Capítulo 3: Un whatsapp

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Cinco minutos después de que ese torbellino de pelo cobrizo desapareciera de mi vista, yo seguía plantado en el vestuario

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Cinco minutos después de que ese torbellino de pelo cobrizo desapareciera de mi vista, yo seguía plantado en el vestuario.

No sabía si había tenido una alucinación fruto del agotamiento o simplemente había vivido uno de esos episodios tan surrealistas que nadie te cree cuando lo cuentas.

Cuando pude dejar de flipar, recogí mi petate y salí de las instalaciones deportivas.

Eran poco más de las doce y el sol brillaba en todo su apogeo de principios de agosto. Tras ponerme el casco y las gafas de sol, subí a la moto y puse rumbo a ninguna parte, olvidándome por completo de la chica del pelo cobrizo, del café derramado y de sus expresiones curiosas.

El aire se colaba por entre la chaqueta y me daba una sensación de frescor muy agradable. Seguí conduciendo un buen rato, serpenteando entre un tráfico cada vez más creciente de una ciudad que se despertaba tardía como todos los domingos.

Cuando me quise dar cuenta, estaba al lado del portal del piso de la familia Andina. De Rita...

No pude evitar pensar en qué estaría haciendo en ese momento, aunque conociéndola, seguro que estaba leyendo algún libro. Sonreí.

Luego otra imagen más dolorosa, con Norma, se hizo visible y me pellizcó la boca del estómago.

¿Por qué no podía asumirlo de una vez? Mi cerebro, agotado, quería pasar página; sabía que era lo que tocaba. Pero mi corazón, mutilado, seguía aferrado a esos meses que habíamos pasado juntos.

«Sólo han sido tres meses, macho» me decía a mí mismo. Pero llevaba enamorado de ella desde hacía más de cuatro años. Desde el día que la vi. Y eso no se borra de un plumazo.

Me alejé de su casa, no quería tener un encuentro fortuito con ella y que encima se pensara que la estaba asediando.

Me maldije una vez más. Odiaba los domingos...

Llegué a mi casa y aparqué la moto en nuestra plaza de garaje, detrás del coche de mi padre.

Mientras esperaba el ascensor, pensé que no me apetecía subir para nada. Mis hermanos andarían haciendo el cabra por casa. Abel y Paolo estarían compitiendo (quizás hasta luchando encima del sofá) por ver quién decidía qué se ponía en la tele, Eric estaría a su rollo con sus cascos de música, tarareando canciones y sin querer saber nada del mundo y Ginger estaría intentando hacer los deberes de verano, mientras mi padre cocinaba o limpiaba.

Cuando se abrió el ascensor, los gritos de Paolo se oían desde el descansillo. Estarían contentos los vecinos.

Entré en casa y saludé, aunque nadie me devolvió el saludo. Pero al cabo de dos segundos, Ginger me estaba abrazando por las piernas; a sus trece años media poco más de metro y medio, lo que nos confería una diferencia de alturas muy considerable. Me agaché y la levanté en vilo sin ningún esfuerzo, para abrazarla después.

✅ Besos PredestinadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora