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El olor de la mañana era uno de mis placeres culpables

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El olor de la mañana era uno de mis placeres culpables. No acostumbraba a despertar tan temprano (para mí, despertar antes de las 10:00 AM era una barbaridad), sin embargo, algo había en el aire; algo agridulce pero a la vez reconfortante, algo que me hacía sentir descansado y pleno, casi como si hubiese dormido diez horas seguidas en vez de cuatro intermitentes.

—Matthew, estamos en deuda contigo.

Él puso mi última caja de mudanza dentro de su viejo descapotable no descapotado (porque estaba averiado). Se secó el sudor de la frente con un roñoso trapo que había dentro del vehículo y sonrió luego de cerrar la puerta.

—No tienen porqué agradecerme —respondió, mientras se acomodaba la ropa y me ojeaba de a ratos—, no son muchas horas de viaje después de todo.

Mi madre y padre lo miraban como si estuviesen frente a un ángel caído del cielo, y aunque él estaba lejos de ser uno, no podía culparlos. A pesar de mis mil y un intentos de hacer que desistiera, Matt se ofreció ante mis padres para ser la persona que me llevase a través de toda la carretera hasta lo que sería mi nueva y temporal universidad, y así evitar el tener que irme a solas en un deprimente bus de estación. Él moría por salir de la ciudad en el auto que su abuelo le había heredado al fallecer y, apenas supo que mis padres no podrían llevarme, aprovechó la oportunidad.

—Quizá, una vez que Francesco vuelva, podrías entusiasmarlo y enseñarle a conducir.

Reí. Conducir algo que no fuese una bicicleta sonaba aterrador para una persona tan sencilla y temerosa como yo. Había conversado con mi padre sobre esto un centenar de veces, pero hacer que un hombre de 43 años como él cambiase de idea era casi tan difícil como penetrar una roca con una pluma. Matt no sabía esto, pero tampoco tenía por qué saberlo en ese momento, así que seguí la corriente de la conversación.

—Si él está de acuerdo —se me acercó y pego su sudoroso brazo al mío—, será lo primero que hagamos.

Los tres me miraron en silencio.

—Lo hablaremos —dije, intentando perder mi mirada en el cielo.

Mi padre sonrió, le siguió mi madre, el tercero fue Matt y por presión me uní a ellos. Luego, mi padre me abrazó, como nunca, casi tan fuerte como si se estuviese despidiendo de un hijo que se va a la guerra. Mi madre, con los ojos humedecidos, nos rodeó con sus brazos y sollozó. Como cereza sobre el pastel, ambos arrastraron a Matt dentro de ese incómodo abrazo y, segundos después, estábamos los cuatro allí, de pie en el antejardín y unidos en una húmeda masa de carne humana. Era incómodo, mas no inusual. Yo era hijo y reflejo del melodrama hecho pareja, y aunque se me hacían ridículos la mayor parte del tiempo, no podía quererlos más.

Pasaron unos tortuosos cinco minutos antes de que dividiéramos nuestras pieles. Mi mamá se secaba las lágrimas mientras yo caminaba hacia el auto y, una vez tuve el cinturón de seguridad puesto, pude verlos abrazados, con la entrada de la casa por detrás como solía ocurrir en casi todas las películas coming-of-age sobre algún adolescente iluso que se iba a estudiar al otro lado del mundo. Matt arrancó el auto, y esbocé una última sonrisa antes de desaparecer junto a él y su descapotable por las calles de Humboldt.



La carretera estaba desolada, casi tanto como la ciudad misma. No más de treinta minutos de travesía transcurrieron y las señales verdes ya comenzaban a aparecer:



Woodvale 452 KM


Los viajes por tierra no eran mis preferidos, tampoco los marítimos, ni los aéreos. Mi estilo de vida solía ser, entre muchas cosas, bien estático. Mi familia no era de irse de vacaciones a otro continente, ni tampoco de hacer paseos a través de todos los estados del país. Si bien Humboldt no era la ciudad más acogedora, después de unos buenos años de vivencia te terminabas acostumbrando a su lúgubre paz y soledad.

—A este paso, llegaremos cuando ya todos tengan media década de experiencia laboral.

Matt me dio una pequeña palmada en el muslo.

—Si ese tiempo es a tu lado —contestó, destellando una mirada en mi dirección —, creo que vale la pena.

Le arrojé un pedazo de servilleta arrugada que llevaba cargando en mi bolsillo por sabe Dios cuánto tiempo. Aparentemente, su antiquísimo auto no podía ir a más de 90 km por hora. Según él, era porque comenzaba a agitarse y chirrear, y le preocupaba la posibilidad de que se cayera a pedazos. Supuse que era mejor no tentar al destino.

—Te extrañaré —respondí, evitando un poco su cursilería—, espero eso te haga sentir mejor.

De pronto, los árboles pasaron de ir en ráfaga, a ser casi tan lentos como una tortuga. El vehículo se desvió hacia un costado de la carretera y paró luego de un par de segundos de hesitación. Le pregunté a Matt que cuál era el problema, pues era evidente que nuestro destino estaba a muchos más kilómetros por delante, pero no recibí respuesta alguna. De hecho, no recibí ni si quiera una mirada. Sus manos estaban ancladas al manubrio, sus brazos rígidos como antenas y sus ojos perdidos en la nada del camino. Volví a preguntar si algo andaba mal, ya que su expresión me ponía la piel de gallina, mas no obtuve respuesta. Al menos no hasta unos minutos después:

—¿Sabes qué? Soy un cobarde.

Apretó el manubrio con mucha más intensidad, luego giró (por fin) su vista hacia mí. Yo lo observaba, entre todo mi desconcierto, con un poco de temor.

—Lo soy —prosiguió, como si supiera que no tenía palabra alguna dentro de mi boca—, pero quiero dejar de serlo.

Su mano derecha se despegó del cuero del manubrio, estirándose hasta los botones de la radio. La dulce voz de Agnetha Fältskog se cortó de manera abrupta mientras su dedo se agitaba de vuelta al volante. Inhaló y exhaló un par de veces mientras yo comenzaba a teorizar si estaba perdiendo la cabeza o teniendo un ataque al corazón. Cuando al fin me atreví a pronunciarme, me ganó la palabra.

—Si no lo hago ahora, no lo haré nunca.

Dejó caer su torso hacía mí, sus manos hacia mis muslos y pegó sus labios a los míos.

Un beso de algodón que quise detener en un principio, antes de sentir ese cosquilleo agradable en la planta de mis pies y su dedo acariciar mi mejilla. Palabras bobas viajaban por mi cabeza, perdiéndose en el encanto de un momento que no esperaba ni sabía que necesitaba. Entonces, lo besé de vuelta, olvidando por un segundo que se trataba de Matthew Collins, mi amigo de casi-toda la vida. Acaricié su pelo, capturé su aroma a perfume amaderado y sentí su mano sobar mi pierna una última vez antes de separarnos, alejar alientos y recuperar la compostura.

Me estremecí cuando volvió a encender de golpe la radio:


If you're all alone
When the pretty birds have flown
Honey, I'm still free
Take a chance on me



—Lo siento —dijo antes de encender el motor y partir.

JeniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora