Capítulo 8

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Amelia estaba ante el espejo, alisándose la chaqueta, mientras se observaba nerviosa. Se había puesto un traje de chaqueta negro, lo único negro que había encontrado en su armario que fuera lo bastante elegante para un funeral. Seguramente no estaría bien aparecer con un vestido ajustado que le llegaba a mitad del muslo. Por un momento, pensó en lo que pasaría si se lo pusiera, pero si su padre no iba a estar allí para entrar en cólera, no merecía la pena.

Se volvió de nuevo hacía el espejo y no pudo evitar sonreír. Estaba guapa. Si Natalia la viera seguramente le preguntaría que película estrenaba ahora. Recordó que tenía que llamarla y decirle que su lesión iba bien, no había tenido ninguna molestia y realizaba los ejercicios que le había mandado su fisio antes de darle el alta.

Se peinó, o hizo lo que pudo con sus rizos y no pudo evitar acordarse de cuando Luisita le cortó el pelo. Estaba ensayando una obra de teatro en el instituto y el personaje que representaba tenía el pelo corto y como ella lo tenía muy largo, habían decidido ponerle una peluca. Le daba bastante calor y le apretaba, lo que hacía que al final no se concentrara en la obra y se distrajese con facilidad por lo que decidió cortarse el pelo. Primero le pidió a su madre que la llevase a la peluquería para cortarlo, pero ella se negó en redondo. Así que Amelia se vio en la obligación de convencer a Luisita para que lo hiciera. Cuando Manolita vio aquel desastre intentó remediarlo en lo posible, mientras proclamaba que Devoción la despellejaría si se enteraba.

Al final resultó que le gustó, aunque no ocurrió lo mismo con su padre. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que ir a verlo? Amelia compuso una mueca de fastidio: la idea no la tentaba ni lo más mínimo.

Tenía unos cuantos días por delante para ir, aunque sabía que cuanto antes se lo quitara de encima, mejor. Todavía no había decidido cuánto tiempo iba a quedarse, aunque Quintero le había pedido que esperase una semana para poder ocuparse del testamento. Otra cosa más que no la tentaba en absoluto. No deseaba enfrentarse a su tío Alonso por algo así.

Volvió a la realidad al escuchar una discreta llamada en la puerta de su habitación.

Fue hacia ella y la abrió: al otro lado estaba Marina, inmóvil y mirándola con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasa? — preguntó Amelia, al ver que no reaccionaba.

—Guau, estás guapísima — piropeó la castaña, haciendo que se ruborizara ligeramente.

—Gracias.

—Quintero me ha pedido que te diga que puedes ir hasta la iglesia con ellos.

Amelia agradeció el gesto, le daba pánico aparecer por la iglesia sola y afrontar todas las miradas y los cuchicheos que provocaría su presencia allí. Con Quintero y Teresa se sentía más respaldada.

—Sigue sin haber ninguna llamada, por cierto — dijo Marina con un tono divertido, recordando su conversación del día anterior — Tal vez ni sabe que estás en Madrid.

—Pues está a punto de saberlo. He decidido ir primero al hospital, para acabar con esto de una vez —añadió encogiéndose de hombros.

—¿Estás segura?

—Sí. No te preocupes —dijo con una sonrisa—, tan sólo quiero que sepa que he venido.

—¿Y también que asistirás al funeral y él no? — preguntó certera.

—Sí, algo así — respondió guiñándole el ojo antes de ir hacia su bolso y meter su móvil y la cartera.

—Llama si necesitas algo, o si hay problemas, ¿de acuerdo? — dijo preocupada.

—No habrá ningún problema, Marina, sé cómo tratarlo. Nos vemos luego.

A pesar de aquellas valientes palabras, Amelia notó que la aprensión la iba dominando conforme se acercaba al hospital. Cuando era adolescente había intentado enfrentarse a su padre en numerosas ocasiones, y en la mayoría de ellas había perdido. Su madre había sido incapaz de intervenir, los deseos de su padre solían ser ley.

Llueven las lucesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora