Capítulo 9: ...Y beso con H

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Las importantes confesiones de Olivia me habían llevado a un estado de enorme perplejidad

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Las importantes confesiones de Olivia me habían llevado a un estado de enorme perplejidad. Así que la mantuve entre mis brazos porque me sentía incapaz de soltarla, además no tenía palabras de consuelo y decirle cualquier frase manida hubiera sido un insulto a su inteligencia y a sus heridas.

Ella también me abrazaba con fuerza contra sí misma, pero ya no enterraba su cara contra mi pecho sino que ahora su cabeza reposaba en mi hombro, con calma.

Nos quedamos mucho rato así, unidos el uno en brazos del otro. Perdiendo la noción del tiempo mientras el mundo se desdibujaba a nuestro alrededor: para mí sólo existía su calidez y ese olor a mango que me llenaba los sentidos con recuerdos fugaces de niñez.

«Me gusta que me llames Via»; la frase se me hizo eco de pronto en el océano de emociones en el que estaba sumergido. A todas luces, ese diminutivo era algo muy íntimo para ella y me estaba permitiendo ser partícipe de ello. No sabía cómo corresponder a tanta generosidad... No era merecedor de esta.

Olivia no dejaba de asombrarme y no sabía si alguna vez dejaría de hacerlo. Y tuve de nuevo esa extraña sensación, ese pellizco por dentro, que me dejaba sin aire, como si me ahogara.

La solté, pero su vacío no me hizo recuperar el aliento, al contrario, me sentí aún más asfixiado, así que carraspeé para tratar de quitarme esa sensación.

—Perdona... —me disculpé al ver su mirada turbia, como si estuviera volviendo en sí después de un largo trance —. Igual se nos hace tarde, para ti...

No sabía el rato que habíamos estado abrazándonos. Ella consultó su reloj y contestó:

—No, aún voy bien. Lucía me cubre hasta las nueve, los jueves.

Asentí.

—¿Lucía es...? —Dejé la pregunta en el aire, recordando vagamente a esa chica oronda, de pelo oscuro atado en una coleta, que había hecho desaparecer a Olivia de mi vista cuando la llevé a su casa.

—Sí, la que nos interrumpió el domingo... —dijo ella con cierto pesar, y luego más alegre añadió: —Ella es la enfermera de mi madre y también, mi mejor amiga.

—¡Ah! —exclamé, afirmando con la cabeza.

—Trabaja a tiempo parcial en el Hospital del Tajo y desde hace dos años, también lo hace en casa. Mi madre cada vez necesita más cuidados y yo no llegaba a todo; me ayudan mucho Allegra y el matrimonio Costa -Andrea y Giulia-, pero tampoco podía permitir que estuvieran todo el día con nosotras; bastante hacen y han hecho. Y yo... no quiero meterla en una residencia...

Hizo una pausa, como si esperase que yo le dijera algo. Como si fuera a recriminarle que estaba como una cabra por sacrificarse por su madre y no endosarla en la primera institución que hubiese encontrado.

—¡Qué suerte tiene tu madre! —fue lo que acerté a decir —. Ojalá yo hubiera podido cuidar de la mía...

Olivia me agarró de la mano, mirándome con sus grandes ojos grises, que me iluminaron y me dio un suave apretón entre los dedos, como yo había hecho con ella, para infundirme ánimo.

La última vez que hablé de ese tema en voz alta, había sido con Leo más de dos años atrás. No es que mi madre se hubiera convertido en un tema tabú, al contrario, en casa hablábamos de ella casi a diario porque no quería que los pequeños la olvidasen, sólo era que ciertas cosas, ni siquiera a mí me apetecía recordarlas.

Le conté a Olivia mis orígenes... todo lo que yo sabía. Que habían matado a mi padre biológico y a toda nuestra familia, en un asalto a la aldea donde vivían, que mi madre se hizo la muerta para sobrevivir y luego huyó, vagando por caminos que de lo único que estaban llenos era de peligros, durante tres días; sin comida ni agua y que conoció a mi padre porque se cruzó en su ruta de cooperante, de un campamento a otro.

—Cuando mi madre, mi yaye —le expliqué a Olivia, usando nuestro habitual wólof—, conoció a mi padre, mi baye, pensaba que ya no estaba en este mundo y tenía alucinaciones... —sonreí al citar textualmente a mi madre, porque ella siempre me lo contó así —, pero era muy real. Él la llevó a un refugio y la salvaron. Se enamoraron casi enseguida. Mi padre siempre ha dicho que yaye tenía la sonrisa más bonita que había visto en la vida.

Hice una pequeña pausa, Olivia me miró y sus ojos se posaron en mi boca pero no dijo nada, sólo me sonrió, invitándome a seguir hablando. Así que le conté cómo adoptaron a los gemelos, y cómo nos reímos todos con la llegada de Ginger, al ver que había salido tan blanca como mi baye y con los ojos y el pelo de mi yaye. Y dos años y medio después, llegó Paolo y la casa se convirtió en el caos absoluto que era ahora, porque ya de bebé apuntaba maneras y no había forma de dormir por las noches.

—Hace unos tres años -terminé mi relato-, ella volvía del supermercado del barrio. Siempre nos faltaba -y nos falta- algo en la nevera y esa noche aunque era tarde, se empeñó en ir. Ni mi padre ni yo la quisimos acompañar. Baye estaba ocupado bañando a Paolo y yo... le puse una excusa tonta para no ir, me daba pereza -hice una breve pausa, ni siquiera me acordaba de lo que le dije, pero desde luego nada que no cambiaría si se pudiera reescribir la propia historia -. Iba cargada con las bolsas y de repente un coche la embistió. La conductora iba borracha y con el permiso de conducir caducado. La muy hija de... —callé, ese "ser" no merecía ni mi desprecio-, dijo en el juicio que no la había visto porque «era negra y ¡claro! Era de noche...»

Olivia abrió los ojos desmesuradamente y vi como le crecía la indignación por dentro.

—Pero ¿se puede ser más...? —se quedó en suspenso un segundo, destilando ira por todos sus poros, a punto de decir una palabrota sin disfraces.

Y antes de que lo hiciera, la besé.

Al principio solo fue el instinto para evitar que soltara un improperio sin control y que luego se arrepintiera después de todo el esfuerzo que le estaba llevando controlar sus palabrotas, pero nada más tocar sus labios, la electricidad me corrió por dentro y me entraron ganas de devorarla. De no soltarla jamás. De quedarme a vivir enganchado a esa suavidad roja, a esa humedad que sabía a café helado, para siempre.

Olivia se pegó a mi cuerpo, ofreciéndome la boca sin complejos, sin reservas y yo le puse las manos en las mejillas, tomándola como si fuera un náufrago y ella mi tabla de salvación; porque en realidad, eso era exactamente lo que éramos.

Una voz interior que me recordaba que se nos iba a echar el tiempo encima, fue la que me hizo, al fin y con mucho pesar, separarme de ella.

—Ehm... Ahora sí que se nos hace tarde, Via —solté con un carraspeo ronco.

—Sí... —afirmó ella en un susurro, mirando el reloj a la vez que se estiraba la blusa, recuperando la compostura.

Y sin decir nada más, salimos de los jardines en dirección a dónde habíamos aparcado.

También en silencio, nos abrochamos sendos cascos y chaquetas, para a continuación montarnos en la moto.

Antes de arrancar, giré la cabeza e iba a comentarle que se agarrara con fuerza a mí, pero no hizo falta, enseguida noté sus brazos rodeándome la cintura con firmeza. Solté la mano izquierda del manillar para darle una caricia suave antes de arrancar y poner rumbo a Aranjuez.

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