¿Por qué lo hiciste? Me preguntó eso mi madre. ¿Cómo se te fue a ocurrir? Mi padre. Todos. ¿Porqué no resultó? Eso me pregunté yo. Demasiadas poesías. Yo lo que quería era morirme. Demasiadas poesías, quizá. Mi padre dice que tal vez todo haya sido por leer demasiadas poesías. Quizá eso me enredó el corazón, eso me hizo andar sollozando por los rincones. Perdí el eje, las ganas de vivir, vivir no más se volvió un lastre. El corazón se me convirtió en una piedra que pesaba toneladas. Mi madre se rió de mí. Me dijo que yo era una sentimental como mi padre. Yo le dije algo, no me acuerdo qué le dije. De casi nada me acuerdo. En mi pobre cabeza hueca de pájaro mal enjaulado solo siento graznidos, el eco de un montón de sueños desnutridos. Debe ser el tratamiento, la cura de sueño, lo que me estén poniendo en las venas. Gota a gota cae. Una especie de lluvia privada que veo fluir por el tubo de plástico hacia el pliegue del codo. La enfermera que me mira, el baño sin pestillo, me vigilan. Retorcería la manguera, me arrancaría la aguja que abre mi piel y me hace afluente de ese río. Dicen que curará esta idea loca de morirme. Hoy me parece loco estar viva. Por eso me vigilan. La Mary que viene de día y es buena como el sol y, la Olga que viene de noche y tiene las mandíbulas de un rottweiler y los ojos verdes de una pantera. Ella me da miedo. La Mary no. La Mary es cariñosa, sé que le pagan por esto pero es cariñosa. Yo quisiera que mamá fuera así. A lo mejor es así también con sus clientes. Quizás siempre es buena y yo no la entiendo. Me lo han dicho en el colegio: sus papás que son tan buenos. Pero dicen mi papá y no es mi papá. El que va a las reuniones es Gonzalo, que vive con mi madre. Mi papá de verdad pinta y no es bueno. Dicen que está loco, que tiene la cabeza como un fuelle. Yo heredé su cabeza estropeada, el salón de artes de la locura. Anda siempre desastrado, yo misma le sacudo el abrigo, a veces me da hasta vergüenza, parece un vagabundo, tiene manchados los pantalones con pintura. Me siento como mi madre, corrigiéndole, corrigiéndome. May, me dice, pero me llamo Mayra. Alguien me cambió el nombre, quizá yo misma, de pequeña. Mi padre me dice Mayra, me mira a los ojos con esa misma mirada oscura que heredé. A veces le va bien, a veces le va mal. Mamá es tremenda, alta como yo, huesuda como yo, narigona como yo. Se viste como una reina, escucho el taconeo de sus pasos en el pasillo de la clínica. Una vez me encontraron tirada, con los músculos tensos, los dientes trabados, gemía mientras la sangre salía de mis heridas. Con un punzón había marcado en mis brazos una especie de castigo secreto. Digo esto sin acordarme mucho de nada. O poco de todo. Las palabras, papá, estoyrevuelta de palabras. Cuando desperté vi a mi madre, Isabel la Grande, con el doctor Simone. Los dos a contraluz. Era otra clínica. Era la unidad de cuidados intensivos y yo estaba llena de mangueras, salían y entraban de mi cuerpo tubos y drenajes. Sonaba mi corazón como un silbato. Igual como vi morir a la prima Luciana y al tío Eustaquio. Como he visto a tanta gente quejarse. Los oí todas esas noches detrás de las cortinas entre el parpadeo de los sapos electrónicos de los monitores. Mi corazón di- ciéndome en el pulso de esa línea verde: estás viva, Mayra, estás viva. ¿Por qué lo hiciste, May? Mi madre me dice May. No me llamo May. Lloré. Ella creyó que de pena, yo estaba llorando de rabia. Me trajeron acá porque determinaron que estaba loca. Yo pensaba que vivir era estar loca. El doctor Simone lo sabía. Con el punzón y las cinco cajas de Nastizol fui a su consulta. Sintió que estaba bien. Le mentí. Me preguntó si tenía menos angustia. No le mentí. Tenía menos angustia porque iba a matarme saliendo de ahí. Escogí mi casa y eso fue una tontería. ¿Por qué no en la calle? ¿O un cine de barrio? ¿O una plaza? Me tragué las píldoras y me marqué, mareada, los brazos hasta abrirme las venas. ¿Por qué, Mayra? El doctor Simone en la clínica. No debí haberle contestado siquiera. Dicen que estaba loca. Estaba más cuerda que nunca. No se puede vivir así, sintiendo ese dolor que no es tuyo en el pecho, en los hombros, en los brazos. Ese dolor sin tema, ese dolor que es como una pantalla en blanco. El tratamiento me revuelve la memoria. Me llamo Mayra. Ni May ni María ni Mary. Yo no soy precisamente una virgen. May-ra. May-ra. No grito. Soy callada. Mis gritos se extinguen bajo mi piel. Quizás estoy aturdida de gritos. En mi cabeza estallan los gritos. Aletean pájaros negros, los cuervos de mi alma. Las ventanas tienen rejas y mi cabeza también. Todas las puertas tienen sacados los pestillos. El doctor Simone teme que haga un nuevo intento de suicidio. A todas nos tienen con vigilancia. Detesto a Bernardita, una loca acelerada que me robó dos libros de poemas, o la ninfa Verónica que entra al salir el sol en la sala de terapia ocupacional y cuando yo ingreso arrastrando los pies, ella ya tiene terminado un mantel para su madre. Yo intento pintar, como mi padre. O leo, como mi prima Luciana. La muerta. Los muertos leen o yo me imagino que leen. Leyendo se cruza al otro lado de la línea entre la vida y la muerte. Yo creo que acá, de este lado, estamos muertos. Solo vivimos al leer. Digo una palabra y siento la muerte de la memoria. Mi cerebro es un ataúd cerrado. No me acuerdo cómo se dice ni qué se dice. Este tratamiento me quita las palabras. Cada palabra es un recuerdo que puedo abrir o cerrar como un cofre. No me dejen estas cerraduras sin llave, mi cabeza como un caserón asolado por el viento. No tengo visitas. En un rincón de mi memoria está la vergüenza. Sabía que iban a hacer esto conmigo. Sabía que tomar todos esos medicamentos, al azar, en grandes cantidades, terminaría conmigo vomitada junto a la chimenea, todo el uniforme del colegio sucio, con las heridas del punzón en todo mi cuerpo. Yo era un mapa chino de acupuntura. Hubiera querido parecerme a Hellraiser, el monstruo, llenarme de agujas la cabeza. Dice mi hermana, la puta de mi hermana, Dalia: que te coman los perros rabiosos del dolor alguna vez. Dice que quise solamente llamar la atención. Dalia es lo peor. Quiere ser ingeniero comercial, quiere ser economista. Es un año menor que yo y es la mejor del curso. La pusieron en mi mismo curso. Mi padre le dijo a mi madre: va a quedar la cagada. ¿Qué sabes tú, Daniel?, dijo mi madre, y yo sé que ahí todo fue cayendo al infierno. El abismo. ¿Dónde está mi libro de Alejandra Pizarnik? La loca de Bernardita me lo ha sacado. O sea, se llevó a Rimbaud, a Pessoa, a Lautrémont. En el patio de la clínica me grita: ¡El doctor me dijo que estos libros te hacen mal! Yo soy la más bonita de las dos. Estoy hablando de Dalia. Pero ella se pinta, cuica, fresa, galga. Mi hermana es lo peor. Iván tuvo la culpa. O yo. Me enamoré, como siempre, me enamoré. Tengo la cabeza de fuego de mi padre y de Esenin, un poeta ruso que tendré que buscar entre mis libros. Iván era hermoso, alto, flaco como un junco. Mi Iván. Mi Iván. Su nombre solo basta para hacerme saltar de dolor el cuello, la nuca, las corvas. Yo le gustaba. Me decía que soñaba conmigo, que no me olvidaría nunca. Iván, a mi mamá no le gustaba entonces, la muy cínica. Mi papá me decía que era un poco mayor para mí. ¿Y para Dalia? ¿Por qué Dalia sí y yo no? ¿Por qué se metió con él? La mato. La habría matado. A mi vieja, a mi viejo, a Gonzalo, a ella. ¿Dalia? —entré a MI pieza una noche—, ¿qué estabas haciendo con Ivan la otra tarde? Ustedes ni siquiera están juntos, me dijo. Insolente. Soy la hermana mayor. Grité toda la noche. Esa noche la recuerdo llena de gritos. La fiesta de los gritos. Mi madre llamó a su marido, el papá bueno, el pelotudo, y vino, Gonzalo vino y se sentó conmigo y me dijo que fuera a ver a su psiquiatra. Su querido doctor Artigas. Voy donde el psiquiatra de mi padrastro. Un barbón menos adaptado a la vida diaria que yo. Seguro atendía volado. Solo se conmovió de mí cuando le dije que necesitaba conmiseración. Con es conocer, me dijo. Connmoverse es conocerse y conmoverse, moverse «con alguien»: frases suyas. Me mandó donde una psicóloga. De ahí a un doctor. Me dijeron que tenía una depresión. Yo me quería morir de dolor. No entendía nada. Había que entrar a la universidad, había que ser la mejor del curso, había que ganarle a Dalia, había que acordarse de todo. El nombre depresión de nada me cura. Lloré muchas veces esperando esas palabras de alivio delante de la psicóloga. Anastasia se llama. Me explicaba que todo el mundo tenía angustia. Yo le decía que si era así no entendía cómo aguantaban vivirla. Tienes que ser fuerte. Hablaba como mi madre. Mi padre me abrazaba y yo lo esquivaba. Papá, hueles a cigarro, a trementina, a alcohol. Siempre hueles. Pensé muchas veces en mi cuerpo atravesado en las ramas de los árboles, lanzarme desde lo alto del departamento, bajar corriendo hacia la avenida. Imaginé mi cuerpo destrozado por el impacto del metro, salpicando la vía, los muros, abierto en carne y hueso, en mucosidades, sucio. Lo dibujé. Escribí. Fui a mostrarle a mi padre mis cosas. Su taller de pintor. Estaba con un poco de trago y se reía como se ríe cuando no puede pintar bien. Fuma marihuana y me dijo riéndose: mira lo mal que hace quedarse pegado en la adolescencia. Le dije, he pintado, he escrito. Yo ya vomitaba a escondidas. Y eso no tiene gracia, mi hermana, la menor, también vomitaba. Yo encontraba en la taza del escusado los restos de su baba. Yo olía la bilis cuando ella salía dejando la puerta abierta. Yo conozco ese olor, ese aliento que ella trata de tapar con pastillas de menta. Conozco el aliento de este mal, el aliento del dolor. Ese que no pasa desapercibido como el vodka. El licor sin olor que no calma la herida de pus allá dentro de mi alma. ¿No la ven? ¿No la sienten? La gota cae y cae y entra a mi cuerpo para extraer la piedra de la locura, la misma que lloró la Pizarnik, no la salvaron los poemas, no la salvaron los diagnósticos. e1 doctor Simone lloró al lado de mi cama. Anastasia fue a la unidad de cuidados intensivos. Mi padre lloró y me dijo que se sentía responsable. Gonzalo desfiló con su maldita serenidad de burro delante de mi cama. Por suerte cortaron las visitas. Por favor, no le digan nada a nadie. La vergüenza de la muerte fallida. No quiero ver a mi hermana. Es tu hermana, May, no te entiendo. Sé que no me entiendes, mamá. Leo, escribo, pinto. Llevé mis dibujos al taller de mi padre. Mi cuerpo atravesado por los árboles, mi cuerpo luna atravesado por los rayos del sol. Mi carne de nube, padre, quién puede decirme por qué me he vuelto de cristal. Mira, le dije a mi padre y él como que se traspuso. Me dijo, estás mala de la cabeza. Y después nada. ¿Alguien habló con el doctor Simone? ¿Por qué Anastasia, mi psicóloga, no le contó a mi madre ni a mi padre? ¿Les contó? ¿Por qué esperaron hasta tan tarde? A Simone le lloro y me dice que debió ser más firme. Dice que me tiene cariño. Le creo y no le creo. Le debe decir lo mismo a todas las otras locas de esta clínica. Quizá qué cosas les ha dicho o me ha dicho, quizá qué he hecho que yo no me acuerdo. Le creo y no le creo. Le debe decir lo mismo a todas las otras locas de esta clínica. Quizá qué cosas les ha dicho o me ha dicho, quizá qué he hecho que yo no me acuerdo. Escribo para no volverme loca. Memoria de papel la mía. Porque escribo no lo estoy. Porque dibujo retengo mis sueños. Sin sueños, sin memoria, me iría flotando hacia la ingravidez de la locura que es peor que la muerte. La falsa vida sin peso. ¿De verdad me quiere, doctor Simone? ¿Y si no siento el cariño de nadie, doctor? Él me contó una película. Un niño que se defendía de la locura familiar leyendo el único libro de su casa. Soy esa niña que escribe la memoria que pierde cada tarde, con el tratamiento. No me dejan vomitar. La vigilancia es perpetua. Se ponen delante mío mientras como. No me tocan el tema. El doctor Simone me lo dijo. O como o vuelvo a la unidad de cuidados intensivos y me ponen sueros nutritivos. No me dejan morir. ¿No es acaso mi derecho? ¿No soy acaso mayor de edad para decidir si muero o vivo? ¿Para qué voy a cumplir 18 años? ¿Para qué me dieron permiso para conducir un auto si no puedo decidir dejar de llorar? Engordaré como una vaca. No quiero ser gorda. Yo era linda, yo no era tonta, mi mamá me quería, mi papá me quería, mi hermana me quería. Un día vino el ángel más oscuro de la noche y se dejó caer sobre nosotros como una lluvia deceniza. ¿Quién me entiende? El que mecomprende, me comprende. Mientras tanto, diluye mi memoria en el goteo, dibujo.
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El cuaderno de Mayra
Teen Fiction«Yo lo que quería era morirme. Demasiadas poesías, quizá. Quizá eso me enredó el corazón, eso me hizo andar sollozando por los rincones. Perdí el eje, las ganas de vivir, vivir no más se volvió un lastre. El corazón se me convirtió en una piedra que...