Capitulo 17

12 3 0
                                    

Tengo menos de cuatro semanas para averiguar la verdad.

Zayn cree que no lo conozco. Y quizá tenga razón.

Tomo pastillas. Bebo agua. La habitación está oscura. Mamá está en la puerta, mirándome. No le digo nada.

Paso dos días en cama. De vez en cuando las punzadas agudas se suavizan y son solo un dolor. Entonces, si estoy solo, me incorporo y escribo en el montón de notas que tengo encima de la cama. Son preguntas más que respuestas.

La mañana que me encuentro mejor, el abuelo viene temprano a mi habitación. Lleva unos pantalones blancos y una chaqueta azul. Yo estoy tirado en la cama mirando al techo.

—Me voy a Edgartown —dice el abuelo—. ¿Quieres venir? Si no te importa la compañía de un viejo.

—No sé —bromeo—. Estoy muy ocupado mirando el techo. Podría tardar todo el día.

—Te compraré regalos, como cuando eras niño.

—¿Y dulce de azúcar?

El abuelo se ríe.

—Claro, y dulce de azúcar.

—¿Es idea de mamá?

—No —se rasca el acopetado pelo blanco—. Pero no quiere que vaya solo en la lancha. Cree que podría desorientarme.

—A mí tampoco me dejan conducir la lancha.

—Ya lo sé —dice, y sostiene las llaves en alto—. Pero tú madre no es la jefa. Aquí mando yo.

Decidimos desayunar en la ciudad. Queremos alejarnos del muelle de Beechmoore antes de que mamá nos detenga. Edgartown está lleno de cercas blancas y casas de madera del mismo color con jardines floridos. En las tiendas venden cosas para turistas, helados, ropa cara, joyas antiguas. Los barcos salen del puerto para realizar excursiones de pesca y cruceros panorámicos.

El abuelo parece el de antes. Va derrochando dinero. Tomamos café y cruasanes en una pequeña panadería con taburetes junto a una ventana. Pedimos mucho dulce de azúcar en Murdick's Fudge: de chocolate, de chocolate y nueces, de mantequilla de cacahuete y de azúcar moreno.

Curioseando en una de las galerías de arte, nos encontramos al abogado del abuelo, un tipo estrecho de hombros y con el cabello entrecano llamado Richard Thatcher.

—Así que este es Louis —saluda Thatcher, que me estrecha la mano—. He oído hablar mucho de ti.

—Lleva el patrimonio —dice el abuelo a modo de explicación.

—El primer nieto... —comenta Thatcher—. No hay nada que iguale esa sensación.

—Y además tiene la cabeza muy bien amueblada —añade el abuelo.

Siempre ha sido muy dado a hablar con frases hechas. «Nunca te quejes y nunca des explicaciones». «No aceptes un no por respuesta». Pero me molesta que las use para hablar de mí. ¿«La cabeza muy bien amueblada»? Mi cabeza es puro caos, ahí están los diagnósticos médicos... El curso que viene no iré a la universidad; he dejado todos los deportes que practicaba y los clubes a los que pertenecía; la mitad del tiempo voy colocado de Percocet y ni siquiera soy agradable con los demás.

Aun así, al abuelo le brilla la mirada mientras habla de mí.

—Se parece a ti —dice Thatcher.

—¿Verdad que sí? Aunque yo era más guapo de joven.

Los dos hombres ríen y se estrechan la mano y el abuelo me toma del brazo mientras salimos de la galería.

—Se ha ocupado muy bien de ti —me dice.

—¿El señor Thatcher?

El abuelo asiente con la cabeza.

De camino a casa, me sobreviene un recuerdo. Del último verano, una mañana de principios de julio. El abuelo preparaba café en la cocina de la casa. Yo comía tostadas con mermelada sentado a la mesa. Estábamos los dos solos.

—Me encanta ese ganso —dije señalando la figura de un ganso color crema que había en el aparador.

—Ha estado ahí desde que Liam, Niall, Harry y tú tenían tres años —comentó el abuelo—. Fue el año en que tu abuela y yo fuimos de viaje a China —se rió—. Ella compró un montón de obras de arte.

Se acercó a la tostadora e hizo saltar el trozo de pan que yo había puesto para mí.

—¡Oye! —protesté.

—¡Chisss! Yo soy el abuelo. Puedo coger la tostada cuando quiera —se sentó con su café y untó la baguette con mantequilla—. Tu abuela tuvo la idea de comprar figuras de animales de marfil para la casa de la isla.

—¿El marfil no es ilegal? —pregunté.

—Bueno, en algunos sitios sí. Pero puede conseguirse. A tu abuela le encantaba el marfil. Había ido a China de pequeña.

—¿Son colmillos de elefante?

—Sí, o de rinoceronte.

Allí estaba el abuelo. Su cabello blanco aún abundante, las profundas arrugas del rostro fruto de tantos días pasados en el velero. «Puede conseguirse», dijo hablando del marfil. Uno de sus lemas: «No aceptes un no por respuesta».

Siempre me había parecido una forma heroica de vivir. Lo decía cuando nos aconsejaba que persiguiéramos nuestros sueños. Cuando animaba a Liam a que intentara entrenarse para un maratón, o cuando yo no gané el premio de fútbol en séptimo. Pronunciaba esa frase cuando hablaba de sus estrategias comerciales y de cómo logró que la abuela se casara con él.

«Se lo pedí cuatro veces antes de que me dijera que sí —explicaba siempre que volvía a contar una de sus leyendas favoritas de la familia—. Le gané por cansancio. Me dijo que sí para que me callara».

Ahora bien, sentado a la mesa viéndolo comerse mi tostada, lo de «No aceptes un no por respuesta» me pareció la actitud de un tipo privilegiado al que no le importaba a quién hiciera daño con tal de que su esposa tuviera esas figuras que quería exhibir en su casa de veraneo.

Me acerqué al ganso y lo cogí.

—La gente no debería comprar marfil —dije—. Por algo es ilegal. El otro día Zayn hablaba sobre...

—No me hables de lo que habla ese jovencito —me soltó—. Estoy informado.

—Perdona. Pero es que Zayn me ha hecho pensar en...

—Louis William.

—Podrías subastar las figuras y luego donar el dinero para la conservación de la naturaleza.

—Entonces me quedaría sin las figuras. Tu abuela les tenía mucho cariño.

—Pero...

—No me digas qué debo hacer con mi dinero, Louis. Ese dinero no es tuyo.

—De acuerdo.

—Ni se te ocurra decirme cómo tengo que disponer de lo que es mío, ¿está claro?

—Sí.

—Nunca.

—Sí, abuelo.

Me entraron ganas de agarrar el ganso y arrojarlo al otro lado de la habitación. ¿Se rompería cuando se estrellara contra la chimenea? ¿Se haría pedazos?

Apreté los puños.

Era la primera vez que hablábamos de la abuela desde su muerte.

El abuelo acerca la lancha al muelle y la amarra.

—¿Aún echas de menos a la abuela? —le pregunto mientras nos dirigimos a la casa Tomlinson—. Porque yo sí. Nunca hablamos de ella.

—Una parte de mí murió —dice—. Y era la mejor parte.

—¿Eso piensas? —pregunto.

—No hay nada más que decir —contesta el abuelo.

Pretty boy - Zouis MaliksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora