Más de veinte, después

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No quería volver a la clínica. Quería y no quería. Fue bonito, fue triste. Era raro andar en la calle después de todo ese mes, fue un mes, encerrada. Perdí la cuenta, la perdí. De eso al parecer se trataba. Perdí la cuenta de emociones que no eran mías. Sucedían en mí pero no eran de mi corazón. Venían de mi carne, enturbiaban mi alma. Sucedían en mi cuerpo pero no llevaban mi nombre. Eso me asusta. ¿Quién soy? ¿La suicida o la que caminó estos días lento por la calle? No escribí nada en la casa. Lloré cuando acaricié a mi gata que vino a verme como si nada hubiera pasado. Tantas veces que quise ser gato y no la residencia de este monstruoso dolor de horrible insecto con que amanecía cada mañana desde hace tanto tiempo. La casa me parecía rara. Mi madre estaba tensa y la mano de Gonzalo la ayudaba. Me llevaron a un restaurante italiano, sin grandes celebraciones, hablando todo lo que debía hablarse. Por supuesto mi madre titubeó y empezó casi a discutir que quizá resultase muy cansador. Mi padre decidió lo del restaurante y dijo que iba conmigo, Dalia y la Mary. En la tarde hablaría con ellos en casa. Nada de fiestas. Me daba miedo llegar a mi calle. El restaurante era pequeño. A uno no le gusta ver mucha gente cuando está así, decía mi padre. Prefiero un sitio lleno de desconocidos, me fugo a locales diminutos, donde conozca apenas a la gente. Es terrible la posibilidad de cruzarse con un conocido, ¿no es verdad? Me habla desde su historia, sus depresiones, sus arrebatos. Una vez lancé al Sena veinte cuadros. Me tomaron preso por ensuciar el río, me devolvieron mis cuadros mojados, me multaron. Cuando los vi en el muro del taller, chorreados, marcados por el agua, los encontré hermosos. Quizás era como matarse un poco. Si uno a veces pudiera matar dentro de uno ciertas cosas, para poder renacer. En una semana vendí cinco de los cuadros arrojados al río. Deben ser de mis mejores cosas, las pintó el agua sucia, las pintó mi muerte. No estamos solos, dijo mi padre, y comenzó a sentar a la mesa a poetas que tanto nos gustan, llamó a Rilke, a Celan, a John Donne, a Pablo de Rokha, a Ana Ajmátova, Juan Gelman, Marina Tsvietaieva, Kavafis, Seferis, Bene- detti. Todos sintieron el suicidio en sus miembros. Escribieron hasta que no hubo poema que los pudiera sacar a flote. Demos gracias a la existencia de estas bellas píldoras, dijo, levantando la copa como un cáliz, y brindamos con agua tónica. Tenemos que cuidarnos, le dijo a Dalia, tu padre y tu hermana no son de fiar, estamos mal de la cabeza. Tomamos casi los mismos medicamentos, la última fila de pertrechos con que barrer en ella dos años y en mí treinta, dijo. No sé qué hubiese sido de mí sin ustedes y quizá con estas ninfas. Por la Olanzapina, levantaba el vaso. Mientras comíamos me hizo reír muchas veces. Contaba de su psiquiatra que tiene terror que él se acelere, que salga de la depresión para convertirse en un torbellino. Me cuenta que le indicaron carbonato de litio y le miden la sangre y se desmaya con los pinchazos. Hace chistes sobre mi punzón y yo le agradezco los chistes. Mi madre lo regañaría. Cómo se te ocurre, eres un loco, siempre fuiste un loco, tú y tus alumnas, tú y tus momentos oscuros. Hablarle de eso a las niñas. Nos dice «las niñas», esa es mamá. Siempre me dará miedo el terror de mi madre al sufrimiento. Eso la hizo volverse cuerda. Eso los hizo separarse a los dos. Mi padre es un poco loco, eso es verdad, pero es hermoso. Comimos a lo grande. No tuve ganas de vomitar, nadie me preguntó si quería más, nadie me dijo nada de que si engordaba sería más linda. La Mary estaba contenta, contó de muchos casos que ha visto como el mío. Era raro verla con mi padre. Una familia postiza, la prótesis que yo necesitaba para mi mesa coja del espíritu. Caminamos cerca del restaurante por un parque pequeño. Mi padre tomó mi mano como la de una novia y se alejó un poco de Dalia y la Mary. Nadie me tiene confianza, yo he conseguido que nadie me tenga confianza. He vivido rabioso matándome como tú pero de a poco, me dijo. La próxima semana abro una muestra de mi última pintura, quiero que vayamos al taller. El auto de mi padre es terrible de viejo y ruidoso. En otros tiempos lo habría encontrado de fea pinta, hasta me daba vergüenza andar con él. Hoy siento el orgullo de lo sencillo. Bajamos al centro de la ciudad, cerca de la calle Santa Isabel. Le pregunté si lo había escogido por mi madre y se rió. Se rió mucho. Tengo que hablarlo con mi loquero, dijo. No iba hace tanto tiempo. Subimos la escalera alta, altísima y delgada, hasta su iluminado altillo y casi se me salió el corazón del pecho. Eran retratos míos intervenidos con brochazos. Estábamos yo y Dalia en todos los cuadros. No de manera figurativa, a veces era un juguete o un zapato, un recuerdo pequeño en un cuadro enorme donde siempre en el centro estaba un hombre con la cabeza