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Falk me pellizcaba cada dos minutos, pues era evidente que el hastío me iba ganando la batalla

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Falk me pellizcaba cada dos minutos, pues era evidente que el hastío me iba ganando la batalla.

—Una vez más.

Lo miré, protesté, agarré el micrófono y exclamé la misma jodida línea que llevaba repitiendo millones de veces durante las últimas tres horas.

—Estimados estudiantes transferidos desde la Universidad Estatal de Humboldt —hice una breve pausa para tomar aire—, les damos una cálida bienvenida a su nueva familia, la Universidad Estatal de Woodvale. Por favor, en caso de cualquier duda o confusión, acercarse a los puntos informativos más cercanos o al Edificio Ejecutivo. Que tengan un muy buen día.

—Podrías ponerle un poco más de empeño —Falk azotaba el piso con la suela de su zapato, impaciente—, se supone que deben sentirse bien recibidos, no culpables de tu miseria.

Le arrojé el micrófono hacia el pecho, y remedé todo lo que había dicho con el tono más burlón e insoportable posible. Mis pies ya no daban más, llevábamos arrastrando ese micrófono y parlante por todos los lugares más concurridos de la universidad, y estaba harto. Aún nos quedaba una hora, una hora de repetir la misma frase una, otra y otra vez. Le había preguntado a Craig por qué simplemente no decidió grabar el mensaje y dejarlo reproduciendo en bucle a través de todo el campus. Dijo que era "muy frío" y que prefería hacer las cosas a la antigua. Vaya estupidez. Si no hubiese sido por el pase rectoral para faltar a las clases ese día, Falk habría tenido que sufrir y hacer el ridículo por su cuenta.

—Falk, esta es la última vez, te lo juro por Dios.

Paramos a un costado de la residencial Norte, esa que parecía desértica y sin populación cada vez que te cruzabas con ella. Era deprimente, pues la universidad había dejado de asignar alumnos en ese lugar por la antigüedad del edificio. Allí solo vivían unos cuantos estudiantes que, por voluntad propia o azares del destino, terminaron por elegir uno de esos pisos —que eran mucho más grandes que las nuevas residenciales—. Supuse que con todo el asunto del incendio en Humboldt, la mayoría de transferidos irían a varar a esa tétrica construcción. Un desastre, pero al menos tendrían más espacio que el común de alumnos.

—Hagamos algo, te doy el permiso de maldecirme mientras voy al baño, ¿vale?

Me devolvió el micrófono, y por devolver me refiero a estrellarlo contra mi cuerpo. Me reí, definitivamente no necesitaba su permiso para hacer eso. Lo hacía todo el tiempo desde que nos habíamos vuelto compañeros de piso.

Se alejó a zancadas, de seguro la vejiga comenzaba a dolerle.

—Quizá no deberías tomar dos litros de agua por hora —dije a través del micrófono—, sería una pena que tus riñones dejaran de funcionar.

A lo lejos, vi como me levantaba el dedo del medio, y luego lo vi desaparecer. Una tibia brisa me levantó un poco la playera, y al mirar alrededor, me di cuenta de que no había prácticamente nadie a quien recitarle ese odioso mensaje de bienvenida. Respiré hondo, el silencio y la calma eran placenteros de apreciar. Así que me senté encima del gigantesco y corpulento parlante, apoyando mi mentón en una mano, hundido en la soledad que me rodeaba.

—No, estoy seguro de que es por este lado.

—Por ahí es Este, por acá es Sur, hacia allá es Norte.

—Dios, ¿fuiste si quiera a la escuela, Matthew?

—Que no eres mi madre, no puedes llamarme así.

—¡Matthew, Matthew, Matthew!

Mi calma fue apuñalada por dos caóticas voces que peleaban entre sí, acercándose cada vez más a mi espalda. Al levantar mi trasero del parlante y dar la vuelta, pude ver a dos chicos caminar en mi dirección, cada uno con una caja entre sus manos. Sin duda eran parte de los alumnos transferidos. Pensé en escapar, era obvio que aún no se percataban de mi existencia y, para su desgracia, no estaba de humor como para dar una sola indicación más.

Por lo que, intentando no llamar mucho la atención, levanté el parlante del suelo con toda la fuerza y detenimiento que pude, comencé a retroceder, suplicando al cielo que no se les ocurriera dirigirme la palabra.

Nunca me he caracterizado por lograr mis cometidos, debo decir.

—¡Hey, tú!

Me detuve, como si acabase de ser atrapado por la ley en pleno intento de fuga. Dejé el parlante de vuelta sobre el suelo y enderecé la espalda. Uno de ellos, el más bajo, se acercaba hacia mí con la rapidez de un velociraptor. Me acomodé la ropa, debía dar una buena impresión, no fuera a ser que se quejaran de mi con Craig.

En unos cuantos segundos lo tuve frente a mí, con la frente sudada y la respiración agitada. Vestía con una playera negra básica y shorts holgados de mezclilla.

—Necesito encontrar la residencial Norte —dijo jadeante—. Estoy seguro de que es por aquí, pero Matt dice que es hacia ese otro lado, y de verdad necesito ordenarme rápido para poder comenzar mañana y reconocer salas y estoy corto de tiempo y...

—Es aquí —lo interrumpí y señalé el gigantesco edificio que estaba a menos de dos pasos de nosotros—, esta es la residencial Norte.

Se pasmó al girar la cabeza y ver el pedazo de cemento, allí estático.

—Oh.

En su rostro había confianza, pero sus brazos no parecían tener la fuerza suficiente como para seguir sosteniendo esa caja. Le eché un ojo a su amigo, quien estaba a par de metros por detrás, con la caja sobre el cemento y la espalda apoyada en un poste. Decidí ser una buena persona, por primera vez en días, y sostuve la caja del pobre chico por debajo. Él la dejó a mi disposición.

—¿Qué número? —pregunté, un poco agitado, la caja sí que pesaba.

—Veinticuatro.

Le hice ojitos al de al fondo para que nos siguiera. Por fortuna, no tuvimos que subir más de una escalera para llegar al apartamento 24, el que, por lógica, estaba en el segundo piso. Eché una mirada hacia atrás un par de veces, para asegurarme de que todo estuviese bien; los dos se susurraban cosas y se empujaban, tal como lo harían dos infantes de primaria. Cuando llegamos a la polvorienta puerta del número 24, me hice a un lado para que abrieran con la llave. Ambos se miraron al instante, y me tomó poco menos de un minuto captar el problema. El amigo del chico de playera negra soltó una risotada.

—Somos unos gilipollas —dejó su caja en el piso y, como tampoco quería seguir cargando una caja de cincuenta kilos, dejé la mía al lado—, yo busco la llave.

—Es probable que la tengan en la recepción del Edificio Ejecutivo —le indiqué, señalando hacia donde habría estado este si no hubiese una pared de concreto de por medio—. Es el rojo con guirnaldas de un color asqueroso.

Él asintió, yéndose por el mismo camino en el que habíamos llegado. El chico de la playera negra suspiró al apoyarse contra la puerta y dejarse caer de trasero contra el piso. Se comenzó a echar viento con uno de los cuadernos que había entre el desorden de una de las cajas.

—Creo que tendré que comprar un ventilador —desde arriba, pude encontrar sus ojos posados en los míos—. Me llamo Francesco, por cierto.

—Judas —me presenté y sonreí, como si intentara caerle bien a un extraño—, y sí. Bienvenido a Woodvale.


 Bienvenido a Woodvale

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JeniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora