𝖤𝗅𝖾𝗏𝖾𝗇

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Arantza salió de la oficina del Ave con más preguntas que respuestas. Si esa botella contenía sus recuerdos, entonces ¿Eran tan malos que tuvieron que quitárselos para que tuviera una vida feliz? ¿Era que, como a otros niños, sus padres no la querían? ¿Su infancia había sido tan mala que fue necesario borrarla? Nada encajaba. Con los ojos cristalizados salió al jardín, a esa parte que los demás niños no frecuentaban para jugar, se sentó a la sombra de un árbol, contemplando la nada e imaginando cuan mala había sido su infancia, sus padres, su vida antes del hogar.

Los sentimientos se desbordaron en pequeñas gotas traicioneras rodando por sus mejillas, causando que abrazara sus piernas contra su pecho y escondiera el rostro en sus rodillas. Estaba completamente absorta en lo suyo, no escuchó los pasos cautelosos que se acercaban, no sintió cuando el chico de piel pálida y cabello rizado se sentó del otro lado del árbol, no escuchó su respiración agitada por los nervios de volver a estar cerca de ella.

— Sé que prometí que te daría tu espacio— todo el cuerpo de Arantza se tensó al escuchar la voz de Enoch tan cerca, otra vez—, pero no puedo verte así y solo dejar una nota de apoyo en tu habitación— hizo una pausa, esperando una reacción de la chica, pero ella no reaccionó, así que continuó—. No pretendo saber los desafíos que atraviesas, el mundo debe estar cambiando una y otra vez para ti, pero no temo por ti, te conozco y eres fuerte, y realmente estarás bien al final del día.

Arantza levantó la cabeza, limpiando sus lágrimas con el dorso de su mano. Poniendo atención a sus palabras, a su voz, ese tono que le recordaba que él era un lugar seguro, que jamás podría hacerle daño intencionalmente, cerró los ojos, visualizando a Enoch, el verdadero Enoch, el que sonreía de vez en cuando, con el que solía pelear por cualquier tontería, ese Enoch que la entretenía con sus peleas de marionetas, ese Enoch que la acompañaba desde que había muerto Victor, ese Enoch al que castigó durante los últimos meses por el pecado de un ser maligno que ya nunca planeaba volver a ver, las lágrimas volvieron a caer.

— Ya no quiero contemplar tu sufrimiento desde la sombra sin poder hacer nada para ayudarte, por favor, Arantza, déjame ser parte de la narrativa en la historia de como sobreviviste al abismo. Que este momento sea el primer capítulo, donde decidiste seguir adelante... Y yo decidí seguirte a ti. — Enoch estiró la mano hacia atrás, esperando con el corazón en la garganta que ella tomara su mano, o que al menos dijera algo, el pecho le dolía de tan fuerte que latía su corazón.

Estaba por desistir, levantarse y ahora ser él quien se encerrara en su habitación preso de la humillación de haber abierto su corazón y ser rechazado o simplemente ignorado. Tras unos cuantos segundos sintió su mano, su piel suave y húmeda por las lágrimas que recién había limpiado, Enoch apretó su mano con cierta fuerza, queriendo comprobar que esta vez fuera real, que no despertaría otra vez a la dolorosa realidad de que ella no quería ni verlo.

Tras un suspiro de alivio, Enoch recargó su cabeza en el tronco de aquel árbol, queriendo plasmar ese precioso momento en su memoria.

— Perdóname.— murmuró Arantza con la voz quebrada.

— No hay por qué.

— Estaba tan metida en mí que no me percate de que te estaba dañando también, de verdad perdóname, Enoch, lo siento tanto.

— No hay por qué. — Enoch apretó su mano, tratando con todas sus fuerzas de reprimir el impulso de levantarse y abrazarla, pues podría llegar a ser demasiado para ella y alejarla más, pero por mucho que se resistiera, el impulso fue más fuerte, se levantó rápidamente, sus manos unidas le fueron de ayuda para levantarla y apretarla contra él antes de que ella pudiera reaccionar, estaba hecho, solo quedaba esperar su respuesta.

Arantza por otra parte apenas fue capaz de asimilar sus movimientos cuando ya se encontraba entre sus brazos, su cuerpo entero tembló un poco justo antes de aferrarse a él como si su vida dependiera de ello. Jamás la había abrazado, no así, como si no quisiera que volviera a separarse de él nunca y, sinceramente, no quería hacerlo.

Enoch soltó todo el aire que no sabía que estaba conteniendo cuando ella correspondió a su abrazo con fuerza y comenzó a llorar en su hombro.

— Te extrañé tanto. — sollozó Arantza, abrazándolo con más fuerza aún.

— Y yo a ti.

No más de una hora después todos los niños volvieron a la seguridad del hogar a prepararse para la cena. El que usar durante la sea de esa noche fue algo que puso a pensar a la chica de los cristales, decidiendo entre un vestido gris, color que se había hecho habitual en ella durante los últimos meses, o uno de esos hermosos vestidos morados, esos que Horace hacia para ella desde hace unos años, cuando decidió aprender corte y confección.

— ¿Qué opinas, pequeño? ¿El morado es mi color?— cuestionó Arantza en dirección al mensajerito, que estaba sentado sobre su escritorio, obteniendo un sentimiento de su parte.

Con una sonrisa en el rostro se colocó el vestido, el morado claro y el encaje hicieron resaltar aquello que creyó se había llevado Clearwater: el brillo en su mirada, la inocencia de la damita de la alta sociedad inglesa del siglo XIX, su sonrisa. Tal vez no podría ser exactamente la misma que era antes de Tobías, o antes de Victor, pero se esforzaría en mantener esa esencia que la caracterizaba, anhelaba ser esa pequeña luz que alegraba a los demás en el hogar, hacia meses que no jugaba con Claire, que no abrazaba a Bronwyn, que no sufría tratando de peinar el cabello invisible de Millard, que no llevaba a dormir a los gemelos, que no hablaba con Enoch, que no miraba a Enoch; ya no quería ser esa persona que había dejado Clearwater, con el tiempo volvería a ser esa persona que Victor había ayudado a crear.

Se puso un vestido especial, para una ocasión especial, aunque técnicamente no tenía nada de especial, pues era solo una cena más, era especial para ella.

Bajó las escaleras, con aquella confianza que nunca debió perder, siendo recibida inmediatamente por una enérgica Claire halagando su vestido, a la vez que Horace presumía de haberlo hecho.

La pequeña escena se interrumpió con el Ave indicándoles a todos que se dirigieran al comedor. Así lo hicieron, y nadie comentó nada cuando Arantza se sentó en el lugar que solía ocupar meses atrás, tampoco dijeron nada cuando Enoch entró en la habitación y se sentó en su lugar de siempre: cerca de Arantza.

Bien, vale, no soy buena describiendo ropa, pero aquí les dejo la imagen referencia del vestido de mi bebé Arantza.

Pobrecita de mi niña, la he hecho pasar por mucho, ya necesitaba su compensación (todavía falta explotar un trauma más)

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Pobrecita de mi niña, la he hecho pasar por mucho, ya necesitaba su compensación (todavía falta explotar un trauma más).

Crystals (Enoch O'Connor)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora