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Conocer a Ádriel, fue como volver a notar la primera nevada de invierno después de meses exhaustivos.

Día tras día, él era el único que lograba producir en mi algún tipo de júbilo.

El señor Combell dejaba a la intemperie su desprecio hacia Ádriel. Aquél anciano blasfeme pretendía finalizar mi amistad con el nombrado.

Ádriel Monteil, era un joven que conocí en mis pocos años de edad, solía acompañarme a mi casa al terminar las clases, una tarde me narró como él y su madre, entrambos comerciantes judíos, emigraron a Meissen, por una invasión en su ciudad de origen.

El mediodía de una tarde de mayo, Ádriel se presentó a deshora en el porche de mi vivienda. Yo, que discernía que a mi tutor le hiciera gracia aquel inesperado visitante, evadí cualquier encuentro con el señor Combell y partí a mi encuentro con Ádriel.

Caminábamos por las calles que chapoteaban al pisar baldosas sueltas y acompañados por gotas intermitentes que caían del edén. Transitábamos como almas perdidas en busca de un rincón en el que residir unas horas. Mi nacionalidad no era alemana, al igual que la de Ádriel, pero por algún motivo, el citado debía portar un símbolo identitario aparentemente parecido a una estrella, el cual, prohibía el paso a determinados establecimientos.

Cartas de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora