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Aún podía recordar el primer día de primaria, incluso entre todos aquellos momentos de mi niñez que se encontraban perdidos en la fosa mental del olvido

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Aún podía recordar el primer día de primaria, incluso entre todos aquellos momentos de mi niñez que se encontraban perdidos en la fosa mental del olvido. Caminé a través del patio de mi escuela, con los nervios incrustados en cada poro de mi cuerpo y esperando lo mejor. Iba desorientado, como cualquier niño que acaba de ser tirado a los lobos y, con el nerviosismo del momento, no escuché todos los gritos del resto de críos que jugaban en el patio. Mi audición se había bloqueado por completo y mi cabeza se enfocaba en entender qué debía hacer y a dónde debía ir, por lo que el resto del mundo se encontraba vetado de mis sentidos. Una vez las voces se hicieron más fuertes que el sonido blanco en mi cabeza, me di cuenta de lo que el resto de pequeños estudiantes intentaban alertarme: me acababa de mear encima.

No fue cualquier meada, claro. Al darme la vuelta, pude ver un largo y húmedo camino que se extendía desde la entrada de la escuela hasta mis pies. Mientras todos a mi alrededor se reían o miraban con disgusto, yo trataba de cubrir la mancha de orina que cubría casi toda la zona del bulto de mi pantalón y el lateral interior de mi pierna derecha. Posterior a ese evento, estuve encerrado en los baños durante la mayor parte de los recesos del año.

Mi cerebro y confianza habían ya evolucionado lo suficiente como para estar seguro de que nada de eso se repetiría en mi primer día en Woodvale. De hecho, no estaba tan nervioso, solo un poco eufórico. Cuando abrí los ojos al despertar, lo hice con el mayor entusiasmo posible. Me levanté del tieso colchón que probablemente me provocaría dolores de espalda en un futuro cercano y, aún con la vista un poco confusa, logré abrirme camino hasta el único baño del departamento.

Perdí diez minutos de mi vida buscando el hilo dental que, según yo, había dejado sobre el lavamanos la noche anterior. Tras encontrarlo metido en un cajón y asear mi boca (odiaba desayunar con esa sensación pútrida dentro de la boca), caminé hasta la cocina con la intención de comer una manzana, el único alimento del que disponía en ese momento. Al abrir el pequeño refrigerador, fui directo al compartimiento inferior, pero las manzanas no estaban allí, sino en el de arriba, junto a muchos paquetes de yogurt que, con toda certeza, sabía que yo no había comprado. Me convencí de que había sido Matt quien dejó los yogures, quizá como una última muestra de aprecio y preocupación. También había un paquete de mantequilla sin abrir dentro de uno de los compartimientos de la puerta, pero no le tomé mucha atención en ese momento, pues estaba seguro de que Matt lo había dejado.

Me llevé la comida hasta la pequeña sala, dejándola sobre la mesa de centro. Me senté en el sofá, con toda la tranquilidad posible, y me di un tiempo para admirar el lugar: limpio, ordenado, desempolvado y reluciente; casi como si no lo hubiese aseado yo. Fue cuando agarré el control de la TV y la encendí para ver un episodio de South Park que me di cuenta de que algo andaba mal.

Me enderecé aterrado pues, en primer lugar, yo no había traído una tele a Woodvale. Mis ojos se despertaron por completo y pude ver todo el resto de cosas que no cuadraban en aquel departamento: los sofás tenían mantas encima, los focos de luz cálida habían sido cambiados por unos de luz blanca, cuadros de animales en poses perturbadoras habían sido colgados en las paredes, había una nueva repisa con un tocadiscos encima, una alfombra beige reposaba por debajo de la mesa de centro y, como si fuera poco, un calendario con fotos de atardeceres había sido clavado en la puerta de entrada.

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