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En mi primera clase de la semana, una fuerte de ráfaga de flojera comenzó a azotar a cada una de las personas dentro de aquella sala

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En mi primera clase de la semana, una fuerte de ráfaga de flojera comenzó a azotar a cada una de las personas dentro de aquella sala. Mis compañeros de clase lucían hastiados a muerte, e incluso la vieja Betty, mi profesora de Cálculo II, entrecerraba los ojos y dejaba caer la cabeza de vez en cuando. Intenté tomar atención y entender algo de lo que sea que estuviesemos viendo en clase, pero el solo acto de bostezar se apropiaba de un 90% de mi actividad neuronal. Eso de tener clases a las ocho de la mañana era un método de tortura contemporáneo. Un método de tortura legal y socialmente aceptado. Terrible.

—¿Alguna duda?

La anciana Betty se mantuvo de pie frente a nosotros, expectante. Miré hacia todos los puestos y, sinceramente, nadie parecía estar al tanto de lo que ocurría frente a nuestros ojos. Betty esperó un par de segundos más, y al ver que nadie se pronunciaba ni movía una sola ceja, prosiguió con el resto de su clase. Un montón de números, letras; signos de suma, resta, multiplicación, división: aquella pizarra era, a mis ojos, un montón de garabatos sin sentido. Una mescolanza de rayas de plumón. Una ensalada de simples e incomprensibles cosas.

La hora no ayudaba en lo absoluto, por cierto. El reloj avanzaba a lentos y tiesos pasos y ya comenzaba a causarme fatiga. Entendí que el tiempo sí que era relativo, pues no encontraba otra explicación a que mis segundos se sintieran como años. Me preguntaba si el resto percibía el tiempo casi tan lento como yo en ese momento, o si también les pesaba el cerebro como a mí. Decidí ignorar a la pobre y agotada Betty durante el resto de la clase y enfocarme en aquellas cosas que me harían salir de aquel calvario mucho más rápido.

Intenté imaginar a todo el mundo completamente desnudo, y más que entretenido, fue traumático. Abrí mi cuaderno en la última hoja y comencé a garabatear la plana con dibujos de flores y mandalas. Mis pocas habilidades no se basaban para nada en el dibujo, claro, así que lo dejé a los minutos, pues hasta los rayones en la pizarra tenían más atractivo que los míos. Traté de leer un poco en mi celular, pero estuve más tiempo buscando un libro para descargar en sitios ilegales que leyendo el libro en cuestión. Harry Potter de verdad que no era para mí, así que terminé por rendirme ante el poder de las redes sociales y comencé a vagar entre ellas. Memes, memes, información falsa, más memes, información valiosa que dejaría guardada para nunca más volver a visitar y más memes. Al menos los memes sí que podía comprenderlos, por lo que estuve un buen rato deslizando a través de Instagram, saltando entre las stories de mis amistades, viendo videos sin sonido y discutiendo con extraños en comentarios de publicaciones de varias páginas de noticias.

Entré a mis historias solo para verlas por décima vez en lo que iba de mañana. No tenía muchos seguidores, pero la mayoría de ellos interactuaba con las estupideces que subía a diario. ¿Mi mayor fan? Falk. En persona podía ser la persona más insoportable, pero por internet no hacía nada más que tirarme flores. Siempre me respondía las historias con algún emoji o algún chiste, y nunca se perdía nada de que lo subía, por lo que siempre veía su usuario en la lista de vistas de mis stories.

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⏰ Última actualización: May 30, 2024 ⏰

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