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Había pasado un año y seis meses desde que fui a vivir con los señores Combell, yo seguía sin estar unida a ellos, no eran muy habladores, de hecho nunca me dijeron que fué de mis verdaderos padres, pregunté muy seguidamente, hasta que dejé de hacerlo; probablemente murieron, pensé.

En mis pocos años de vida, ya había presenciado muy de cerca a la muerte, para mí, esa figura tan mal vista por la gente, la consideraba como un ángel que vagaba junto a mí.
Mis abuelos paternos y maternos murieron, y yo continuaba sin verla con malos ojos, mi padre siempre me hizo creer que ella, llamada cruel y fría por los mortales, se llevaba a una vida de paz a los que morían, al fin y al cabo, los muertos no perjudican, a los que hay que temer es a los vivos. Mis padres habían tenido suerte, pensaba.

Consideraba que era alguien que caminaba siempre por encima de todos, estudiándonos, observándonos, cavilando a que privilegiado llevarse consigo.

Una tarde de llovizna de 1927, la señora Combell sufrió un ataque al corazón, murió esa misma noche. El señor Combell, que parecía no haberse percatado en ningún momento durante las siguientes tres semanas de la pérdida de su esposa, decidió marchar conmigo hacia Alemania.


Cartas de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora