Katrina Denovan
Estaba empezando a asustarme. Eran casi las seis y no había sabido nada de mi padre, que se había ido casi siete horas. Y como no había tenido noticias, no había enviado un mensaje de texto ni llamado a Nicky para fijar una cita para aquella noche. Los viejos sentimientos de temor, los que solían flotar sobre mi cabeza como una nube oscura, volvieron mientras daba paseos por la habitación y miraba ocasionalmente por la ventana. ¿Volvería mi padre a casa? Y si era así, ¿en qué estado se encontraría cuando llegara?
Tuve la sensación de que algo iría mal, cuando se marchó a pagar su deuda de juego. La gente con la que trataba no era agradable ni operaba dentro de los límites de la ley. Eran matones y criminales, capaces de herir o incluso matar para conseguir sus objetivos. Mi padre estaba en grave peligro. Podía sentirlo en mis huesos.
Intenté llamarle al móvil de nuevo y saltó el buzón de voz. Había estado intentándolo, cada diez minutos, durante varias horas. Le había dejado una docena de mensajes, rogándole que me llamara para hacerme saber que estaba bien. La sensación de oscuridad era tan fuerte que no abrí el bar. Mantuve el letrero de «cerrado» en la puerta y las luces apagadas. Los clientes vinieron y llamaron, pero los ignoré y no los dejé entrar.
Estaba a punto de llamar de nuevo al móvil de papá cuando oí un ruido que venía de la cocina. Irrumpí a través de la puerta para encontrarlo de rodillas en la puerta trasera. Gracias a Dios, estaba vivo, tratando de levantarse del suelo. Me apresuré y le ayudé a sentarse con la espalda contra la pared. Mi corazón se detuvo cuando miré su cara. Le habían hecho papilla.
—Oh, Dios mío, papá, ¿qué ha pasado? —Grité, sujetándolo por los hombros.
Lo revisé con un vistazo y observé sus ojos casi cerrados e hinchados. Su nariz estaba rota y sangraba, así como los labios que estaban partidos. Su cara, camisa y chaqueta estaban cubiertas de sangre seca.
—Estoy bien —susurró, extendiendo sus manos para alcanzarme sin verme—. Solo necesito... acostarme.
—Dios mío, papá, no estás bien. —Tomé sus manos y las apreté fuerte—. Necesitas un médico. Voy a llamar a una ambulancia y a la policía.
—No, no, no hagas eso —dijo desesperado y agarrando mis manos—. Eso solo empeorará las cosas. —Apoyó la cabeza contra la pared y me miró a través de la rendija que quedaba en su ojo derecho—. Por favor, déjame descansar un minuto. Estaré bien.
Respiré profundamente y lo dejé salir. Corrí al lavabo y mojé un trapo frío y se lo llevé. Se lo llevó a los labios partidos—. Gracias... estoy bien... solo necesito un minuto.
—Papá, dime qué ha pasado.
—Él dijo que no era suficiente.
—¿Quién dijo que no era suficiente? ¿Qué significa eso?
Luchó por respirar a través de sus labios hinchados. Su nariz estaba completamente rota.
—Dijo que había más dinero. Dijo que los setenta y cinco mil dólares no eran suficientes. Lo quiere todo. El hijo de puta quiere todo.
Sentí un escalofrío que me subía por la columna vertebral.
—Papá, dime exactamente lo que dijo. Palabra por palabra.
Se lamió los labios e intentó tragar.
—Dijo que tenías doscientos mil dólares. Lo quiere todo o nos matará a los dos.
El aliento se me atascó en la garganta.
—¿Cómo supo que tenía tanto dinero? Papá, ¿cómo lo supo? ¿Se lo has dicho?
Dejó que su cabeza rodara de lado a lado.
—No, no tenía ni idea de cuánto tenías. Dijo que tenías doscientos mil dólares en un maletín y que quería cada centavo o nos mataría a los dos.
Tragué la bola de miedo que se había alojado en mi garganta.
—Papá, dime el nombre del hombre.
—No, Katrina, no puedes luchar contra esa gente y no puedes llamar a la policía. —Tosió y se puso la toalla en los labios que quedó empapada de sangre roja y brillante—. Tienes que irte, Katrina. Tienes que salir de la ciudad.
—¡Papá, maldita sea, dime el nombre del hombre que te hizo esto!
Cuando mi padre dijo el nombre del hombre que había amenazado nuestras vidas, tuve que luchar contra las lágrimas. Sabía que mi cambio de fortuna había sido demasiado bueno para ser verdad y demasiado bueno para durar.
La gente como yo no estaba destinada a ser feliz.
Había tenido un fin de semana glorioso y fui rica por poco tiempo.
Ahora, todo estaba desapareciendo.
*
Ayudé a mi padre a acostarse y luego limpié sus heridas lo mejor que pude. Parecía más de lo que era, que ya era bastante. Las bolsas de hielo disminuyeron la inflamación alrededor de los ojos morados y los labios partidos, pero su nariz estaba rota y necesitaba ser arreglada, además, el pómulo derecho sobresalía más de lo debido. Prometió que me dejaría llevarlo al hospital al día siguiente y yo acepté de mala gana.
Le di un par de analgésicos y me senté a su lado hasta que se durmió. Luego bajé al bar, saqué el maletín helado al haber estado en la nevera de la cerveza y fui a enfrentarme al hombre que le había hecho aquello a mi padre y a mí.