Capítulo 45: «Ñaar yaram, benn xol»

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Por primera vez en mi vida me sentía a la deriva... No había nada a lo que agarrarme. Tenía muy claro que Olivia era mi tabla de salvación, porque sin ella estaba perdido, y si no me perdonaba, mi vida iba a ser como un perpetuo naufragio.

En todos los saltos al vacío que había experimentado a lo largo de mi vida, nunca había sentido un miedo tan atroz como en ese momento en el que pensaba que quizás la había perdido para siempre. Ni cuando vinimos a España, abandonando la única vida que hasta entonces había conocido en Senegal, ni cuando perdí a mi madre y la depresión de mi padre me dejó a cargo de mis cuatro hermanos, ni, por supuesto, cuando terminé con Rita.

Porque nunca antes había perdido la fe en que las cosas se terminarían poniendo en su sitio. Siempre había pensado que todo ocurría por algún motivo, que todas las pérdidas conllevaban alguna ganancia. Pero esta vez era distinto, tenía demasiado claro que sin mi torbellino cobrizo ya nada iría bien.

El viaje de vuelta desde Barcelona fue una auténtica tortura para mí. Mi mente se había propuesto putearme y por más escenarios distintos que me imaginara, el resultado siempre era el mismo: perdía a Olivia.

Llegué a Madrid con la cabeza embotada como si hubiera estado de resaca, sin haber podido apenas descansar durante las casi ocho horas que duraba el trayecto, pero con una clara determinación. Iba a seguir con mi plan, fuera cual fuera el resultado.

Sabía que su audición del día siguiente era en El Real, que los alumnos estaban citados a las diez de la mañana, que no estaba permitido el público y que el acceso estaba restringido al entorno del Conservatorio.

Un poco antes de las diez, camuflándome entre el tráfico, pasé por delante del teatro con la moto. Vi un grupo de chicos delante del teatro, pero no pude distinguirla. No obstante, sabía que estaría allí, porque ese examen era la cumbre de su carrera académica.

Aparqué a dos calles de allí y contraté a un mensajero de una conocida app, para que le hiciera llegar la caja con las zapatillas. No había querido ponerle remitente porque si seguía cabreada conmigo (algo que, en absoluto podía descartar), iba a rechazar el paquete.

Le di al chaval del patinete unas instrucciones muy precisas, y cuando calculé que ya había efectuado la entrega, le mandé un mensaje a Olivia.

«Muchísima suerte, Via. Aunque no la necesitas, sé que los vas a dejar anonadados.
Me gustaría que me dieras una oportunidad de hablar antes de marchar a Milán, así que te estaré esperando en la puerta de Plaza de Oriente.
Siempre tuyo, Héctor.»

Y esperé.

Miré el móvil unas doscientas veces en la siguiente hora y otro tanto en la sucesiva. Había recibido el mensaje, pero el maldito doble check no se ponía en azul y mucho menos, obtenía una respuesta. Los minutos pasaban y con ellos se iba mi esperanza. Vi salir algunas chicas con sus bolsas de deporte y los tutús en fundas de plástico, reconocí a algunas del cumpleaños de Olivia, pero mi pelirroja favorita no salía.

Empecé a asumir que se había marchado por alguna de las puertas laterales, que sí que había leído mi mensaje y que no quería saber nada más de mí, cuando de repente, la vi.

Llevaba el pelo recogido en un moño, gafas de sol, un abrigo de color crema largo hasta los pies y los tacones rojos que le había regalado en nuestra primera cita.

Nada más verla el corazón empezó a bombearme a todo trapo y al ponerme en pie sentí hasta un leve mareo, porque si llevaba esos zapatos, era toda una señal ¿no? Era consciente de que no esperaba verme, pero que se los hubiera puesto significaba que pensaba en mí o que pensar en mí no le dolía.

✅ Besos PredestinadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora