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Era de mañana, y aquel gigantesco monstruo de fuego que se suspendía en el cielo comenzaba a liberar su primera ola de calor matutino

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Era de mañana, y aquel gigantesco monstruo de fuego que se suspendía en el cielo comenzaba a liberar su primera ola de calor matutino. Mi habitación era ya un horno industrial, y los vidrios del baño se habían empañado con la intensidad de mi calor corporal. En el balcón, los rayos de luz golpeaban a diestra y siniestra, lo que me llevó a terminar sobre la cerámica de la sala, tal y como mi madre me trajo al mundo. La frescura de las baldosas calmaba la candencia de mis glúteos, y con la vista apagada, le rezaba al universo para que apresurara el ciclo de la vía láctea e hiciese explotar al sol de una vez por todas.

—Cúbrete eso.

Y antes de que pudiera levantar la vista, una antiquísima edición de la revista Teens impactó contra mis partes nobles. Intentando disimular los espasmos de dolor, la acomodé en aquella zona de mi cuerpo que Falk parecía odiar.

—Asumo que no irás a la asamblea.

Cabello alborotado, vello facial inexistente y camisa a medio abrochar. Para él era un viernes de asamblea como cualquiera, para mí, la mañana más sofocante del último milenio.

—No creo que la asamblea me necesite hoy.

Ni ningún otro viernes. La asamblea semanal era una completa estupidez, y su aforo siempre estaba asegurado gracias al desayuno buffet que se servía a los asistentes —y porque, convenientemente, todas las cafeterías del campus cerraban durante toda la mañana, cada viernes de cada semana—, el cual era exquisito, pero no lo suficiente como para hacer que me pusiera en ropas y saliera de mi comodidad de fin de semana. Falk insistía en que asistir a ese tipo de actividades hablaba bien de uno como alumno y blah blah blah, pero mi postura era firme: no perdería una hora y media de mi vida escuchando al decrépito vicerrector cacarear sobre los mismos eventos y problemas de cada semana.

Falk, como siempre, preguntó qué iba a desayunar entonces. Yo, como siempre, respondí que me las ingeniaría para no morir de inanición. Como siempre, él salió del piso y yo me quedé respirando el caótico oxígeno de viernes. Liberé mi entrepierna de aquella revista, pues el papel estucado comenzaba a hacer sudar a mis tres amigos. El eco de la puerta cerrándose se disuadía, al igual que su vibración. Cerré los ojos, dejando que el suelo me brindara sus últimos minutos de frescura. Inhalé y exhalé cuantas veces se me fue posible. No había de qué preocuparse, el quinto día de la semana siempre lo tenía libre y no tenía planes de adelantar ningún deber en lo absoluto. Era libre, en todo el sentido de la palabra. Era libre, o al menos por un par de horas hasta que Falk volviera a molestarme. Haz algo —pensé—, grita, canta, llora, salta, baila, fríe un huevo, pero haz algo.

Me levanté, despegando mi cuerpo del piso como si fuese una gran ventosa y admiré por unos segundos la marca de sudor que mi trasero había dejado. Di vueltas por el lugar en busca de alguna actividad que me sacara el acalorado aburrimiento de la cabeza. Entré de vuelta a mi cuarto, quedando con la vista embobada en aquellas revistas para adultos que, aunque debían de ser invisibles, sobresalían por debajo del colchón de mi cama. Después de un debate interno sobre si debía darle uso o no a esas revistas, las dejé sobre la cama y caminé hacia el baño. Tomar una ducha había ganado la lotería de cosas para hacer en un mañana infernal, pero incluso después de pasar veinte minutos bajo el agua (y de paso agotar este preciado recurso natural como si no tuviese consecuencia alguna), me vi envuelto aún en el aburrimiento y la indecisión. Sequé mi cuerpo, sin poner ni una sola prenda sobre este después, y entré a la cocina. Aún sabiendo que no encontraría nada más que vacío, abrí cada puerta de la despensa, y también las del refri, encontrándome con nada. Ni si quiera un huevo para freír.

Dios, si tan solo el hambre no hubiese comenzado a atacar mis entrañas con misiles soviéticos, quizá me habría aferrado a mis dichos y a mis tradiciones, pero la desesperación apareció junto a los agonizantes sonidos gástricos que mi cuerpo reproducía.

ARGGH.

AAARGH.

AAAAARGGGHHH.

Miré el reloj de mi celular. Con mucha suerte, tres cuartos de hora habían transcurrido desde la partida de Falk. Aún tienes otros cuarenta y cinco minutos para escabullirte, abastecer tu estómago y volver lo más discretamente posible, pensé antes de colocarme unos shorts militares flojos de tanto uso, una camiseta sin mangas que sacaba a relucir mis raquíticos brazos (y los pelos de mi axila) y un par de Converse. Salí por la puerta del edificio en dirección al auditorio/gimnasio/centro de eventos, no sin antes, claro, acomodar las revistas para adultos de vuelta en su lugar, entre el colchón y la base de cama. Ya les daría un buen trato más tarde.

JeniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora