¿Estoy muy loca? ¿Muy loca? ¿Me pasaré la vida entrando y saliendo de la clínica? El doctor dice que no, Anastasia dice que yo soy la que creo que sí y no me dice más. A mi madre no me atrevo a preguntarle nada. Vienen con Gonzalo o con mi hermana y hablamos poco. Me dicen que estoy mejor que ayer, pero yo no me acuerdo bien si vinieron o no. No me acuerdo de las notas que tomé o los dibujos que hice. Los ordeno a veces, otras me olvido. Verónica está afuera y dicen que me despedí con un abrazo. Me dejó una carta, tan linda como ella, tan buena que la envidio: Nos tocó la misma herida. Se cura. Esta enfermedad se domina. Tiene cosas hermosas y otras terribles. Tú me leíste ese poeta alemán que pedía ser oído por las altas esferas de los ángeles. Todo ángel es terrible. Esta enfermedad es una bendición. Y también es terrible. Pero pasa. Yo estoy bien y tú también lo vas a estar. Acuérdate de mí. Las curas de sueño nos dejan tontas pero el amor no tiene olvido. Tú amiga loca, tu loca amiga, Verónica. Ricardo te va a llamar. He tenido que revisar mis notas para saber quién es Ricardo. Bernardita va y viene. ¿Me hicieron electroshocks? ¿De verdad? ¿Tan mal he estado? ¿No bastó con la cura de sueño o la sustancia esa del lento goteo hacia mi sangre? Ya no quiero morir pero es verdad que todavía no salto hacia la vida como los zorzales, cuando se lanzan al aire desde los limoneros de mi ventana. Las reglas de la clínica no permiten que uno vuelva a visitar a otra paciente hasta un año después de habernos ido. Pierdo el cariño de Verónica del cual tan poco me acuerdo. Ricardo, no podría reconocerlo en la calle. Ha sucedido en plena batahola, pobre de mí, todo lo pierdo. En mis notas a veces encuentro notas suyas, sus dibujos, muy distintos. Ella es casi como todo el mundo. Le gustaría a mi madre tener una hija como ella. Me agrega un libro que dice que buscó en internet. Se llama Tocados por el fuego y lo escribió una psiquiatra que estuvo enferma de esta misma depresión de dos llamas. Dice que escribió sobre el suicidio, La noche cae rápido. Quiero leerlo, algún día. Necesito más que nunca que me hablen de este dolor, cómo se siente, cómo se vive, cómo le pasa a otras personas. Le he pedido a mi padre Gonzalo que le diga a mi padre Daniel que venga a verme. Me contesta que viene casi todos los días y tengo que retomar mi cuaderno para descubrir que ha venido. Debo escribir más, cada vez más. Ahora no hay más goteos ni anestesias, me dice el doctor Simone. Poco a poco me sentiré mejor, en una se-mana saldré con permiso. Hablaremos ahí del momento del alta. Me pregunta todo lo amable que puede si la muerte viene a buscarme. Lo dice con esa frase y yo reconozco en mis notas una frase mía.
Un dibujo que llamé así. La muerte no, ya no viene a buscarme. Vino, y vino seguido. Casi se lleva todo. No me dejaba ir a clases. Yo quería enfermarme, bebí cloro, amoníaco, me quemé por dentro. Vomitaba largamente. No era para ser flaca, era para ser pura. Vomitaba en ese estado frío, ese estado neutro que es la muerte dominada, cabalgada. Montada a caballo de la muerte anduve más de un año. Como una aparecida llegaba a la mesa, me comía lo que hubiera, no protestaba. Así perdí a Iván, así salí con Sebastián y atraqué con Juan Claudio, que no importa quién es, hombres que se vuelven nombres o apenas caras o apenas noches o apenas fiestas, y odié a mis amigas y bajé las notas. Me fui a pique. Así galopé por enormes llanuras de hierba muerta, sentía el viento helado de la muerte en mi cara. Mi caballo de muerte galopando en estampida mientras mi cuerpo seguía atado a la montura, trabados mis pies en los estribos, las riendas sueltas, sin freno, la estepa abierta, fría. Despertaba a cualquier hora de la noche e iba al baño. Una vez, cuando le volví a hablar a Dalia, fue cuando me quise arreglar la nariz. No lo había pensado nunca antes, fue un disparate, estalló la idea en mi mente, la mente adormilada de esos días, la mente que veía las cosas como una película sin sonido, como una ventana ajena. Me miré al espejo y esa vez no me encontré gorda, me encontré fea, con la nariz larga, con la nariz caída. Nunca antes me había llamado la atención la nariz. Era solamente mi nariz en el espejo. Mi nariz rota, floja, fea. Moví con morisquetas mi cara, y sentía que el puente de la nariz estaba doblado y pensé que me podía cortar el hueso con una hoja de afeitar y busqué el cuchillo para el cartón y empecé a cortarme pensando que no me dolería. La sangre salió mucho más rápido que de las manos o los brazos, me mareé, me corría la sangre salada sobre la boca. No me duele, me decía, como hipnotizada por la pena. Loca de dolor, ahora sé que estaba loca de tristeza. Había ido montada sobre la muerte más allá de las fronteras de todo lo sensato. Estaba exiliada de la vida. No me dolió, el mareo me hizo trastabillar hasta que sentí el hueso con el filo de la hoja del cuchillo. Chorreada de sangre en la cara no veía mi horror. No veía el tajo. Ciega ante las heridas de mi cuerpo y de mi mente. Sentí que me desmayaba de ver tanta sangre. Pero era la sangre de otra, yo ya no estaba ahí. Sujetaba el cuchillo pero no estaba allí. Eché a correr el agua, dejé las toallas manchadas, me senté sobre la taza del water a esperar que pasara el vahído. Entonces me levanté y llamé a Dalia. Primero suave, luego ronca, luego de pie en la puerta de su cuarto. Sobre el alfombrado quedaron para siempre las gotas de sangre. Ella saltó aterrada de la cama. May, dijo. No gritó. Cómplice como cuando éramos niñas. May, May, susurró. Creo que eran las cinco de la mañana. Le mentí: me pegué en el baño. El médico del servicio de urgencia me puso tres puntos. Me miró raro. Los médicos ven muy seguido la muerte en los ojos de sus pacientes. ¿Te pegan en tu casa?, me dijo. A mi madre le preguntó si yo me drogaba. Está baja de peso. ¿Vomita? El médico era un hombre joven, algo calvo, se sentó junto a Gonzalo en una sala aparte. Escuché que hablaban sobre cosas que le tocaba ver. Ahora me cuentan que les sugirió internarme, que temía hubiese sido un intento de suicidio. Gonzalo no se atrevió a contar lo del punzón. Mi madre estaba preocupada del seguro de salud, de la cuenta. Si era una herida hecha por mi mano, no le devolvían el costo de la consulta. Si yo estaba loca, yo no estaba enferma. ¿Quiénes son los locos? Dalia me abrazó. Hermanita, me dijo. Yo temblaba, tenía la presión muy baja, amanecía cuando salimos del servicio de urgencia. No fui al colegio. El doctor Artigas me vio y me dio unos antidepresivos que durante unos días casi sentí que mejoraba, casi. Unos días sí, unos días no. Empezó la montaña rusa del ánimo, la loquería. El doctor Artigas hablaba más con mis padres que conmigo. Nunca llamó a mi verdadero papá. Yo le pregunté por qué no llamó él. ¿Por qué no me hospitalizaron entonces? No habría habido electroshocks ni curas de sueño, a lo mejor unos tres días del lento goteo de limpieza de mis venas. Sáquenme la muerte por dentro bailando los deshollinadores en las chimeneas de mi cabeza y dejar de sentir esas ganas de dejar de sentir, es decir, la muerte. Atrapada en el juego de espejos del vacío donde saltaba para huir del vacío. ¿Cuántas veces tuve esa pesadilla? Caer y caer y caer y caer. Te voy a enviar donde un colega y una psicóloga, me dijo el psiquiatra de Gonzalo. El doctor Simone me escuchó y se frotó la frente preocupado. Yo quiero mucho al doctor Simone. Es el primero que me pidió perdón cuando estaba volviendo de la muerte que no tuve. Él me dijo que se había equivocado, que debió tratarme con mucho más energía. Que usó bajas dosis, que debió haber llamado a mi padre. No sé si se lo habrá dicho a mi entiende en la familia. Y nos abrazamos. Lo anoto para no olvidarlo. Todos los días mi padre me lleva al jardín de la clínica y nos abrazamos mucho rato. Como un padre con su hija. No es el amor de Iván, es otro amor que me faltaba. Mucho, lo necesitaba de adentro. Mi padre medio loco, despeinado, con la ropa hedionda a tabaco. Mi padre que vi tantas veces pasado de alcohol. Mi padre mal hecho, tartamudo, lleno de ese genio que le veo en sus cuadros. Mi padre que quiero tanto, pobre padre mío.
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El cuaderno de Mayra
Teen Fiction«Yo lo que quería era morirme. Demasiadas poesías, quizá. Quizá eso me enredó el corazón, eso me hizo andar sollozando por los rincones. Perdí el eje, las ganas de vivir, vivir no más se volvió un lastre. El corazón se me convirtió en una piedra que...