envuelta en un trapo de manchas. No había sangre. El ciclo era hasta divertido. Un pequeño animal, una mascota, un canario en su jaula, la jaula que se ha vuelto pájaro. Versos robados escritos en algunas partes de la tela. ¿Quién me oiría, si gritara, desde las altas esferas de los ángeles? Veinte cuadros que llamaba «mi familia». El abuelo, la abuela, unos tíos, sus hermanos. Nos presentó la reunión familiar de las cabezas revueltas. Los retratos de los mismos artistas que había invitado imaginariamente a la mesa. Dalia al comienzo empezó con los modales de mi madre, como si la locura fuera contagiosa. No, después, no, pero papá. Hasta que terminamos riéndonos abrazadas mirando el retrato familiar completo donde estaba hasta mi gata. Después, muy contentos, muy abrazados, nos fuimos caminando al auto. La Mary me tomó la mano sin decirme nada. Yo no quería separarme de mi padre. Nos llevó a la casa y sentí otra vez miedo pero menos. Como si ahora tuviese una familia imaginaria que mi padre había pintado especialmente para mí. Una familia manchada, hecha con jirones de memoria, con pedacitos de todo. Mía, más mía que la real. Para eso es el arte, me diría mi padre, para estar con nuestros dioses pequeños de cada día, para no estar nunca más solos. El mundo sin arte es el abismo. La gente no se da cuenta pero vaga buscando algo que nosotros podemos hacer porque sentimos enseguida el dolor del mundo. Así habla mi padre. Ahora dice «nosotros» y sé que estoy yo y también Dalia. Le habla a ella como a alguien distinto pero no ajeno. Y siempre termina diciendo las veces que echó de menos a la mamá y cómo se siente cuando el amor se acaba, es lo más triste de la vida, ojalá no nos pase. Está saliendo con una galerista separada. No intenta presionarnos ni nada. Expondrá en unas semanas más. En el catálogo, me muestra las pruebas de imprenta, dice la dedicatoria «a las hijas de mi sangre». Dalia se emociona y disimula sus sentimientos al peor estilo de la Reina Isabel. La suerte de ella que no se le revientan los genes depresivos y se le enturbia la sangre y el cerebro en ese cortocircuito sordo, agotador, de todos estos años. Volvimos a casa y estaba Irina que me abrazó muy largo, llorando en mi hombro. ¿Sabes todo? Ella movió la cabeza afirmativamente y yo me acordé de Anastasia y le conté hasta los detalles. Todo pero todo. Se lo conté a Gonzalo, a mi madre, otra vez a Dalia. Recorrí el baño, la cama, el cielo raso de mi cuarto que no me daba más que tenebrosos recuerdos. Pude sentirlos neutros, dolorosos pero míos. Era como salir de una pesadilla sintiendo las cosas para volver a ser la posibilidad de meros instrumentos de una vida cotidiana. La taza del water era como una soga en el cuello. Me recordé inclinada vomitando o apoyada en el frío de la loza para pincharme. La droga sin droga. Los vicios, siempre muertes lentas. Cuando conté todo de nuevo, mi madre me abrazó muy fuerte. Muchas cosas que nunca podrá hacer se las perdoné todas. No puedo pedirle a mi madre que sea perfecta. Ella no me lo puede pedir a mí tampoco. Es peor, ella debe dejar de querer ser doña Perfecta. Algún día, sueño, podremos ver el sol en Papudo, en unas vacaciones familiares de personas grandes, y contarle lo que pienso de ella. Podrá oírme, no nos tendremos miedo, no saltará sobre mí para cambiarme y yo podré sentir que hay cosas mías que le cargan sin sentirme hecha pedazos por dentro. Me sentí cansada con las pastillas y me hicieron la cama junto a la de Dalia. Olga estaría en vela toda la noche en el pasillo. Pobre Olga, pensé. Le colocaron un televisor y un audífono. Una idea de Gonzalo. Yo le habría pasado algunos de mis cuadernos de poemas copiados de tantos libros. No, no quiero aturdirme más. Cuando amaneció en mi casa se me movió todo. Reconocer lo que fue terrible ahora como amable. Se había ido la bruma. Irina también volvió temprano, al desayuno, y conversamos mientras escuchamos el último disco de Tom Waits, regalo de Irina y ella me dijo que me quería mucho, que yo era muy importante. Muchas te quieren venir a ver. ¿Qué saben?, pregunté. Se enredó entera. Si no lo saben se lo imaginan. Mis brazos llenos de cortes. Todo el mundo lo sabe y todos deberían saberlo. No, no quiero fingir nunca más. Si algo me enfermó es la mentira. El daño de estar ocultando todo. Me contó que Sebastián preguntaba siempre. Yo casi no me he acordado de él. Ibamos a almorzar cuando sonó el timbre y el corazón me dio otro vuelco. Era Verónica y su hermano Ricardo. Más lindos que nunca. Con ella la confianza fue total. Las dos locas sueltas. Ella estaba tan contenta de verme. Ricardo me abrazó muy fuerte y sentí un escalofrío. Un auténtico vértigo al darme cuenta que seguía siendo una mujer que necesitaba un hombre, con los besos, con los abrazos de siempre. Pero en mi corazón, en el corazón de esa mujer, todavía estaba Iván.

El cuaderno de MayraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora