Una plaga, imparable.

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Y entonces, los árboles comenzaron a crecer.

El musgo le hizo tantas cosquillas en la cara, que acabó por despertarse. Recogió lo poco que tenía, tomó agua del riachuelo que se había formado entre los trozos de asfalto agrietado y la hierba, y comenzó a correr.
Ayer se había dormido en la acera, al lado de la carretera, y hoy un coche enredado con hiedras y trepadoras era el único atisbo que había de que aquello era una carretera.

Siguió corriendo. Parecía que iba a llover, y eso no era una buena señal.
La primera gota le mojó la punta de la nariz al cabo de media hora. Definitivamente era una muy mala señal.
Miró hacia atrás, y vió el bosque. Frondoso. Creciendo. Moviéndose. Vivo.

Ya no podía correr más. Ya no era una gota, eran siete. Y empezaban a caer más. Y un pié, inmovilizado por la hierba, hambrienta. El primer trueno. Cayó de espaldas, la pierna le había fallado por culpa de las hiedras, feroces. Y por fin, la tormenta.
Y mientras el bosque proseguía su cacería, ella, horrorizada, notó que debajo de su espalda comenzaba a germinar una bellota.

Y entonces, los árboles comenzaron a crecer.

MicrorrelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora