Capítulo 6: Palabrotas

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Cuando salimos de la zapatería, seguía un poco abrumado con esa sensación que me había provocado el aroma de Olivia

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Cuando salimos de la zapatería, seguía un poco abrumado con esa sensación que me había provocado el aroma de Olivia. No entendía muy bien qué me estaba ocurriendo pero no lo pude analizar porque ella se había puesto en marcha otra vez como una exhalación.

—¡Jónico, dórico y corintio, Héctor! Te has pasado tres pueblos con lo de los zapatos... Déjame que te devuelva el dinero —protestó Olivia cuando ya estuvimos un poco alejados de la tienda.

—Tú me has invitado a comer —dije con toda naturalidad, como si eso lo justificara y negándome a aceptar su dinero.

—No me compares, ¡co...colchones! Vaya día de miércoles que llevo... te tiro el café por encima y ahora te meto en un embolado con doña encantada-de-atenderte... —dijo contrita—, que por mi culpa se va a pensar que eres... ¡yo qué sé! Un pirado o algo así.

Me reí.

—¡No exageres, mujer! Cómo mucho, pensará que somos...una pareja con unos gustos...particulares.

—Sí, y eso encima... Perdona por soltar esa gil...gimnasia de lo de ser mi novio—hizo una pausa con un suspiro sonoro antes de decir —: si es que estoy más guapa callada, ¡hos...pital!

Caí en la cuenta, que cuando se ponía nerviosa las expresiones curiosas aumentaban su habitual ritmo de salida, pero otra vez, no hice comentario alguno al respecto. En el fondo, me divertía ver cómo se esforzaba en omitir los tacos. Entonces Olivia paró el paso. Pensé que otra tienda había llamado su atención, pero me estaba mirando con sus dos preciosos ojos grises y una expresión bastante seria.

—Gracias. Gracias de verdad —me dijo con solemnidad.

—No hay de qué... —respondí, sintiéndome un poco incómodo de repente. Me había apetecido de verdad regalarle los zapatos. Verla tan feliz con ellos me había gustado mucho.

—No, no lo digo sólo por los zapatos... —susurró, leyéndome la mente.

La miré interrogante, nuestro paso se había reanudado pero muy lento y se acercó más a mí. Se pegó a mi costado y su aroma de mango volvió a sacudirme...

—Antes decía muchas palabrotas, ¿sabes? —me dijo con aire abatido y eso hizo que le prestara aún más, toda mi atención—. Bueno, aun las digo, es evidente. Solo que ahora trabajo con niños y no está bien que ellos lo oigan. Cuando hace cosa de dos años, decidí que quería ser maestra de danza -aparte de lo que mi propia carrera pudiera depararme-, me lo empecé a plantear. Al principio, simplemente traté de no decirlas, solo pensarlas, pero no funcionaba. Probé a ponerme una goma en la muñeca y cada vez que quería decir un taco lo reprimía dándome un tironcito en el elástico, pero acabé con la muñeca destrozada, llena de moretones y desquiciada... Así que, busqué ayuda profesional. De verdad que pensaba que tenía algún síndrome de esos raros, porque era incapaz de ser educada... Ana, mi terapeuta, me hizo diferentes pruebas y visité algunos especialistas hasta descartarlo. No tengo coprolalia —me miró con una breve sonrisa ante mi desconcierto por semejante vocablo e hizo un aparte para explicármelo —. Es como llaman los médicos a la expresión involuntaria de palabras obscenas o socialmente inapropiadas... Pero lo mío simplemente es una mala gestión de mis emociones... —su tono fue tan bajo, que intuí que ocultaba algo más, pero bajo ningún concepto la iba a interrumpir—. Con Ana probamos varias cosas, todas sin resultado y entonces, me recomendó que no lo reprimiera más; que simplemente lo sustituyera por palabras inofensivas, aunque estuvieran carentes de sentido o fuera de contexto dentro de la frase que estuviera diciendo. Así: miércoles, copos de nieve, hospital, etc., se han hecho habituales en mi vocabulario —hizo una pausa y tomó aliento; lo había soltado todo de golpe y entendí que le estaba saliendo del alma. Estaba demostrando mucha confianza al contarme todo eso y me sentí halagado por ello.

