¿Cómo se olvida? Al otro día de la fiesta desperté mal herida. ¿Cómo perdono? Dalia no estaba. Gonzalo la había hecho irse a dormir a otro lado. Iván me dolía como arena en los ojos. Despertar era verlo. Sí, era cierto, estábamos lejos. Sonó el teléfono al mediodía y era Sebastián. Vino mi madre a decirme que me llamaba. Le pregunté con un gesto si estaba loca. No sé qué explicación le dio.
Mis regalos de cumpleaños me importaban un pepino. Estaba enrollada en la cama intentando que el tiempo también se enrollara, escuchaba mi voz interior más fuerte que todos los sonidos de la tierra. No duro mucho esa paz frenada, ese gesto de tomarse de la cordillera para que no se mueva, para que el día no sea día, para que todos sea antes de ayer y uno supiera qué hacer, cuándo, cómo. Debí haber recibido a Iván en mi fiesta con todo el amor que le ocultaba. Mi orgullo me mató. Sabía que hablaba a veces con Dalia. Llamaba a casa y yo decía que no estaba. Dalia tomaba el teléfono y se encerraba a hablar. ¿Qué le dijiste, petisa? Le decía yo eso. Se encogía de hombros, enana ponzoñosa, arpía, alimaña. ¿No eres mi hermana? No, Iván no se fijaría en ella. Se burlaba cuando estaba conmigo de sus modos. Tu hermana es tan ajustada a las reglas, tu hermana es tan pero tan respetuosa, tu hermana cree que va a ser una santa, tu hermana es una vieja chica. Lo habrán dicho de mí. Las voces las oía en mi cabeza en espiral, como un tornado que me tomaba sacándome de mi cama y arrojándome sobre las casas, los edificios, volaba hecha trizas, llevada por el huracán de mi ira y mi desaliento. ¡Dalia!, grité. De pronto, así. Salté de mi cama y me fui a meter en su habitación y la zamarreé chillando. No recuerdo lo que le dije. Entró mi madre, mi santa madre y san Gonzalo detrás calmándola a ella y después estábamos las tres llorando. Mi madre, la Reina Isabel, Isabel la Católica, Isabel Primera, Segunda y Tercera, la regia, la sana, en bata de levantarse juraba que nunca más se celebraría una fiesta en esa casa, maldita la hora que se había casado con mi padre, maldita la hora que yo había salido igual a él. Nos gritamos mucho, varias veces. Dalia entró a pedirme perdón. No sé dónde estábamos. Venía con Gonzalo. ¿Te convenció él? ¿Perdón de qué? No debí haberme metido ayer con Iván. Fueron mis celos, me dijo. Yo hervía. Encima de todo la otra se hacía la juiciosa. Estaba despeinada, ojerosa, sin pintura pero me miraba con sus ojos rojos de llanto. ¿Te gusta Iván?, le pregunté. Ella miró a Gonzalo. Me acuerdo. Gonzalo se encogió de hombros. May, hagamos las paces. ¿Quién hace las paces con quién?, grité. No pregunté, grité. Si me gusta o no me gusta no es el problema. Siempre te gustó, le grité otra vez. Mi madre me tiró del pelo. ¡Isabel! Ahora fue Gonzalo sobre ella. Dalia se descompuso. ¡Por favor, tranquilícense! ¿Te gusta Iván? Me gusta, pero no te pido perdón por eso. Yo también le gusto y eso tampoco es lo que hice mal, Mayra. Te pido perdón por haberme enredado en tu fiesta. Eso es imperdonable, dijo Gonzalo, ya furioso. Lo sé, lo sé, chillaba Dalia. Mi madre me miró con furia: ¿ves la que has armado? ¡Yo no hice nada! ¡Nada! Gonzalo intentó defenderme pero ya la Reina Isabel había partido hacia la habitación de ellos y daba un portazo. Dalia me tomó las manos y se las quité. Yo estoy enamorada de Iván, musité. Despacio, como sacando ese amor de abajo de un montón de papeles, como si estuviera escondido aunque fuese lo más importante del mundo. Yo estoy enamorada de él y tú no. Dalia, eso tú lo sabías. Mi hermana se quedó muda. Se sacudió el pelo. Gonzalo puso la tetera en el fuego, entraba y salía de la cocina. Un domingo de familia, todos en pijama. En el silencio de la casa se escuchaba a mi madre protestar en su cuarto. Gonzalo bufaba moviéndose de un lado hacia otro. Se preparaba un café a pesar de las advertencias del médico. Pensaba en fumar y no encontraba cigarrillos. Yo ahora, quizá, me habría reído. Soy orgullosa. Fui a mi escritorio y tomé el punzón y me clavé. Esa fue la primera vez que me clavé. Delante de todos, como una loca. ¡May! Escuché a Dalia detrás mío. ¡Gonzalo, Mayra se está cortando las venas! Yo no me estaba cortando las venas. Yo estaba fría. Entre la ira y la pena me había ido metiendo en un frío de muerte, lejana, encerrada en mí misma, encapsulada. Me quedaba mirando la sangre caer sobre las hojas de papel de las tareas de historia de Europa, la Segunda Guerra Mundial, avanzaban los alemanes hacia el Frente Oriental bajo mis gotas de sangre. Me acuerdo porque lo anoté. Soy cursi, soy excesiva, soy exagerada. Digan lo que quieran. Estaba muriéndome por dentro. Era Austria, Polonia, Checoslovaquia, atravesada por mis asesinos internos. Podía sentir mi esclavitud, mi prisión, mi crimen del día, del minuto. Gonzalo me quitó el punzón y me sacudió. No llamó a mi madre, cerró la puerta y encendió un cigarrillo que le sacó a Dalia. Esto se acabó aquí, dijo, como dicen los desesperados cuando quieren que termine algo que no saben cómo terminar. Yo lo intenté con Iván, lo intenté hasta con la vida. Lamento haber quedado como una idiota. Algo de mi sangre quedó como la sangre de una idiota, de alguien que hace teatro, de alguien que solo quiere llamar la atención. Sí, quería llamar la atención. Sí, quería darle la vuelta de mano a mi hermana. Sí, es de niña chica. Pero también sufría de verdad. La tristeza negra, la espesa, también esa melancolía biliosa me ocupaba las tripas, la vista me cegaba, solo escuchaba el ruido de las tropas alemanas en el invierno ruso, los cuerpos helados atrapados en el lodo, el bombardeo a lo lejos. Nunca me gustaron las películas de guerra. El profesor de ciencias sociales contaba las batallas como novelas. A mí me tocaba el sentimiento. Siempre nos hacía imaginar un soldado, una mujer, un muchacho, una niña, gente a la cual le pasaban las cosas en la guerra. Y yo pensaba que dentro mío se repetía la historia de Europa como la de un continente ocupado. Vamos a hablar con el doctor Artigas, el que me ve, dijo Gonzalo. Lo necesitaba yo más que él, por primera vez. Y volví a enrollarme en mi posición fetal y Gonzalo no se movió de la habitación hasta que silbó el agua en la tetera y salió y volvió con su café y encendió otro cigarrillo. Gonzalo, no aguanto el cigarrillo, le dije desde la cama, sin mirarlo. Entró Dalia. Perdóname, May. No, no puedo perdonarte, le dije. Y no hablamos más. Por semanas no hablamos más. Yo me clavaba el punzón a solas y escondía mis heridas y lavaba la punta para no infectarme. A veces me levantaba en la noche y paseaba por la casa con el punzón en la mano, fría, como un fantasma y luego me encerraba en mi cuarto de baño y me pinchaba sobre el lavamanos viendo los hilillos de sangre salir de mis antebrazos como los afluentes del Amazonas. El dolor era mi droga. Peor, demostrar que no me dolía. No me duele, decía yo. No me duele, repetía. No me duele nada, me decía. Y es que todo me dolía. Estaba loca, desesperada de dolor. Desesperada.
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El cuaderno de Mayra
Fiksi Remaja«Yo lo que quería era morirme. Demasiadas poesías, quizá. Quizá eso me enredó el corazón, eso me hizo andar sollozando por los rincones. Perdí el eje, las ganas de vivir, vivir no más se volvió un lastre. El corazón se me convirtió en una piedra que...