Katrina Denovan
Como era domingo por la noche, ayudé a cerrar el bar sobre las diez y me acosté a las once. Mi padre y yo no nos dijimos ni una palabra más, probablemente porque no había nada más que decir. Él subió las escaleras e hizo lo suyo y yo hice lo mío. Cuando se tiró al sofá con un paquete de seis cervezas y el mando de la tele en la mano, entré en mi habitación y cerré con llave la puerta del dormitorio, algo que nunca había hecho antes.
Nunca pensé que alguien pudiera entrar a la fuerza y hacerme daño, al menos no todavía; pero me sentí mejor sabiendo que la cerradura podría retrasar su entrada, hasta que pudiera llamar al 911. Puse el móvil en la mesilla de noche y conecté el cargador sin apagar el teléfono. Normalmente lo apagaba por la noche para recargar, pero ya no. Puedes llamarme paranoica, yo lo llamo estar preparada.
Me quité toda la ropa, me puse el pijama y me metí bajo las sábanas. Estaba exhausta, como si hubiera pasado el día empujando piedras en las colinas, en lugar de llevar bebidas a los clientes. El estrés podía hacer eso, chuparte la vida como el cáncer se la chupó a mi madre.
Me la imaginaba mirando desde el cielo, furiosa con mi padre por lo que me había hecho, por lo que se había hecho a sí mismo. Ella siempre lo amó a pesar de sus defectos y me preguntaba si lo apoyaría, si todavía estuviera viva. Lo más seguro era que sí. Siempre fue mucho más tolerante con él que yo.
Lloré durante un rato, sentía mucha pena por mí misma, al tiempo que odiaba y temía a mi padre. Una vez que no tuve más lágrimas, me di la vuelta para intentar dormirme, pero no podía desconectar mi cerebro. Cuando empecé a sumirme en un suave sopor, regresó a mi cabeza la conversación que había tenido con Bethany.
Su pregunta me sorprendió al principio. ¿Seguía siendo virgen? No podía creer que, en un momento como aquel, me fuera a dar la lata sobre los hombres que debería follarme porque me miraban igual que a ella.
Quise decírselo, pero no lo hice porque no deseaba volver a discutir sobre mi virginidad. Bethany sabía que yo todavía era virgen. Ya habíamos tenido aquella charla un montón de veces y siempre quedábamos igual.
—¿Podrías follarte a alguien ya, por favor? —decía. Luego comenzaba el despotrique—. Te sorprenderá lo bien que lo pasas, una vez que te desfloren.
Bethany estaba lejos de ser una poetisa, pero probablemente tenía razón. Tenía tanta tensión sexual acumulada en mi cuerpo que a veces pensaba que podría explotar. No me malinterpretes, no soy una mojigata, ni me estoy reservando para el matrimonio por motivos religiosos o morales.
Era virgen por dos razones: falta de oportunidades y falta de un hombre con el que quisiera acostarme. Eso era todo. Había conocido algunos chicos con los que me hubiera gustado perder la virginidad, pero nunca había conocido a un tipo al que ofrecérsela y no iba entregársela al primero que llegara, solo porque necesitara liberarme de ella. Y no se trataba de amor ni de ninguna de esas tonterías. Se trataba de deseo y pasión.
Cuando entregue mi virginidad será porque desee tanto al hombre que no podré contenerme, no porque Bethany me haya dicho que me sentiría bien.
No era la pregunta de Bethany sobre mi virginidad lo que me mantenía despierta. Era lo que me dijo después, lo que me tenía tan inquieta, la razón detrás de la pregunta.
—Hay una subasta —dijo, mirando alrededor del bar para asegurarse de que nadie estaba escuchando—. Lo hacen de vez en cuando, en una gran finca a las afueras de la ciudad. Los tipos ricos pujan por la virginidad de la chica. Cien mil dólares es la oferta inicial. A veces llega a varios cientos de miles. El tipo que hace la oferta más alta se queda con la chica todo el fin de semana y ella tiene que hacer lo que él le pida sexualmente, dentro de lo razonable, por supuesto. La violencia no está permitida, pero sí un ligero BDSM.