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Katrina Denovan

Cuando llegué a casa alrededor de las diez, encontré a mi padre detrás de la barra con un lápiz y un portapapeles en la mano, haciendo inventario de las botellas de licor y cerveza en la nevera, como si fuera un día más en el negocio y todo estuviera bien con el mundo. Como si no tuviera a unos tipos amenazando con matarlo.

El bar no abriría hasta dentro de unas horas, así que todas las luces estaban encendidas y tenía la radio encendida, escuchando a uno de esos comentaristas políticos bocazas que oía todo el tiempo. No creía que mi padre fuera especialmente político. Solo le gustaba el ruido. Una vez dijo que le hacía compañía.

Nunca hice caso al triste comentario, hasta ese momento que lo miré a través del pequeño cristal de la puerta de la cocina. Se veía muy pequeño y solo detrás del bar. Nunca había pensado en lo apenado que debía haber estado por la muerte de mamá. Nunca había pensado realmente en sus sentimientos.

Había usado mi llave para entrar por la puerta trasera y cuando llegué a la cocina, saltó al verme.

—Jesús, niña, casi me matas del susto. —Lanzó el portapapeles sobre la barra y se pasó una mano por la frente. Recuperó el aliento durante un minuto y forzó una sonrisa, esperando que me sentara en un taburete.

Puse el maletín en el suelo y junté los dedos en la barra.

—¿Quieres una Coca-Cola o algo? Puede que quede algo de café en la cafetera.

Sonreí.

—No, estoy bien.

Agarró un trapo y lo frotó entre las manos.

—Entonces, ¿qué tal por Atlantic City?

Le dije que iba a pasar el fin de semana a Atlantic City con Bethany, para que no se preocupara ni sospechara nada. También era la tapadera perfecta para explicar cómo llegué a casa con tanto dinero.

Coloqué el maletín en la barra y abrí los cerrojos.

—Fue un buen fin de semana. De hecho… —Giré el maletín para enseñárselo.

Cuando abrí el maletín y vio las pilas de billetes de veinte dólares, pensé que se le iban a salir los ojos de la cara.

—Jesús, José y María, ¿de dónde habéis sacado ese dinero? —Metió la mano en el maletín y pasó la punta de los dedos por los montones de billetes. Sabía que mostrarle a un adicto al juego tanto dinero era como darle las llaves de un laboratorio de metanfetaminas a un adicto al crack. Juguetonamente le di un golpe en el dorso de la mano y lo cerré—. Como he dicho, tuve un muy buen fin de semana. Una buena racha en la mesa de la ruleta.

—¿Ruleta? —Miraba el maletín, aunque yo había cerrado la tapa y puesto mis brazos encima. Entrecerró los ojos hacia mí como si buscara una mentira en mis labios—. No sabía que supieras jugar a la ruleta.

—Bueno, en realidad no hace falta saber jugar a la ruleta —expliqué—. Solo tienes que elegir un color, un número y darle una vuelta. Fue la suerte del principiante.

—¿Cuánto hay? —preguntó con cautela.

Pude ver una película de sudor cubriendo su frente y su labio superior. Se limpió con el trapo de la barra y miró fijamente el maletín.

—Suficiente para pagar tu deuda y poder pasar un par de años en la universidad.

—¿Pagar mi deuda? —Levantó las manos y sacudió la cabeza—. No, de ninguna manera, pagaré mis propias deudas. Ya me las arreglaré. No necesito que pagues por mis pecados.

SUBASTADA [Autora MIA FORD]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora