Se escuchó el silbato de mediodía y el sonido de las sierras se detuvo. Luz Noceda se quitó el sombrero empapado en sudor y se limpió la frente. Los demás trabajadores hicieron lo mismo, se refugiaron en la sombra y se empezaron a quejar del calor o de los sándwiches que les habían puesto en las cacerolas.
Luz Noceda había aprendido a no quejarse. El calor todavía no le molestaba y no tenía pareja ni almuerzo. Sólo contaba con tres manzanas verdes que había robado de un árbol en algún patio trasero de la localidad y un cuarto de suero de leche que había encontrado en un recipiente que alguien dejó solo.
Sus compañeros de trabajo se sentaron a la sombra en el patio del aserradero, apoyando las espaldas en los pinos de incienso y parloteando mientras comían. Sin embargo, Luz se sentó sola, apartada de los demás; no le gustaba tratar con otras personas, ya no.
El capataz, , cruzó el patio para reunirse en el sector donde se encontraban los hombres. Era un sujeto gordo y bajo de estatura, que tenía la nariz respingona y ancha, orejas pequeñas, cuello corto y el cabello oscuro cortado casi al rape, del que asomaban unos rojizos diminutos que se enroscaban como los engranes de un reloj.
Mientras mordía una de las manzanas amargas, Luz recordó el patio trasero tan bien cuidado de donde había robado el suero de leche. Tenía un macetón esmaltado con muchas flores bonitas color rosa sobre un tocón de árbol cerca de la puerta. Un bebé lloraba adentro de la casa.
Había un tendedero con sábanas, pañales, paños de cocina y suficientes pantalones vaqueros como para que pasara inadvertida la desaparición de un par. Había también un número igual de camisas azules de batista, de las que generosamente decidió tomar la que tenía un agujero en el codo. Vio, asimismo, un arco iris de toallas. Eligió una verde, porque en algún lugar de su memoria había una mujer de ojos verdes que había sido bondadosa con ella y le había hecho preferir para siempre ese color por sobre todos los demás.
La toalla verde estaba mojada, Luz había envuelto el recipiente de leche con ella. La dobló y la puso a un lado, desenroscó, bebió y reprimió una mueca. El suero de leche sabía tan dulce que empalagaba, y aun con la toalla húmeda no logró mantenerla fresca.
Sentada, con la cabeza apoyada en el pino, Luz notó que Tibbles la observaba mientras se ponía de pie muy despacio; con la misma lentitud, Luz colocó el recipiente en el suelo. Tibbles caminó pavoneándose y se detuvo al lado de las piernas extendidas de Luz, abrió las suyas y se plantó firmemente frente a ella, con las manos rollizas en jarra.
Hacía cuatro días que Luz había llegado a trabajar a ese lugar, sólo cuatro en esta ocasión, pero reconocía esa mirada en el rostro del capataz.
-¿Noceda? -Tibbles habló en voz alta de manera que los demás pudieran oírlo-. Pensé que dijiste que eras de Dallas.
Luz enderezó la espalda mientras se alejaba del árbol. Sabía cuándo tenía que mantener la boca cerrada. Sin dejar traslucir ninguna expresión, levantó la mirada hacia Tibbles.
-¿Estás diciendo que de ahí vienes?
Luz rodó sobre sí misma, como si fuera a levantarse. Tibbles plantó una bota en la entrepierna de Luz y la empujó con fuerza.
-¡Te estoy hablando, marimacho! -le espetó.
Luz apoyó las palmas en la tierra.
-He estado ahí-respondió con estoicismo.
-También has estado en Huntsville, ¿no es así?
Una sensación asfixiante de sojuzgamiento, como la bilis, subió por la garganta de Noceda. Era un sentimiento degradante y ya familiar. Pero ella había aprendido a no responder a ese tono de superioridad, especialmente cuando oía la palabra "marimacho" dicha con la intención de empequeñecer a una mujer como ella y hacer ver poderoso a quien lo decía.
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LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL AMOR -LUMITY ADAPTACIÓN-
RomanceAmity Blight. En la ciudad la llamaban "la viuda loca". Pero Amity no era ajena a las burlas de sus semejantes, había sido una forastera durante toda su vida y crecido en un viejo caserón bajo la estricta guía de sus fanáticos abuelos. Ahora estaba...