Veinte y tantos

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Ultimo día en la clínica. He escrito poco por el sueño y también porque ha habido muchas visitas. Ha venido Irina todos los días y viene además Anastasia a nuestras sesiones y puedo llorar, hablar de mi madre y de mi padre. Viene papá y veo en mi cuaderno los dibujos que me hace. Cada día haré un dibujo de tus ojos. Será cada vez más vivo, más mi hija, más tú. Yo soy más yo en cada di-bujo. No hablamos tanto. Me abrazo dentro de él mientras me cuenta qué remedios está tomando, los temblores que le da el carbonato de litio y el temor que eso estropee sus dibujos. Lo vi temblando con el grafito, se angustió. No importa, me dijo, me lo advirtieron, al comienzo es así, después se pasa. Se queda quieto y se le va pasando y puede dibujar. No hace chistes tontos. He vivido tan perdido. ¿Dónde estuve cuando estuve casado? ¿En qué casa? Viví tan lejos de mi esposa. ¿Dónde estaba? Yo lo entiendo. Cuando estás en esto no estás en el mundo. Crees que estás en el mundo pero te has despertado convertida en un enorme y repugnante insecto. No puedes mover tu cuerpo sin sentir la incomodidad de todos mirándote como a un espécimen raro, de colección. No me gusta nombrar mi enfermedad. Sé que sencillamente es algo que entra a mi mente, a mi corazón, y destroza la capacidad de sentirme alegre o entusiasmada o sencillamente contenta. Todos los días que viene Simone me vuelve a explicar qué es emoción y qué es enfermedad. De todas esas emociones tengo a veces que reescribir algo. Estos días, ya llevo casi una semana desde el permiso a prueba, me he sentido mejor. Estable. He despertado sin los buitres sobre mi cabeza. Hasta me he descubierto saltando con ánimo para entrar al taller de terapia. Como Verónica me peleo por la máquina de coser. Me da pena ver cómo llegan algunas. No tengo fuerzas para hacer lo que hizo Verónica por mí, hablarme, contarme que estaría conmigo. Me ha enviado mensajes con mi hermana. Qué me espera. Ricardo no ha aparecido y de Iván tampoco supe hasta hoy. Quizá por eso he necesitado volver a escribir. Eso y el anuncio de mi regreso a casa. Mañana. Iván quiere que nos veamos. Me lo ha dicho Irina. Incluso le pidió permiso al doctor para decírmelo. Simone me dijo que mi vida amorosa no era una enfermedad, que el amor también cura y que debía seguir adelante con las cosas de mi corazón. ¿Iván sabe?, le pregunté. No tengo fuerzas para contarle nada. Sé que perderlo me hizo caer al peor momento de mi vida. Tengo mucho miedo de volver a hablar con él. Tengo miedo de volver a disimular. Me he pasado la tarde imaginándome qué le digo o cómo se lo digo. El doctor Simone dice que debo tener una vigilanta por dos semanas, que no voy todavía al colegio, que si hablo con Iván será con la vigilanta cerca. También tiene miedo. Sé lo que sientes, dice, y tengo la sensación que él a lo mejor no solamente lo sabe por los libros. Lo sabe de la vida. No le pregunto nada. Anastasia tampoco me contesta mucho. Le pregunté qué pensaba de mi terror a Iván. Me devolvió la pregunta: ¿Qué crees tú? Debo hablarle. No dar un solo paso atrás, dijo Anastasia. Nada de lo viejo. Salgo de aquí nueva o no he salido. Ya me quitarán la vigilancia y podré moverme como si fuera una sencilla alumna del último curso. Pregunté sobre mis estudios a mi madre. Estaba preparada. «Es lo menos importante», me dijo. Yo pensé cuánto se debe haber tardado en asumir esa exigencia que tiene. Dalia se está preparando para las pruebas de ingreso a la universidad. «Si entro yo primero, te explico todo después», me dijo. No la sentí burlándose de mí. Lo sentí compasivo. Conmigo compartiendo el dolor de estar fuera de carrera. Con mi corazón quebradizo recién reparado. Mañana salgo. Tal vez en un par de días más, el domingo por la tarde, hable con Iván. El pidió la conversación. Me hizo llorar eso al acordarme mientras hablaba con Anastasia, nuestra última sesión en la clínica. Me da miedo el mundo, me da un poco de miedo. Alguna vez iba al centro, a las tiendas de ropa usada, con Irina y alguna otra amiga, la Carla, Susana, nos probábamos de todo y nos daba lo mismo la mirada de los hombres o la noche abierta. No teníamos ese miedo metido debajo de la piel, ese dolor de vivir. Yo era ingenua, hasta tonta pude ser en las cosas que hice, mis decisiones, mi amor loco por Miguel, las tonterías en las fiestas. Lo que buscaba  en Dios estaba errado. No era cosa de rezar más, estaba enferma, destruida mi capacidad espiritual desde su misma médula. Ahora sí podía pensar, distinguir el pecado auténtico de la sensación injusta de ser una pecadora perdida. Los días negros de los días grises. Me da miedo salir. No sé si estoy totalmente curada. Me insisten en que debo ser muy cuidadosa en este primer año. Nada de alcohol ni en broma, cuidar el sueño, trabajar lo justo. Ya veríamos si daba o no daba los exámenes. «No es lo más importante», dice la Reina Isabel y se le nota que alguna vez «fue» lo más importante. Ahora no lo es y eso es bueno. Me pone nerviosa quedarme fuera del curso. Empiezo a preguntarme qué hago, con quién estudio. Simone se sonríe y me dice que pare la maquinita esa que me puso la depresión en la cabeza, dar vuelta todas las cosas haciendo imposible la esperanza, siempre incierta, el acto de fe del día siguiente. Ya veremos, con confianza. Voy a hablar con Iván. Me voy de la casa de las locas y los limones.

El cuaderno de MayraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora