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El resto del camino fue, por lo bajo, incómodo

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El resto del camino fue, por lo bajo, incómodo. Jamás, en los más de diez años que llevábamos de amistad, nos habíamos quedado en silencio por más de 5 minutos. Y no era cualquier tipo de silencio, no, era el silencio más incómodo y corrosivo que dos personas podían llegar a tener entre medio; era un verdadero parásito. Ni si quiera la música ayudó a aliviar esa fastidiosa sensación de ajenidad, y una vez llegamos a Woodvale, supe que nuestra despedida iba a ser insufrible.

—En el folleto dice que la universidad está frente a un lago —intenté romper el hielo, aún sabiendo que él se había memorizado todo el trayecto tres días antes de partir.

—Lo sé.

Nuestro monótono camino por la carretera principal comenzó a agarrar pequeñas señales de vida humana, que fueron escalando hasta convertirse en una profunda y aterradora ciudad que nos miraba de forma imponente a un costado de la carretera. Humboldt era mucho más verde, sí, pero eso no le quitaba atractivo a Woodvale, la gigantesca jungla de cemento en la que quizá algún día me adentraría.

—¿Nervioso?

Lo miré, aunque él no a mí.

—No tanto —valoré su esfuerzo de apaciguar la tensión—, un poco mareado sí.

—El vómito va de la ventana hacia afuera.

Ambos reímos, y me sentí un poco más aliviado.

—De la ventana hacia afuera, entendido.

Unos cortos 15 minutos en carretera transcurrieron hasta ver la primera señal de cercanía a la universidad:


Universidad Estatal de Woodvale



A unos cien metros pasados del cartel, un inmenso lago brotaba de a poco a nuestra derecha, decorado a su alrededor por muchos, muchos árboles. Al ver las edificaciones de la universidad tomar forma, algunos pensamientos indeseados se comenzaron a apropiar de mi mente.

Quiero vomitar.

No, no quiero vomitar. Quiero llorar.

No llores, no eres un niño pequeño.

Pero extraño a mi madre, quizá sigo siendo un niño pequeño.

Oh, mierda, cómo extraño a mi madre.

Parpadeé. De pronto ya estábamos atravesando un gigantesco arco de piedra. Personas con mochilas y libros comenzaban a aparecer de todos lados, cruzándose por delante del auto como si no temiesen a la muerte. Seguimos el camino hasta lo que, al parecer, era el fin del paso de vehículos. Matt estacionó detrás de un extravagante auto rosado y suspiró.

—¿Es la Residencial Norte?

Asentí.

—¿Estás listo?

Negué, y él volvió a suspirar.

—Pues vamos.

JeniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora