Capítulo 21

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Amelia esperaba a Quintero en su salón, contemplando las diferentes fotografías que adornaban cada rincón. Lo había llamado a primera hora, dispuesta a aclarar lo que le había contado Nacho la noche anterior. Sabía que era sábado y que seguramente el abogado tenía planes, pero le había asegurado que sería breve.

Mientras lo esperaba, pensó en Luisita y se preguntó que le rondaría por la cabeza esa mañana. No habían podido disponer ni de un segundo a solas para hablar.

Cuando llegaron Amelia se había ido a su cuarto, cerrando la puerta tras ella, mientras que Luisita y Cata discutían apasionadamente sobre qué libro leer antes de irse a dormir. Y esa mañana, cuando por fin se había atrevido a salir de su dormitorio, ambas estaban en el sofá, viendo dibujos animados. Luisita la había mirado a los ojos y le había dicho que el café ya estaba hecho. Amelia se llevó su taza a la mesa y encendió el portátil, pues tenía que responder a varios correos electrónicos e informar a Natalia. De vez en cuando observaba a Luisita. Incluso cuando no estaba mirándola, era consciente de que los ojos de la rubia estaban fijos en ella.

No iban a tener tiempo para hablar a solas, ni siquiera por la noche. Manolita iría a dejar a Ciriaco al mediodía y tendrían que cuidar de sus hermanos hasta el día siguiente por la tarde. Y tal vez era mejor así. ¿Qué le diría, si estuviesen a solas? ¿Qué preguntas le haría Luisita? No, así estaba a salvo.

Amelia no estaba preparada para mantener una charla tan íntima y franca con Luisita. Cuando la puerta se abrió, alzó la vista y sonrió al ver a Quintero con su atuendo para jugar al pádel.

La conversación, tal como le había prometido, fue rápida. Hablaron sobre su padre y los últimos movimientos que pensaba hacer, a los que Quintero no le había dado importancia. También trataron los nuevos cambios de la empresa, el nombramiento de Nacho como presidente y su valía para el puesto. Salió de allí habiendo recuperado la confianza en Quintero y orgullosa de las decisiones que había tomado.

* * * * *

Luisita se quedó parada ante el microondas, viendo cómo daba vueltas la bolsa de palomitas y preguntándose por enésima vez dónde se habría metido Amelia. Se había ido de casa antes de las diez, sin apenas despedirse. Echó un vistazo al reloj e intentó no preocuparse. Eran más de las ocho. Seguramente habría llamado si estuviese en apuros.

Pero no lo estaba, eso ya lo sabía. Lo más probable era que Amelia la estuviese evitando, evitando la situación creada y el posible conflicto, igual que había hecho en el instituto.

—¡Maldita testaruda! —susurró.

Ojalá hubiese mantenido la boca cerrada la noche anterior; sin embargo, la expresión que pudo ver en los ojos de Amelia, el anhelo que vio en ellos, estuvo a punto de romperle el corazón, y deseaba hablar con ella sobre el tema, averiguar qué era lo que le rondaba por la cabeza.

Y a la vez también temía eso que le rondaba por la cabeza a su amiga. Una cosa era darse cuenta de que la atracción que había sentido entonces por Amelia era más que amistad y que bordeaba la atracción sexual, y otra muy distinta era verbalizar como adulta esos sentimientos, darles rienda suelta. Luisita se aferró a la encimera de la cocina y cerró los ojos. Y si Amelia pensaba lo mismo, ¿qué pasaría? ¿Saldría a la luz de repente algo que debería haber sucedido doce años atrás?

El pitido del microondas la sacó de sus meditaciones. Abrió la puerta y sujetó con cuidado el borde de la bolsa. Vertió las ardientes palomitas en dos cuencos y los llevó hasta la sala. Ciriaco y Catalina estaban en el suelo, con la mirada fija en la televisión. Luisita les había puesto una película, se llevaban cuatro años, pero tenían gustos casi idénticos así que no habían tenido problema en elegir.

Llueven las lucesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora