Tengo miedo al día de mañana. Salgo de permiso. Hablaron mucho. El doctor Simone dejó fuera a Gonzalo e hizo entrar a papá y mamá y a Dalia. Estábamos los cuatro en el escritorio donde me ve en la clínica y un Sagrado Corazón de Jesús presidía el sitio más desangelado del mundo. El tiempo estaba nublado y yo podía saber que era el otoño que se imponía al sol con su carácter oscilante de siempre. Mientras Simone buscaba la ficha miraba a mi padre y a mi madre. Dalia me tomó la mano un ratito y sentí que era hermoso estar juntos. Mi enfermedad, claro, la traía en mi cerebro pero se abrió como un cofre oxidado cuando se rompió el frágil lazo de los cuatro. Cuando íbamos al sur o al mar donde dice mi padre que nació. Una vez pintó a mi madre saliendo del mar. A su estilo de manchones, un mamarracho: él decía que era mi madre saliendo desnuda del mar. Mamá lo tuvo en el dormitorio hasta que llegó Gonzalo. Yo oí llorar a mi madre debajo del retrato suyo de diosa emergiendo de las aguas. Éramos los cuatro, no sabíamos que nuestras células dañadas, padre, nos hacían tan débiles. No bastaba el amor, nos rompió la torpeza de mi madre, los impulsos suicidas en- lentecidos de mi padre, la confusión de mi hermana. Yo era la zona más tristemente débil. Yo iba a ser también la más sabia, como me dijo Anastasia. Tú sabías, Mayra, en el corazón, lo que pasaba. Esa vez me habló tanto, tanto. Anastasia me dijo que mi dolor era sabiduría, era mucho más conocimiento que todas las palabras de la tierra, que mi enfermedad más que una enfermedad era una iluminación, un saber del dolor, mi enfermedad era una antena que leía en el aire la separación de los cuatro elementos. Los cuatro. Mi madre la tierra, Dalia el agua, mi padre el aire y yo el fuego. Debíamos estar siempre juntos y estallamos. Alguien nos separó. Las cabriolas locas de mi padre. La terrestre testarudez de la Reina Isabel, nosotras, Dalia. May, me dijo ella, y mi doctor Simone anunció el permiso. Sales por un día y una noche con una vigilanta siempre a tu lado, donde vayas, con quien estés. No habrá ningún baño cerrable ni cuchillos ni remedios. Yo ya no quiero morirme, doctor, dije. Tú no, pero la locura sí. Está ahí y te va a doler salir. Se me apretó el corazón. El doctor Simone dijo que debía tener una de día y una de noche. Me da miedo dormir en mi casa, dije. Yo te cuidaré, dijo Dalia. Como un relámpago, sentí el recuerdo de sus gritos contra mí. ¡No la aguanto, mamá! ¡Esta loca de mi hermana! No importa, no importa. La cura de sueño, lo que me hayan hecho, no borra todo. Eso es bueno, dice Anastasia, insiste en que debo ir pudiendo acordarme de todo. Poder pensarlo, dice, y junta las manos como si sostuviese una avecilla herida, es poder sostener con cuidado lo más frágil pero también lo más potente del alma. No es puro ponerle nombres ni hacer fórmulas en una pizarra. Pensar también es sufrir. Acordarse es sufrir. Vivir es sufrir. Hay que enseñarte a sufrir de nuevo, sin dañarte. Lo único que me importaba era estar los cuatro en la sala de reunión de la clínica. El doctor nos dijo que seguíamos siendo una familia, que nos acordáramos de eso, que yo estaba mucho mejor pero incubaba en mí este mal. No sé si lo dijo así, yo tenía los ojos llenos de lágrimas y es Dalia la que me dictó muchas de estas frases. Voy a ir a mi casa y dormiré ahí, pero en el día estaré en el estudio de mi padre con mi vigilanta. Me irá a buscar Dalia en un taxi o con Gonzalo. Siempre debían estar dos de mis tres familiares. Siempre. Es una prueba importante, dijo Simone. ¿Quieres ver a alguien en especial? Pensé en Iván y Dalia también lo pensó. No se guarden nada, por favor. Iván no, me sugirió Anastasia. Te llama a veces Verónica, dijo mi madre. Tuve que pensar para acordarme quién era. Y Ricardo, dijo Dalia, pero mi madre que siempre será la Reina, la miró de malas. Las cosas nunca serán las que tú quieres, me dice Anastasia y me suena como a otra emperatriz, otra reina de espadas. Irina solamente, dice Simone. Eso dijo. Dalia me trajo un teléfono celular y hablé con ella. ¿Sabe? Algo sabe, me dijo Dalia. Tengo miedo del día de mañana pero es otro miedo. Tengo miedo que retorne el peor miedo. La visita de la muerte. Nunca más, por favor. Para todos tiene la muerte una mirada, vendrá la muerte y tendrá tus ojos, será como dejar un vicio, como ver en el espejo surgir un rostro muerto, como escuchar un labio ya sellado. El poema es de Cesare Pavese. Lo encontré. El no pudo salvarse. Yo sí. Pero tengo miedo de esa mirada, sentirla en mi carne, sentirla en mi alma. Por eso la vigilanta. Vamos a salir juntas, me tararea la Mary que todo lo dice como cantando y me hace sonreír. Entiendo la alegría hoy como si fuera una palabra de otro idioma. Una sensación que aún no es firme. Me da terror volver a sentir el deseo del punzón, ese frío donde me envolvía para dejar de sentir. Ahora sé que si tomo las manos de alguien que me quiera, no necesitaré sangrar. Cada herida que me he hecho ha sido el deseo de estar viva, el deseo de ser hermana de sangre del mundo. Miro los limoneros como me los enseñó a mirar mi padre, descubriendo los muchos verdes y amarillos de sus hojas. La dificultad de retratar cada línea que se cruza con otra, las curvas, las sombras. Yo no veía nada más que un bulto gris donde estaban todos los colores de la tierra. Yo estaba tan pobre, tan despojada. No quiero volver ahí, nunca más necesitar abrirme la piel o vomitar, mi otra manera de conectarme con la tierra, menstruar, las mujeres que somos carne abierta, somos una herida que camina. Frases robadas, somos un ser rajado, hemos sido hechas con un cuchillo, nos duele el amor más que a los hombres, nos duele más la furia, nos queremos morir y resucitar más que ellos. Dios, perdóname tantas veces que dejé de creer en todo. Dios, no me dejes volver a caer en esas fosas donde apenas podía oír mi respiración acezante y mordía las sábanas, la almohada, mordía mi pijama, me aguantaba las ganas de entrar en el punzón o en tocarme. Quedaba como loca, triste, deshecha, el orgasmo me llevaba arriba y luego me dejaba más muerta, más vacía. Era un golpe de sol para luego caer en picada, enceguecida. Tengo miedo de mañana salir de la clínica con mi ala rota, pájaro herido, alguna vez recogimos un cernícalo con mi hermana. Toda su fiereza empequeñecida, le dábamos de comer carne cruda y hacía un gesto de guerrero avergonzado, con su ala rota. Cuando se mejoró no se despidió ni nada. Orgulloso voló y entramos a la casa sintiendo que nos hubiera gustado despedirnos más, volver a vernos. Anastasia dice que no he podido aprender a despedirme porque he tenido muy brutales despedidas. Mi padre, mi primer amor, dice ella. Su manera de morir me duele. Moría en vida. En sus pinturas se moría. El quería salvar a otros de la muerte como yo quiero salvarme a mí con mis escritos. Tengo miedo de mañana porque no estará la clínica para cuidarme. Miedo que me digan las frases horribles: es la juventud, no te compliques con cosas tan simples, cuando yo era como tú me pasaba igual, tienes que ser más adulta. No quiero oír soluciones, quiero sentir la misma quietud de ahora, necesito la calidez que me daba mi sangre de amor no correspondido. La que no me daba, nunca me dio nada, ni vomitar, ni verme cada vez más flaca. Tengo miedo que me hablen de comida, que empiecen a levantarme el ánimo con frases tontas. No quiero sentirme exigida ni apurada ni abrumada. Casi pido una pastilla para dormir. Me alivia poder irme durmiendo de a poco. En el día tomo unos medicamentos con nombres de heroínas finlandesas. Olanzapina, Venlafaxina. Me juraron que no engordan. Ojalá. Pero cuando siento el descanso de mi pecho, el amainar del viento en mi cabeza, ya estoy agradecida. Cuando el miedo pasa y me puedo dormir tranquila. ¿Cuánto tiempo que no dormía tranquila? Aunque tengo miedo es otro miedo. El miedo bueno, el que no daña, el que avisa.
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El cuaderno de Mayra
Teen Fiction«Yo lo que quería era morirme. Demasiadas poesías, quizá. Quizá eso me enredó el corazón, eso me hizo andar sollozando por los rincones. Perdí el eje, las ganas de vivir, vivir no más se volvió un lastre. El corazón se me convirtió en una piedra que...