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Me recosté en mi cama, dejando el teléfono a un costado de mi almohada, y esperé aquel mensaje de Matt durante varios minutos

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Me recosté en mi cama, dejando el teléfono a un costado de mi almohada, y esperé aquel mensaje de Matt durante varios minutos. Ya se nos había hecho costumbre el chatear una vez terminada la semana, durante una o dos horas. Nos manteníamos al tanto de la vida del otro, informándonos de cada movimiento o situación que estuviera por fuera de los parámetros de lo común. Era una buena forma de pasar tiempo juntos a pesar de la distancia. De aquella forma sabíamos que aún estábamos el uno para el otro.

Tenía tanto que contarle, pues mi semana sí que había sido inesperada. Moría de ganas de contarle que mi profesora de Análisis del Discurso dijo que era uno de sus mejores alumnos, pues hasta aquel momento podría haber jurado que aquella señora era una reptiliana sin sentimientos. Quería contarle que me había inscrito en un curso de lengua de señas, y también en uno de inglés. Ansiaba revelarle que, luego de varios días reacio a la idea, por fin había logrado entablar alguna extraña y vertiginosa clase de relación amistosa con algunas personas de mi clase. Por último, anhelaba contarle cómo me había reencontrado con Judas, el chico que nos ayudó a encontrar la residencial el día en el que llegamos a la universidad por primera vez. Es más, hasta habíamos comido juntos de nuevo e intercambiado nuestros números. Estábamos a nada de convertirnos en amigos, y eso sí que me emocionaba.

Así que esperé con ambos ojos cerrados a que ese mensaje de buenas noches llegara. Me mantuve expectante, con la oreja bien parada para poder recibir aquel «tinnnnk» con emoción. Esperé, esperé y esperé, pero nunca lo hizo. El mensaje nunca llegó.

Está bien. Quizá se quedó dormido.
Tal vez debería mandar yo el primer mensaje por esta vez.
O puede que esté ocupado, mejor no lo molesto.

Era muy probable que Matt estuviese exhausto, no lo colgaría a muerte por ello. Agarré mi celular y salté de la cama. Aún me quedaban un par de horas para irme a dormir, así que algo debía hacer para matar el tiempo.

Me senté en mi escritorio con toda la intención de estudiar. Abrí mis cuadernos, saqué mis apuntes, abrí el material digital en la computadora y hasta me puse mis lentes ópticos, cosa que nunca, jamás hacía. Comencé a leer, a devorar palabra tras palabra, número tras número, signo tras signo. Muy pocas cosas lograban agarrar sentido, por lo que tuve que leer los mismos párrafos una, otra y otra vez. Llegado a un punto, supe que lo más sensato era rendirme. Ya tendría otras instancias para nutrir mi cerebro.

No era el tipo de estudiante que amase y le apasionase estudiar y aprender cosas nuevas cada día, pero algo hacía. Lo intentaba al menos, y eso fue algo que siempre le dije a mis padres, algo que siempre les dejé en claro. «No esperen milagros de un simple mortal. Hago lo que puedo».

Aquel esfuerzo fue suficiente para sobrevivir y pasar cada año de escuela sin fallar ninguna materia. Hasta el momento, me funcionaba de maravilla en la universidad también, así que no había por dónde perderse.

JeniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora