto sin la denigrante intervención de mi madre.

Pensé mal, eso estaba más que claro.

—¡Ya sé que usted y su equipo son un tropa de bufones incompetentes, no es novedad!

—¡Le pediré, con todo respeto, que me baje su tono de voz!

—¡Usted es el que grita, lunático de mediagua!

Por cada minuto de gritos, una nueva cabeza se sumaba al cúmulo de espectadores que había en la puerta. Me preguntaba si esa sería mi última impresión como estudiante, si todos me recordarían como 'el hijo de la lunática que hizo gritar el rector Rott Ross'. Asqueado de la vergüenza, miraba hacia el despacho, luego hacia la gente que cuchicheaba al borde de la entrada (una horda de fisgones), para finalmente devolver mi mirada al suelo. Lo hacía casi por inercia; una, otra, y otra vez:

Despacho, fisgones, suelo.

Despacho, fisgones, suelo.

Si me aburría, alteraba la receta:

Despacho, suelo, fisgones.

Fisgones, despacho, suelo.

Suelo, fisgones, despacho.

Despacho, suelo, Matt.

Matt, suelo, despacho.

Despacho, suelo...

¿Matt?

—¿Todo bien?

Matt.

Su figura se interpuso entre mis ojos y los fisgones, dándole un cambio de plot a lo que, según yo, sería la tarde más humillante de mi vida. Por mera naturaleza lo admiré desde el asiento, y segundos después, lo tomé del brazo para escabullirnos entre la multitud de metiches y escapar juntos.


Caminamos por todo el largo del campus norte (algo que, en su tiempo, solíamos hacer cada mañana), pasando por un costado de las facultades de Ciencias Sociales, Medicina e Ingeniería. Rodeamos la biblioteca y luego también la cafetería del Calveso Stanley, para terminar tomando un atajo a través del Complejo de Deportes hacia los restos de la difunta facultad de Artes y Comunicaciones. La distancia derrotó lo poco de resistencia física que quedaba en mí, así que reduje mi velocidad un poco antes de llegar. Matt, como siempre, aprovechó la instancia para sacar a relucir su gran estado físico, dando vueltas alrededor mío mientras hablaba, hablaba y hablaba.

—Jamás había escuchado gritar al viejo Rott.

El olor a quemado se asomaba de forma invasiva con cada paso que dábamos.

—Pues pide un deseo —respondí, arrugando la frente por el odioso hedor.

—Deseo tener una madre como la tuya. Es la hostia.

Se detuvo a mi lado una vez pisamos las cenizas y lo escombros que aún nadie se dignaba a recoger.

—Lo sé.

Estuvimos allí parados por un par de minutos, sin decir ni una sola palabra. Era increíble lo rápido que podía cambiar la vida, y cómo todo a lo que estabas acostumbrado podía reducirse a tan poco con la ayuda de una sola llama. La causa tras el incendio aún era un misterio, y como la mayoría de estudiantes que solían entrar y salir de esa facultad en particular, no podía interesarme menos su resolución. Todos se habían pasado días discutiendo las incongruencias de los hechos y dichos, sin lograr concretar nada más que nerviosidad colectiva, y yo no tenía intenciones de ser parte de ello. No más.

Pateé un libro que estaba cubierto por el oscuro polvo, creando una nube que no tardó más de cinco segundos en disuadirse. Me preguntaba si mi madre seguía en el despacho, disparando barbaridades en un italiano manoseado hacia Rott en un intento de cambiar el inalterable futuro, o si se había cansado y decidido traspasar la barrera entre lo verbal y lo físico.

Agité mi cabeza al sentir su fría mano aferrarse a la mía. Pensé que quizá era hora de dejar de pensar tanto y disfrutar su compañía.

—Entonces, esta es la recta final —erguido a mi lado, mantenía su vista hacia el cielo.

—Me voy a otro estado, no otro continente.

—El vacío es el mismo, ¿no crees?

Me apegué a su lado al escuchar ese suspiro muerto que solía soltar cuando se daba por vencido en la vida. A pesar de estar un poco avergonzado de hacerlo, el calor de su cuerpo me hizo sentir esa seguridad que tanto añoraba por las noches. Una seguridad que me abrazaba de pies a cabeza, incluso ante tanta incertidumbre.

—Nunca pensé que podrías ser así de poético.

Un pequeño destello de alegría apareció de forma fugaz por su rostro.

—Solo por ti, Francesco —finalmente, reposó su cabeza sobre la mía— Solo por ti.

—Solo por ti, Francesco —finalmente, reposó su cabeza sobre la mía— Solo por ti

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