A su manera, al señor Woodhouse le gustaba la compañía. Le gustaba muchísimo que sus amistades fueran a verle y que se sumaran una serie de factores, su larga residencia en Hartfield y su buen carácter, su fortuna, su casa y su hija, haciendo que pudiese elegir las visitas de su pequeño círculo, en gran parte según sus gustos. Fuera de este círculo tenía poco trato con otras familias; su horror a trasnochar y a las cenas muy concurridas impedía que tuviera más amistades de las que estaban dispuestas a visitarle según sus conveniencias. Afortunadamente para él, Highbury, que incluía a Randalls en su parroquia, y Donwell Abbey en la parroquia vecina (donde vivía el señor Knightley) comprendía a muchas de tales personas. No pocas veces se dejaba convencer por Emma, e invitaba a cenar a algunos de los mejores y más elegidos, pero lo que él prefería eran las reuniones de la tarde, y a menos que en alguna ocasión se le antojase que alguno de ellos no estaba a la altura de la casa, apenas había una tarde de la semana en que Emma no pudiese reunir a su alrededor a personas suficientes para jugar a las cartas.
Un verdadero aprecio, ya antiguo, dio entrada a los Weston y al señor Knightley; y en cuanto al señor Elton, un hombre que vivía solo contra su voluntad, tenía el privilegio de poder huir todas las tardes libres de su negra soledad, y cambiarla por los refinamientos y la compañía del salón del señor Woodhouse y por las sonrisas de su encantadora hija, sin ningún peligro de que se le expulsara de allí.
Tras éstos venía un segundo grupo; del cual, entre los más asiduos figuraban la señora y la señorita Bates, y la señora Goddard, tres damas que estaban casi siempre a punto de aceptar una invitación procedente de Hartfield, y a quienes se iba a recoger a su casa tan a menudo, que el señor Woodhouse no consideraba que ello fuese pesado para James ni para los caballos. Si sólo hubiera sido una vez al año, lo hubiera considerado como una gran molestia.
La señora Bates, viuda de un antiguo vicario de Highbury, era una señor muy anciana, incapaz ya casi de toda actividad, exceptuando el té y el cuatrillo. Vivía muy modestamente con su única hija, y se le tenían todas las consideraciones y todo el respeto que una anciana inofensiva en tan cómodas circunstancias puede suscitar. Su hija gozaba de una popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de las peores para que gozara de tantas simpatías; y no tenía ninguna superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los que hubieran podido detestarla y hacer que le demostraran un aparente respeto. Nunca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se había decidido a cuidar de su decrépita madre, y a la empresa de hacer con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia. Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba estas maravillas. Quería a todo el mundo; se consideraba a sí misma un ser muy afortunado, a quien se había dotado de algo tan valioso como una madre excelente, buenos vecinos y amigos y un hogar en el que nada faltaba. La sencillez y la alegría de su carácter, su temperamento contentadizo, complacían a todos y eran una fuente de felicidad para ella misma. Le gustaba mucho charlar de asuntos triviales, lo cual encajaba perfectamente con los gustos del señor Woodhouse, siempre atento a las pequeñas noticias y a los chismes inofensivos. La señora Goddard era maestra de escuela, no de un colegio ni de un pensionado, ni de cualquier otra cosa por el estilo en donde se pretende con largas frases de refinada tontería combinar la libertad de la ciencia con una elegante moral a cerca de nuevos principios y nuevos sistemas, y en donde las jóvenes a cambio de pagar enormes sumas pierden salud y adquieren vanidad, sino una verdadera, honrada escuela de internas a la antigua, en donde se vendía a un precio razonable una razonable cantidad de conocimientos, y a donde podía mandarse a las muchachas para que no estorbaran en casa, y podían hacerse una pequeña educación sin ningún peligro de que salieran de allí convertidas en prodigios. La escuela de la señora Goddard tenía muy buena reputación, y bien merecida, pues Highbury estaba considerado como un lugar particularmente saludable: tenía una casa espaciosa, un jardín, daba a las niñas comida sana y abundante, en verano dejaba que corretearan a gusto, y en invierno ella misma les curaba los sabañones. No era, pues, de extrañar que una hilera de a dos de unas cuarenta jóvenes la siguieran cuando iba a la iglesia. Era una mujer sencilla y maternal, que había trabajado mucho en su juventud, y que ahora se consideraba con derecho a permitirse el ocasional esparcimiento de una visita para tomar el té; y como tiempo atrás debía mucho a la amabilidad del señor Woodhouse, se sentía particularmente obligada a no desatender sus invitaciones y a abandonar su pulcra salita, y pasar siempre que podía unas horas de ocio perdiendo o ganando unas cuantas monedas de seis peniques junto a la chimenea de su anfitrión.
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Emma. Jane Austen.
RomanceEmma Woodhouse una joven inteligente pero mimada, vive intentando hacer de casamentera entre sus amistades teniendo ella misma la convicción de no casarse nunca. Hasta que un día llega al pueblo Frank Churchill, un rico y apuesto joven, que la hace...