Me mantuve en silencio, atento a sus gestos, a sus ojos grises, que eran incapaces de mirarme y volví a darle la mano, en un gesto para infundirle valor. Se agarró a mí con fuerza, esta vez sí fui conciente de ello, y al cabo de unos segundos volvió a hablar:

—Sé que resulta chocante, incluso ridículo, que con dieciocho años tenga la vida ya encaminada y en cambio no sea capaz de hablar correctamente, pero... supongo que soy así. Y quería darte las gracias por no burlarte de ello ni una sola vez...

Supe, sin que me lo hubiera dicho, que mucha gente se reía de ella al oírla hablar. Como se reían de mí en el colegio cuando no sabía cómo se decía una palabra en español o cuando al salir de discotecas me llamaban cosas despectivas por mi color de piel o creyendo que soy extranjero y no les entiendo...

—Olivia, todos tenemos nuestras pequeñas debilidades e imperfecciones. La vida sería muy aburrida si fuéramos perfectos...

Entonces sí que enfrentó mi mirada y me dedicó una de esas sonrisas que le traía el sol a la cara.

—Tienes razón... no seríamos reales, si lo fuéramos.

Asentí, y sin saber muy bien cómo, nos fundimos en un abrazo. Supongo que quería reconfortarla, decirle que nunca me reiría de ella, pues sabía perfectamente lo que eso duele. Y menos aún cuando era el resultado de esforzarse por evitar decir palabrotas.

Entonces, con el privilegio que me confiere la altura, vi un grupo de cuatro cabezas de distintas alturas que conocía muy bien: Mis hermanos estaban en el centro comercial.

Por si tenía alguna duda, el móvil me hizo dos vibraciones cortas. Era un whatsapp.

Deshice el abrazo deprisa y me metí en la primera tienda que vi, arrastrando a Olivia conmigo.

—¿Qué ocurre? —me preguntó con tranquilidad, a pesar de haberme comportado como un auténtico perturbado.

—Verás... soy el mayor de cinco hermanos —empecé un poco precipitadamente—, y me hubiera gustado hablarte de mi familia de otra forma, con un poco más de calma, y quizás también que los conocieras de a pocos, pero... están aquí. Los cuatro.

Olivia no hizo ningún mal gesto, simplemente me seguía mirando interrogante, no me comprendía.

—Ehmm... A ver... Ellos pueden ser un poco... cargantes —dije con eufemismo, porque sabía que, sobre todo Paolo, era capaz de soltar las burradas más espeluznantes sin cortarse un pelo y que Abel le jaleara como un holligan—. Y no sé si te apetece conocer a tres cafres y a una princesa, así de golpe... No te quiero obligar, si prefieres nos despedimos aquí y ahora; es que encima no me acordaba que le había prometido a Ginger, mi hermana, que haríamos un helado... Y siempre venimos aquí.

—Héctor —dijo con absoluta serenidad— son tu familia, por supuesto que me apetece conocerles. Si tú quieres presentarme, claro.

Una sonrisa se me escapó de los labios. ¿De verdad no iba a salir corriendo?

—Sí, por supuesto que sí —dije con un alivio inmenso—. Solo espero que se comporten como es debido...

Saqué el teléfono móvil y contesté al whatsapp, diciendo que estaba ya en el centro comercial y que ahora nos encontraríamos. Olivia me dio un suave apretón en el brazo y nos miramos brevemente. En sus ojos leí que no iba a pasar nada, que estaba preparada para todo y más. En los míos había disculpas anticipadas y un lamento por haber roto el momento íntimo que acabábamos de tener después de lo de sus palabrotas.

Y con un nudo en la garganta por mi parte, salimos de la juguetería dónde nos habíamos metido con las prisas, para encontrarnos casi al instante con ocho pares de ojos de color café que nos miraban, bueno concretamente miraban al torbellino cobrizo, con distintas expresiones...

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