CAPITULO L

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¡Qué enorme diferencia había entre los sentimientos de Emma al salir de su casa y al volver a entrar en ella! Había salido al jardín sin atreverse a esperar más que un pequeño respiro para sus zozobras... Y ahora se sentía invadida por una maravillosa sensación de felicidad... felicidad que, además, sabía que iba a ser aún mayor cuando hubiese pasado la turbación de aquellos primeros momentos.

Se sentaron a tomar el té... las mismas personas reunidas en torno a la misma mesa... ¡Cuántas veces se habían reunido los tres en aquel mismo lugar! ¡Y cuántas veces los ojos de Emma se habían posado en los mismos arbustos que crecían en la hierba, y habían contemplado el hermoso efecto de la puesta de sol! Pero nunca en aquel estado de ánimo, nunca como aquella vez; y ahora le resultaba difícil dominarse lo suficiente para ser la atenta ama de casa de siempre, incluso la hija cariñosa de costumbre.

El pobre señor Woodhouse no podía estar más lejos de sospechar lo que se estaba tramando contra él en el corazón de cualquier hombre a quien había acogido con tanta cordialidad, a quien había preguntado con tanto interés si no se había resfriado al venir de Londres bajo la lluvia... De haber podido penetrar en su corazón, se hubiera preocupado muy poco por sus pulmones; pero sin imaginar ni el más remoto atisbo de los peligros que le amenazaban, sin advertir ni la menor diferencia anormal en el aspecto o la actitud de ninguno de los dos, les repitió feliz y tranquilo todas las noticias que acababa de darle el señor Perry, y siguió conversando con ellos muy satisfecho de sí mismo, incapaz de sospechar las noticias que ellos a su vez hubieran podido contarle.

Mientras el señor Knightley permaneció en la casa, la agitación de Emma no se calmó; pero una vez se hubo ido empezó a tranquilizarse un poco y a lograr dominarse... y durante toda la noche que pasó en vela, que fue el precio que tuvo que pagar por una tarde como aquella, vio que había una o dos cuestiones muy graves sobre las que reflexionar y que le hicieron advertir que incluso su felicidad no iba a dejar de tener ciertas sombras. Su padre... y Harriet. No podía quedarse a solas sin darse cuenta de la enorme importancia que tenían para ella los derechos de ambos; y lo difícil era conseguir para los dos la máxima felicidad posible. Con respecto a su padre el problema solo admitía una solución. Apenas sabía lo que el señor Knightley iba a exigir; pero tras un breve sondeo de su propio corazón, adoptó la solemne decisión de no abandonar nunca a su padre... Incluso descartó la simple idea de hacerlo, como si solo al pensarlo se hiciese responsable de una grave culpa. Mientras él viviera sólo debía prometerse, no casarse; pero se dijo a si misma que, alejado el peligro de perderla, aumentaría el bienestar y la seguridad de su padre... En cuanto al mejor modo de obrar con respecto a Harriet, la decisión era mucho más difícil... ¿Cómo evitarle un dolor innecesario? ¿Cómo sacrificarse por ella dentro de lo que fuera posible? ¿Cómo conseguir demostrarle que no era su enemiga? En lo tocante a estos puntos, sus dudas y su desasosiego no podían ser mayores... y su memoria tuvo que volver a evocar una y otra vez aquellos amargos reproches, aquellas penosas lamentaciones que no habían dejado de obsesionarla los últimos días... Por último solo pudo decidir que seguiría evitando encontrarse con ella y que le comunicaría todo lo que tuviera que decirle por carta; pensó que en aquella situación lo mejor sería que Harriet se fuera de Highbury por algún tiempo, y pasando ya a esbozar otro plan, casi concluyó que podría lograrse que la invitaran a Brunswick Square... Isabella estaría encantada de tener a Harriet a su lado... y unas cuantas emanas en Londres no dejarían de distraerla... Por otra parte no creía que Harriet fuese una muchacha como parea olvidar sus pesares distrayéndose con cosas nuevas y distintas, con calles tiendas y niños. En todo caso, sería una prueba de atención y de cariño por parte de ella, que era la responsable de todo; una separación momentánea; un aplazamiento de aquel triste día en el que era forzoso que volvieran a encontrarse todos juntos.

Emma.  Jane Austen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora