Once días dentro, creo

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Anastasia dice que no he terminado de hablarle de Iván. Yo no quiero hablar de él pero mi boca habla sola. Habla hasta cuando estoy callada. Me quedo sola y en lugar de acordarme de cualquier cosa me acuerdo de él. Son pedazos de películas, sueños que ya no sé si fueron ciertos, conversaciones, el paseo por el Parque Intercomunal de la mano con ese silencio de no hablar nada en serio, contándome una película o una novela, creo que era El señor de los anillos y yo riéndome cuando él finge ser el enano o el elfo o el héroe y yo siento que no importa que me lo sepa, simulo que es la primera vez y es la primera vez que me la cuenta y yo la primera vez que alguien me la cuenta y después me cuenta El club de la pelea y se queda consternado cuando imagina los edificios estallando, el perfil de Nueva York desmoronándose como cuando se vinieron abajo las Torres Gemelas y yo estaba preocupada por la Irina que estaba en viaje de estudios con su colegio y le pregunté y lloraba, todo el tiempo lloraba, no se le pasaba la angustia. En ese momento yo estaba de la mano con Iván. Fuimos juntos a verla cuando llegó. Todos los amigos. Hasta mi hermana que llegó más tarde. Pienso: ahí ya estábamos mal, ya no éramos los mágicos soñadores de El señor de los anillos; lo seríamos después, él me contaría de nuevo la película pero yo ya sabría que estaba mal. Yo estaba mal cuando me estaba contando la novela, estaba peor cuando me contó la película. Yo ya estaba mal cuando fuimos a ver a Irina. Cuando se cayeron las torres ya algo se había incrustado dentro mío pero yo no le contaba a Iván. No le contaba nada. No quería perderlo. Si le hablaba él no tendría paciencia, me quedaba son- riéndole. Igual no tuvo paciencia. Yo me quedaba con cara de aquí no pasa nada. Me preguntaba si me pasaba algo, varias veces, yo le decía que nada. Una vez, siempre en el cine, siempre una película que queda estropeada para siempre, me dijo que estaba confundido. Estaba raro, que no sabía lo que le pasaba. Y a mí el pecho se me abrió. Como todas las mañanas de estos últimos dos años. Ahora me doy cuenta: tengo clavada una espada en el corazón hace dos años, por lo menos hace dos años. El impacto del arcabuz del arcángel de Gonzalo que ahora preside el comedor de la casa, no sé, el pincelazo feroz de mi padre tirado sobre el sillón, dormido, mientras entro en puntas de pies a mirarlo porque lo echo de menos, la partida de Miguel, la llegada de Iván, el primer beso de verdad de mi vida, hubo antes otros, mentiras, mentiras húmedas, babosas mentiras de niña. Yo también podría haberle dicho que me sentí mal, que estaba enredada, que esperara, que teníamos que darnos un tiempo, que no estaba tan enamorada. Yo no sabía qué me estaba pasando. Yo leía demasiados poemas. Los leía sola, a veces se los leía a él, a veces sentía que él se aburría y simulaba entretenerse como yo simulaba entretenerme cuando me contaba todas las historias de la Tierra Media o cambiaba a Tom Waits y ponía algo más fácil. Mi música era mi música. Radio head, Creed, se me ponía la piel de gallina. Me gustaban las canciones que ponía mi padre y a veces el Monteverdi que ponía Gonzalo explicándome cuándo, en Venecia, inventaron la ópera, los instrumentos, el sonido limpio, sin alargar la nota, no, no sé qué me pasaba. Recuerdo todas esas conversaciones hechas un lío. ¿Qué fue antes? ¿Qué fue después? Anastasia dice que todo se me detuvo en un momento, como una pausa larga de emociones, como un río que se empantana y se pudre y se llena de insectos, zancudos y ranas. Yo me convertí en el pantano mal oliente, me ahogué en mi propia ciénaga de dolor. Era un dolor sordo, lo he dicho antes, nunca se lo dije a Iván. Iván se cansaba de tenerme sin sonrisas, sin besos, sin humedad, quería que volviéramos a abrazarnos, hacer nanai, le decía hacer nanai. Vamos al fondo de tu casa a hacer nanai. Nanai como los cariños de los niños, las caricias que se fueron poniendo crudas. Una vez su mano bajó a mis pechos, una vez abrió el botón de la blusa y yo me sentí entera inflamada y me abrí uno más y le tomé la mano que me tocaba los pechos por fuera de la blusa y la puse dentro, que tocara mi ropa interior, que se metiera a buscar mi pezón, mi pezón que estaba levantado como un loco pidiendo su mano, sus labios húmedos, su beso, su mordisco suave, mi Iván, puedo acordarme de todo eso, era un relámpago de nieve, una alegría tibia, otra electricidad, yo abrazaba su cabeza y lo besaba en sus cabellos mientras él me mordía suavemente los pezones al principio y luego me chupaba mientras yo perdía el aliento, perdía totalmente el aliento y decía: este es mi hombre, este es el hombre de mi vida, el hombre que me contará eternamente la misma película, al que jamás le diré que tiene que ser de otra manera, el que estará a mi lado y yo siempre seré la que él quiera y abría los ojos y podía ver el atardecer de la cordillera, el violeta rosado de esas tardes de un otoño atrás o la primavera anterior, me pierdo, donde era tan fácil llegar a mis pechos y mis pezones se ponían tan contentos de humedecerse en su boca. Por eso cuando veo la cordillera desde la ventana de mi cuarto en la clínica lloro, lloro porque ella me humedeció todas las tardes, todos los crepúsculos me los robó, lo peor, los fue volviendo iguales, me hizo perder hasta la emoción de esos momentos vírgenes, de esa primera vez que ahora no quiero que nadie más me bese los pechos, nadie más me bese así, nadie más me vuelva a hacer desear el siempre quédate conmigo, el nunca me dejes, el te quiero tanto. Quiero poder sentir que la vida es así, pero está rota de adentro, no da para más, es un sueño a medias, un poema sin corregir, una mesa con una pata coja. A mí la vida se me vino cuesta abajo, de a poco al comienzo, con todo al final, un derrumbre espantoso, me dio angustia, Iván, Iván. Pasaron muchas cosas más. Los cuerpos no se cuentan, los cuerpos son como los poemas o como las canciones, no son como las novelas, no son como las películas. Me acuerdo de mi cuerpo en sus brazos y qué puedo contarle, qué puedo decirle. Mis manos abrieron también su pecho y también le mordí despacio las tetillas y puso su mano entre mis piernas y yo me negué una, diez, treinta veces, hasta que su beso en mi pecho fue como la llave con que me dejé tocar y estaba mojada entera y sentí su dedo torpe pero hermoso, suave como el dedo de un estudiante que no ha conocido el trabajo duro, suave como mano de artista, pensé, limpia mano que me tocó buscando algo que no sabía buscar y yo solté mis piernas y decidí, en otra tarde, con otras montañas rosadas, quizás con más frío, no fue todo al mismo tiempo, fue el deseo que nos robó los temas de conversación, nos convirtió en dulces esclavos de ese encuentro, solo queríamos estar a solas, solo queríamos dejarnos tocar, así, mi mano bajó a su vientre y lo toqué también, lo toqué, mi inflamado Iván, mi Iván total y él me pidió que lo besara ahí, que pusiera mi boca sobre su miembro y yo le dije que no, no me atrevía, me dolió el alma, él me siguió besando y yo ya sabía que no podíamos seguir, algo se quebró ahí, yo no podía seguir, yo no sabía si debía o no besarlo, ya había soñado con hacer el amor, que entrara en mí, que entrara totalmente, ser suya, su novia, su esposa ante Dios que me parecía estar más en la cordillera que en la parroquia. Estaba loca de amor. Iván me dijo que estaba loco de amor por mí. Me pidió disculpas por pedirme eso. Éramos niños. Éramos tan niños. Ahora lo hace cualquiera, lo hacen todas. Lo sé por amigas, lo sé de las que están en la universidad. Dalia sale ahora con un estudiante de derecho y sé que lo hace. No me lo dice pero lo hace.

Se le nota en la cara que ya lo hizo. Ese hombre ya la besó hasta el alma y la penetró como a un parque, como a un castillo donde ya no hay dragón que nos defienda y anda más segura de sí misma y como que creció y no sé si decirle que Dios la mira mal porque parece que no le importara Dios y me pregunto si debí aceptarlo y quizá estaría conmigo, no sé, yo estaba con tanto dolor. Yo no quería eso, yo quería llorar a gritos, quería decir que me sentía morir, me moría, me moría todos los días, me iba a morir más aún y no lo sabía. Perdóname, Iván, le dije, perdóname tú, me dijo. Nos enredamos. No sé qué fecha es, qué días eran. Venían exámenes, pruebas, tres por semana. Estudiaba con Dalia a veces que se lo sabía todo. Y vino la fiesta. Estábamos peleados, medio peleados, tomemos un tiempo, no sé qué me pasa. Y era mi fiesta. Y estuvo raro Iván. La fiesta de mi cumpleaños, ahora me acuerdo. El próximo año, ahora, tendré permiso para manejar, yo gritaba en la fiesta. Nunca como para que me regalaran un auto. No somos gente rica. Pero era lindo imaginarse irse a la playa manejando, alguna vez, el auto de mi papá, seguro, aunque fuese su jeep viejo que no da los cien kilómetros por hora. Yo sería libre y en esa fiesta tomé harto y no estaba mal, yo no estaba mal y sí, nos habíamos distanciado con Iván. ¿Por qué nos habíamos distanciado? ¿Por qué me había dicho: démonos una prueba de un mes? Igual había ido a mi casa. No puede ser tan poca cosa. Bailando con Dalia, con mi hermana. No puede ser y ella me mira fijo y no lo suelta. Y yo armé la escandalera. Estaba enojada. Muy enojada. Pero con el trago se me pasó y vino Gonzalo y me trató de calmar y la Reina Isabel me pegó una bofetada. No se lo perdonaré nunca a mi madre. Iván vino. Sal de aquí, desgraciado. Sal de aquí. No tenemos ningún compromiso, me dice el desgraciado. ¿Acaso no es compromiso ser de él, ser de su lengua, ser de su dedo, ser de mí su miembro, casi lo tuve en mi boca, casi nos acostamos? No. Dalia, no quiero verte. Quiero irme donde mi papá, quiero irme donde mi papá. No vas a ninguna parte. Odio a mi madre. Gonzalo: déjame a mí. Se llevó a Iván y a Dalia. Me muero de vergüenza que se den cuenta en la fiesta. Que siga, que siga mi cumpleaños. Gonzalo echó a Iván de la casa, a Dalia la mandaron a la pieza. La vi discutiendo con mi madre en el segundo piso. Tocaban música tecno y yo lo único que quería saber era por qué las cosas no eran para siempre primavera, para siempre un sol, para siempre el día bello o la noche de luna llena bailando maravillosa. Creo que recé, pero más que a Dios, le rezaba a Miguel. Ya no tenía fe, ya no era nada, la depresión es la enfermedad de la fe, de la fe simple, la fe de la lucha diaria, la fe de hacer lo que venías a hacer. Lloré en mi habitación, me fui a buscar a Sebastián que siempre está enamorado de mí y se sentó junto a mí en la cama y, sí, es verdad, empezó a declararse y yo lo besé. Lo besé como una tonta. Lo besé sin responsabilidad, sin sentir nada. Como para borrarme a Iván del cuerpo sin poder borrarlo. Como para hacer pedazos a Dalia, a todos los que me hicieran daño, a mi madre. Sebastián quedó tartamudo, se separó su boca y empezó a declararse y yo le dije: no, no te quiero. Perdona, me gustas pero no te quiero. Y ni siquiera me gustaba. Ni siquiera. Pobre Sebastián. Pobre los dos, dices que ha preguntado por mí. No tengo visitas abiertas todavía, me da miedo salir con permiso, ir a casa, ver a la gente de antes. No quiero que nadie me pregunte nada, nada. No quiero contar la historia de mis cicatrices en los brazos ni mis vómitos ni mi memoria de pollo mareado. Me iría a un sitio lejano, solo, con mi padre si estuviera lúcido, con Gonzalo. Me iría a Lima a hablar con Miguel. Al único que le contaría sería a Miguel que quizá ya es cura y ya hizo la misa y ya está ordenado sacerdote y me puede devolver la fe perdida. Aunque no sea en Dios. La fe simple, la que le dije, la perdestre, la busco en los poemas que robo, no me hacen daño, me protegen un poco, algo que sea, de la rudeza de los días.

El cuaderno de MayraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora